Al día siguiente, el sol hacía ya mucho que se había ocultado tras el horizonte, como una pelota de fuego naranja en el cielo color rojo, cuando Roman condujo de vuelta al pueblo. A Charlotte se le encogió el estómago. No estaba preparada para acabar tan pronto esa aventura.
Las cosas se habían animado después de aquella conversación seria que no los había llevado a ninguna parte. Habían hecho el amor, habían comido galletas caseras, habían dormido acurrucados el uno junto al otro y se habían despertado a tiempo para ver el amanecer. Habían disfrutado de una comida campestre en la bonita zona exterior del hotelito, luego habían cenado con los Innsbrook y a continuación habían vuelto a la habitación para hacer el amor de nuevo antes de marcharse del establecimiento.
Tal vez Roman sintiera lo mismo que ella, porque los dos volvieron a casa en silencio. Cuando Roman la acompañó hasta su apartamento, Charlotte sentía un nudo inmenso en el estómago.
No estaba preparada para despedirse.
– Me pregunto si anoche se produjo algún robo -dijo Charlotte para quedarse más tiempo con él.
– No se lo deseo a nadie, pero me libraría de las mujeres de este pueblo. -Los ojos se le iluminaron con una expresión divertida-. Tengo una coartada.
Charlotte sonrió.
– Sí, ya te entiendo. Si nadie sabe que te marchaste del pueblo, entonces el ladrón no podrá usarte de escudo… si es que ésa era su intención después del artículo. -Se encogió de hombros.
– Sólo mamá y mis hermanos saben que he estado fuera del pueblo, así que ya veremos qué pasa.
La madre de Charlotte también lo sabía, pero puesto que casi nunca hacía vida social, era prácticamente imposible que revelara la noticia.
– Entrar en las casas y robar bragas -dijo Charlotte negando con la cabeza.
Se ruborizó y alzó la mano para tocarlo de nuevo. Mientras las yemas de los dedos de ella acariciaban su áspera mejilla, Roman la miró de hito en hito. Un atisbo de conocimiento resplandeció en aquellos ojos azules y Charlotte retrocedió, avergonzada por aquella sencilla muestra de afecto que desvelaba demasiado sus sentimientos.
– Esto es algo más serio que una travesura juvenil -dijo sin darle mucha importancia-. Nadie en su sano juicio te culparía. La mera idea de robar bragas es ridícula.
Roman se encogió de hombros y Charlotte desvió la mirada hacia su camiseta negra y sus músculos marcados.
– Es imposible saber qué puede excitar a un hombre. Vamos, a un hombre raro.
Charlotte asintió y luego tragó saliva. Se produjo un largo silencio. No se oía nada en los otros apartamentos ni en la calle. Sólo faltaba despedirse.
– Entonces…
– Entonces.
– ¿Volveré a verte? -Charlotte se dio una patada mental en cuanto hubo pronunciado esas palabras. Tendría que haberlas dicho él.
– ¿Por qué? ¿Para otra sesión de sexo? -replicó Roman con una sonrisa sardónica.
Charlotte frunció el ceño; aquellas palabras le sentaron como un puñetazo en el estómago. Se había arrepentido de lo que había dicho nada más salir de sus labios. Ahora sabía cómo había hecho que se sintiera Roman.
– Supongo que me merecía esa respuesta.
Resultaba obvio que le había hecho daño al resumir su relación de ese modo. No había sido su intención, había sido una mera estrategia para protegerse. Como método de defensa, las palabras nunca bastaban y llegaban demasiado tarde.
Roman alargó la mano y sujetó el mentón de Charlotte.
– Tan sólo me gustaría que no me cortases con comentarios como ése. Sé abierta de miras y deja que las cosas sigan su curso.
Charlotte ya se lo imaginaba. Ella acabaría en Yorkshire Falls mientras él viajaba al extranjero. Fin de la discusión, fin de la relación.
Pero no parecía que Roman quisiese llegar rápidamente a esa situación, no parecía que fuera a marcharse del pueblo pronto. ¿Para qué preocuparse innecesariamente y discutir con él? Esbozó una sonrisa.
– Supongo que podré.
– Lo dices a la ligera.
– Venga, no discutamos y echemos a perder un fin de semana espectacular, ¿vale?
Roman se le acercó.
– He estado espectacular, ¿eh?
Su fragancia masculina la envolvió, se convirtió en parte de ella, y el corazón comenzó a latirle a toda velocidad.
– Me refería a que el fin de semana ha sido espectacular.
Roman apoyó el brazo por encima de la cabeza de ella y sus labios quedaron junto a los de Charlotte.
– ¿Y yo?
– Incluso mejor -murmuró, mientras la boca de Roman tocaba la de ella. El beso fue demasiado breve y superficial. Roman la dejó con ganas de más, lo cual, supuso, había sido su intención.
– Volverás a verme. -Le quitó la llave de la mano, abrió la puerta y le dejó paso.
Cuando Charlotte se dio la vuelta, Roman ya se había marchado.
Capítulo 9
Al llegar a su casa, Roman comprobó que la puerta no estaba cerrada con llave; entró y dejó las llaves en la encimera. Las habitaciones a oscuras y el silencio sepulcral le indicaron que su madre no estaba en casa. Farfulló un improperio. Cabría esperar que su madre tuviera más sentido común, sobre todo con un ladrón suelto. De todos modos, era probable que pensase que lo del ladrón de bragas no iba en serio, como la mitad de las mujeres del pueblo.
– Ridículo. -Mañana por la mañana llamaría a Rick para ver si se habían producido más allanamientos.
De momento, necesitaba descansar. La noche anterior no había dormido nada, y le bastó recordar el porqué para excitarse. Se dirigió hacia la habitación que había sido la suya de niño, dejó caer la bolsa de viaje al suelo y se encaminó al baño.
Abrió el grifo de agua fría de la ducha, pero no le ayudó a calmar la añoranza de Charlotte que sentía. Se había duchado con ella ese mismo día y recordaba perfectamente haber eyaculado en su interior mientras el agua los empapaba. Ahora, ni siquiera la descarga de agua helada bastó para relajarle.
Estaba cansado y excitado a partes iguales, y al llegar a su habitación estaba tan agotado que ni siquiera se molestó en encender la luz. Sólo pensaba en una cosa: tras lo que había compartido con Charlotte, su vida y su futuro habían cambiado, y no sólo por la promesa familiar.
Tenía que tomar decisiones, pero primero debía dormir. Se arrastró hasta la cama. Descansó la cabeza en las sábanas frías, acomodó la espalda en el colchón y su cuerpo sintió una piel cálida y suave.
– ¡Joder! -Roman dio un respingo y se incorporó al instante-. ¿Quién coño está ahí?
Salió de la cama de un salto y se dirigió hacia la puerta con la intención de encender la luz y ver quién era el intruso.
– Esa no era la reacción que esperaba, pero supongo que una chica tiene que empezar de alguna forma. Venga, vuelve a la cama y te enseñaré lo que tengo para ti. -La voz parecía más felina que femenina.
Dado que Roman se sentía como una presa atrapada, la comparación tenía sentido. El sonido de una mano dando palmaditas en el colchón resonó en el dormitorio.
Encendió la luz y vio un espectáculo grotesco: allí estaba Alice Magregor, con el pelo crespo más repeinado de la cuenta y el cuerpo embutido dentro de las famosas bragas de Charlotte. Era un cuerpo que Roman no tocaría ni borracho como una cuba, y en esos momentos estaba sobrio. O sea que aún menos.
– Oh, no duermes desnudo. -Hizo pucheros de un modo que a Roman le revolvió el estómago-. Da igual. Venga, apaga la luz y vuelve a la cama. -Se arqueó y pavoneó mientras colocaba la mano en la almohada de él.
Mierda, tendría que cambiar las sábanas antes de acostarse. Apretó los dientes: aquella invasión de su intimidad no era bienvenida ni deseada.
– Me voy a dar la vuelta para que te vistas. Luego fingiré que no ha pasado nada y tú harás lo mismo.
Ella no se arredró y le replicó antes de que se diese la vuelta.
– No digas que no estás interesado. El otro día te hice una seña y me sonreíste.
– Lo interpretaste al revés. Te sonreí antes de que me enseñaras las bragas.
– Los periodistas y los hechos. Da igual, es lo mismo. Sonreíste, te mostraste interesado. Ahora ven a la cama.
Roman no sabía si se hacía la tonta o era rematadamente estúpida.
– Vivimos en un pueblo pequeño, Alice. Trataba de ser amable. Y ahora vístete. -Se cruzó de brazos y se volvió. Se apoyó en el marco de la puerta sin terminar de creerse que Alice Magregor estuviera desnuda en su cama.
Ser cruel no era su estilo, pero no pensaba seguirle el juego ni darle a entender que quería que aquello se repitiera. No habría pasado si la puerta hubiera estado cerrada con llave. Su madre se llevaría un buen sermón sobre la seguridad. Ya no podía ser tan confiada. Gracias a su falso sentido de la seguridad había dejado la casa abierta, le podrían haber robado las bragas y, de haberse salido Alice con la suya, él podría haber sido víctima de una violación.
No tenía ni idea de cómo era posible que Alice hubiera sabido que su madre no estaría en casa, para entrar así y ponerse cómoda. Tampoco es que le importara mucho, siempre y cuando se largara ya mismo. Miró por encima del hombro, pero Alice ni se había inmutado.
– Me gustan los hombres que se hacen los duros.
En el recibidor se oyó el sonido inconfundible de unas carcajadas. La risa de su madre y la profunda risita ahogada de un hombre. Alice abrió mucho los ojos al oír aquellas risas.
«Lo que me faltaba -pensó Roman-, ahora tenemos público.» Le hizo un gesto a Alice para que se moviera, pero ella estaba paralizada.
– … arriba hay una luz encendida. Roman, ¿eres tú? -La voz de Raina se oyó con más fuerza, y consiguió lo que Roman no había logrado.
Alice salió de la cama a toda prisa.
– Oh, Dios mío. -Corrió a buscar la ropa. Trató de ponerse los pantalones y comenzó a saltar por el dormitorio a la pata coja mientras intentaba introducir una pierna en los vaqueros, que estaban del revés.
– ¿Roman? Si eres tú, di algo.
– Ni te atrevas -farfulló Alice.
– Creía que en la guardería te habían enseñado ciertas cosas básicas -le dijo él-. Si te sientas y metes sólo una pierna a la vez, tal vez te sea más fácil.
Oía más los pasos de Raina que el latido de su propio corazón y, ahora que caía en la cuenta, el sonido de aquellos pasos era lo más agradable que había oído en mucho tiempo. Que te pillaran era el mejor método para quitarte las ganas de repetir, y si la cara roja como un tomate de Alice servía de indicación, seguramente no volvería a la casa ni lo acosaría en un futuro cercano.
Esperó a que Alice se calmara lo suficiente como para ser capaz de introducir la pierna hasta la mitad de los vaqueros antes de responder a su madre.
– Soy yo, mamá. He vuelto hace un rato.
Se oyó una voz masculina, probablemente la de Eric, lo cual explicaba por qué Raina no había subido. Sólo lo hacía por la mañana y por la noche. Roman se había planteado comentarle a Chase la posibilidad de transformar una de las habitaciones de abajo en un dormitorio para Raina.
– Quiero que me cuentes cómo te ha ido el fin de semana -dijo Raina, y Roman oyó sus pasos en la escalera a un ritmo rápido que le sorprendió.
– ¡Ooh, no! -chilló Alice, presa del pánico.
Roman, todavía de pie junto al umbral, se volvió a tiempo para verla apartar los vaqueros de una patada. Acto seguido arrancó la colcha de la cama y se envolvió con ella como si fuera una mortaja.
«Esto ya es surrealista», pensó Roman mientras negaba con la cabeza.
– Por cierto -le dijo a Alice-, también ha venido el doctor Fallón. Pero no te preocupes, estoy seguro de que, gracias a los años de confidencialidad entre médico y paciente, sabrá ser discreto.
Además, pensó Roman, podría ser peor, podría ser Chase, don Sólo-Comunico-Hechos, el que estuviera subiendo la escalera con su madre.
Raina llegó al último escalón y se le acercó. Roman le impidió que viera el interior de su dormitorio.
– Hola, mamá. ¿Estás bien? -La miró por encima del hombro y vio a Eric.
– La escalera me ha dejado sin aliento. Sentémonos en la cama y hablemos. -Lo empujó suavemente para abrirse paso, pero Roman la retuvo por el brazo con delicadeza.
– No puedes entrar.
– ¿Quién está ahí? ¿Charlotte? -preguntó, entusiasmada ante tal perspectiva.
– No, no es Charlotte, y ahora, por favor…, ya estoy metido en un lío como para que encima os preocupéis más.
Raina negó con la cabeza y trató de ver qué había por encima del hombro de su hijo.
A su espalda, el doctor Fallón puso los ojos en blanco, como si dijera: «Cuando se pone en marcha no puedo pararla», algo que Roman conocía de sobra.
– Vale, compruébalo tú misma -le susurró Roman mientras se llevaba un dedo a los labios para indicarle que se mantuviera en silencio. Su misión no era proteger a Alice de su propia estupidez, pero prefería que Raina echase un vistazo rápido y se marchase a humillarla al impedirle el paso.
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