Entró en el dormitorio, seguido de su madre, a tiempo de ver a Alice tratando de abrir la ventana con manos temblorosas. Roman se dio cuenta de que el pestillo estaba echado y Alice no corría peligro.

– Creo que deberíamos dejar que Eric se ocupase de ella, Roman. Está alterada y turbada -le susurró Raina, y luego le tomó de la mano para sacarlo del dormitorio.

Roman se percató de que su madre lo había visto en ropa interior, por lo que recogió los vaqueros que había dejado en el suelo. Se sobrepondría a ese bochorno mejor que Alice.

– Tienes razón. Vayamos abajo, ¿vale? -Roman salió con Raina.

Roman se dirigió rápidamente al baño para ponerse los vaqueros y luego llegó a la cocina a tiempo de ver a su madre tomándose una cucharada de antiácido.

– ¿Puedes prepararme un té? -preguntó Raina-. Tanta emoción puede más que yo.

Roman la miró, preocupado.

– ¿Seguro que es acidez de estómago? ¿No tiene que ver con el corazón? Eric podría…

– No, estoy bien. Algo me ha sentado mal, eso es todo. -Se dio un golpecito en el pecho-. Ahora mismo, esa chica necesita a Eric más que yo.

– Pero si te encuentras mal de verdad, no le quites importancia, ¿vale? -Comprobó que la tetera tuviera agua y luego encendió el fuego.

– Creo que a Alice le vendría bien un sedante y una buena reprimenda. ¿En qué estaría pensando? -Raina negó con la cabeza y se acomodó en una silla.

– Eso me recuerda algo. ¿En qué estabas pensando al dejar la puerta abierta?

– ¿Debo recordarte que en toda la vida no he tenido que usar cerrojos en Yorkshire Falls?

– ¿Cinco robos en la última semana no te parece motivo suficiente?

– Tienes razón, ya hablaremos de eso después.

Eric entró en la cocina.

– Alice está esperando en el recibidor… completamente vestida -dijo en voz baja-. La voy a llevar a su casa. Le he prometido que no contaremos nada a nadie. -No miró a Roman, a quien le sobraban motivos para no mencionar el incidente, sino a Raina, a quien Roman supuso que le encantaría cotillear por teléfono con sus amigas y contarles hasta el último detalle.

– Soy lo bastante sensata como para saber cuándo debo callar -dijo con expresión dolida.

Roman colocó la mano sobre las de ella.

– Estoy seguro de que no pretendía ofenderte, mamá. Sólo es cauto.

– Exacto, gracias, Roman. Raina, te llamaré. -Suavizó el tono-. Siento que la velada se haya visto interrumpida.

– Te agradezco que me sacases de casa. Sabes que los chicos están más tranquilos respecto a mi salud cuando estoy contigo. -Lo miró con recelo-. Y ahora disfrutaré de un buen té con mi hijo. Tú y yo podemos pasar un rato juntos cuando queramos.

– Mañana por la noche me va bien.

– Mañana nos quedaremos aquí, ¿de acuerdo? -Raina dejó escapar un largo suspiro.

Eric dio un paso hacia ella, pero Raina hizo un gesto con la mano para restarle importancia.

– Sólo necesito una taza de té. La grasa de Norman's se me ha quedado en el pecho. Alguien debería allanar su establecimiento y robarle la manteca de la despensa.

Eric se rió y luego se volvió hacia Roman.

– No sé si decirte que cuides de tu madre o de ti mismo. -Se rió entre dientes y, antes de que Raina respondiera, Eric salió de la cocina sin darle la oportunidad de tener la última palabra.

La tetera comenzó a silbar y Roman se levantó para preparar el té.

– Creo que el doctor Fallón te conviene.

– ¿No estás enfadado? -preguntó en tono preocupado.

Roman la miró por encima del hombro, sorprendido, y luego hundió la bolsita de té en el agua y le añadió una cucharadita de azúcar antes de volver a la mesa.

– ¿Enfadado? Salta a la vista que ese hombre te hace feliz. Sales con él, sonríes más que nunca y, a pesar de tu salud…

– Tal vez es porque tú estás en casa.

– O tal vez porque un hombre te considera especial y te gusta que te presten atención. -Colocó la taza delante de ella.

– No des rienda suelta a tu imaginación. Es un viudo solo y le hago compañía. Eso es todo.

– Tú llevas más de veinte años siendo una viuda sola. Ya es hora de que comiences a vivir tu vida de nuevo.

Raina clavó la mirada en la taza.

– Nunca he dejado de vivir, Roman.

– Sí lo has hecho. -No le apetecía mantener esa conversación, pero era obvio que había llegado el momento-. En algunos aspectos has dejado de vivir y, como resultado, has cambiado nuestra vida. Roman, Rick y Chase, los hermanos solteros -dijo con ironía.

– ¿Me estás diciendo que tengo la culpa de que estéis solteros? -Raina parecía indignada y dolida.

Colocó los dedos en forma de pirámide mientras pensaba. Quería decirle que no tenía la culpa de nada, pero no podía mentirle.

– Papá y tú nos disteis una buena vida familiar.

– ¿Y eso es malo? ¿Suficientemente malo como para evitar el matrimonio y la familia?

Roman negó con la cabeza.

– Pero te quedaste desconsolada cuando murió. Fue como si la vida se hubiera detenido. Vivías…, vivías en un estado de dolor…

– Pero eso ya pasó -le recordó-. No habría cambiado ni un minuto con tu padre, ni siquiera si a cambio de eso no hubiese conocido el sufrimiento o la pena. No se vive de verdad hasta que se sabe lo que es el dolor -declaró a media voz.

Roman ya se había dado cuenta de que él realmente no había vivido hasta que pasó el fin de semana con Charlotte. Mientras su madre hablaba cayó en la cuenta de por qué. Con tal de evitar repetir el doloroso proceso por el que había visto pasar a su madre, Roman había optado por huir, viajar, mantenerse alejado del pueblo, la familia y Charlotte. Charlotte, la única mujer que sabía que podría retenerle en Yorkshire Falls.

La única mujer capaz de hacerle daño, de hacerle sentir el dolor que temía si ella se moría o lo dejaba. Pero pasar la noche con ella le había demostrado que tampoco podía vivir sin ella. Valía la pena arriesgarse.

– He vivido y he amado. No todo el mundo puede decir lo mismo. He sido afortunada -dijo su madre.

Roman esbozó una sonrisa irónica.

– Podrías haberlo sido más.

Raina adoptó una expresión mezcla de tristeza, felicidad y añoranza.

– No te mentiré. Por supuesto que habría preferido hacernos viejos juntos y haberos criado juntos, pero entonces no habría tenido la oportunidad de conocer a Eric. -Miró a Roman con preocupación-. ¿Estás seguro de que no te molesta?

– Creo que te beneficia. Eso no me molesta en absoluto.

Raina sonrió.

– Te das cuenta de que no podrás huir de la vida eternamente, ¿no?

No le sorprendió que le hubiera leído el pensamiento. Su madre siempre había sido perspicaz. Él había heredado ese rasgo y le había ayudado en el trabajo, pero era un engorro cuando lo usaban en su contra. Y era esa capacidad de percepción la que lo hacía demasiado consciente del dolor de su madre.

– Supongo que puedes seguir huyendo, pero piensa en todo lo que te pierdes. -Le dio una palmadita con un gesto maternal que él conocía de sobra-. Y eres demasiado listo para proseguir con algo que es una huida y no una solución. Y bien, una vez dicho esto, ¿dónde encaja Charlotte? Y no me digas que no encaja.

Raina había retomado su misión.

– Me conoces perfectamente como para pensar que te lo contaría -repuso Roman.

Raina alzó la mirada hacia las alturas.

– Chicas. ¿Por qué Dios no me dio una para así saber qué piensan mis hijos?

– Venga ya, mamá. Te encanta conjeturar, te mantiene joven.

– Preferiría beber de la fuente de la juventud -murmuró-. Hablando de chicas, me dijiste que anoche irías a ver a una vieja amiga que acababa de mudarse a Albany, pero Samson me ha dicho que te vio marcharte en el coche con Charlotte.

– Para ser el recluso del pueblo, sabe demasiado.

Roman se preguntó quién más los habría visto marcharse, aunque tampoco le importaba. No permitiría que empañasen su reputación. Salvo que casarse con un Chandler que se rumoreaba que era un fetichista de bragas fuera un problema.

Por sorprendente que pareciese incluso para él, estaba dispuesto a comprometerse mucho más de lo que había imaginado jamás. Pero antes de abordar a Charlotte, tenía que convencerla de que sería un buen padre y esposo, de que quería algo más que un matrimonio de conveniencia a distancia. Sin embargo, todavía tenía que decidir hasta qué punto estaba dispuesto a sacrificar sus viajes y proyectos. Tenía compromisos, muchas personas confiaban en él, y no quería dejar de disfrutar del trabajo cuando se le acabase el permiso.

Ahora su objetivo era personal. Los nietos de su madre serían el producto de ese objetivo, pero no el motivo del matrimonio de Roman. Estaba un poco mareado, igual que el día del primer encargo de la agencia de noticias.

– Podrías haberme dicho que te irías con Charlotte -le dijo su madre sacándolo de su ensimismamiento.

– ¿Para someterla a un interrogatorio? Pensé que era mejor ahorrárselo.

El semblante se le iluminó de alegría.

– Bueno, todavía estoy a tiempo de hacerlo a pesar de que intentes mantenerme al margen. Pero no lo haré, ya tiene bastante con lo suyo.

A Roman se le disparó la alarma interna. Si Alice había tenido el valor de cometer la locura de meterse en su cama, ¿quién sabe qué más podía estar pasando en el pueblo?

– ¿Y eso? ¿Otro robo de bragas?

Su madre negó con la cabeza.

– No, y Rick está muy enfadado porque nadie te defendió anoche, de eso estoy segura. Tampoco es que la policía te considere sospechoso, pero con Alice y las mujeres alteradas en el pueblo…

– Mamá, ¿qué le pasa a Charlotte? -interrumpió sus divagaciones.

– Lo siento, me he dejado llevar. -Se sonrojó.

A Roman no le gustaba el sonido de su voz ni los labios fruncidos.

– ¿Qué pasa?

Raina suspiró.

– Russell Bronson ha vuelto al pueblo.

Roman farfulló un improperio.

– Cuida tu lenguaje -le recriminó su madre, pero su mirada comprensiva le daba a entender que sabía por qué estaba molesto.

El padre de Charlotte no podría haber regresado en peor momento. El hecho de que Roman hubiera hecho las paces con su pasado y su futuro no significaba que Charlotte hubiera hecho otro tanto. Había estado luchando consigo mismo desde que volvió al pueblo y perdió en el a cara o cruz. A pesar de haber intentado mantenerse alejado de ella, Charlotte era la única mujer que quería en su vida. La única mujer con la que deseaba acostarse, la única con la que quería tener hijos.

Al principio había tomado esa decisión cuando perdió la apuesta con sus hermanos. Había sido una decisión egoísta y fría, porque todavía seguía huyendo. Todavía pensaba más en sí mismo que en Charlotte, por mucho que hubiera intentado convencerse de lo contrario. Tenía una necesidad y la había elegido a ella para satisfacerla. Así de simple y estúpido. Charlotte se merecía mucho más: un hombre que la quisiera, que estuviera a su lado y que le diera la vida familiar que le había faltado de niña. Roman quería ser el hombre que le ofreciese todas esas cosas, pero ella nunca le creería, y menos ahora.

Raina apoyó el mentón en una mano.

– ¿Tienes algún plan?

Si lo tuviera, no lo compartiría con su madre. Pero dadas las circunstancias, estaba realmente bloqueado.

– Bueno, te sugiero que pienses algo -prosiguió ella al ver que Roman no respondía.

Él le dedicó una mirada contrariada.

– Eso ya me lo imaginaba. Pero salvo que Russell no sea la escoria que el pueblo cree que es, entonces estoy en un aprieto.

– No sé qué es Russell. -Su madre se encogió de hombros-. Ha estado fuera mucho tiempo. Tú eres el reportero, desentraña la verdad. Pero recuerda que todas las historias tienen tres versiones: la de él, la de ella y la verdad.

Roman asintió. Confiaba en que la verdad bastase para asegurarles el futuro.


Charlotte llegó como flotando al trabajo el lunes por la mañana, ligera como una pluma y más feliz que nunca. Mientras la euforia durase, pensaba disfrutarla y no analizar todos los motivos por los que no debería acostumbrarse a Roman y a sus atenciones. Le había pedido que se mostrase abierta de miras y la había hecho sentirse demasiado bien como para discutir. Le había hecho pensar que, al fin y al cabo, todo era posible. Incluso ellos. Se sorprendió a sí misma con esa nueva actitud, pero Roman no le había dado motivos para dudar de él.

– Huelo a café -dijo Beth mientras salía de la trastienda.

– Hueles a té chai. Norman no se ha modernizado lo suficiente como para ofrecer granizado de café con leche, pero ha traído este té y está delicioso. Caliente o frío, da igual. Hoy me apetecía caliente. Toma, pruébalo. -Charlotte le ofreció su taza-. Es muy dulce -le advirtió, por si acaso esperaba un sabor más amargo.