Beth dio un sorbito para probarlo. Abrió los ojos como platos.

– Es como una mezcla de miel y vainilla. Qué bueno.

– Es de la India. La primera vez que lo probé fue el año pasado en Nueva York.

– No quiero saber cuántas calorías tiene.

Charlotte negó con la cabeza.

– Yo tampoco, pero es un auténtico placer y me niego a no disfrutarlo. -Era una especie de lema que parecía haber adoptado desde que estaba con Roman-. Para almorzar sólo tomaré una ensalada ligera. -Charlotte cerró los ojos e inhaló la fragancia del té antes de beber un poco más-. Hummm. -Alargó el sonido.

– Oh-oh. -La voz de Beth interrumpió su satisfacción.

Charlotte abrió los ojos y vio la sonrisa perspicaz de su amiga.

– Oh-oh ¿qué?

– Reconozco esa mirada, ese sonido. Es puro éxtasis.

– ¿Y? -Charlotte negó con la cabeza-. Ya te he dicho que me encanta.

– Tienes las mejillas sonrojadas y parece que has tenido un orgasmo. No me digas que es por el té.

– ¿Qué otra cosa iba a ser?

Beth se reclinó en la silla situada al otro lado del desordenado escritorio de Charlotte.

– «¿Qué otra cosa iba a ser?», pregunta. Como si no fuera a enterarme de que ni tú ni Roman estabais en el pueblo el sábado por la noche. ¿Coincidencia? No lo creo. -Beth dio golpecitos con los dedos sobre una pila de facturas-. Rick y yo salimos el sábado por la noche. Jugamos a los dardos y, como blanco, pusimos la fotografía más reciente del buen médico…

– ¿Te llamó?

Los ojos se le llenaron de lágrimas.

– Le llamé y, después de cortarme a toda prisa, le llamé de nuevo para decirle que se había acabado… y me estás interrumpiendo. -Cambió de tema con brusquedad.

Charlotte conocía esa táctica de evasión, pero no pensaba quedarse callada.

– ¿Le dijiste que se había acabado? -Rodeó corriendo el escritorio para ir abrazar a su amiga-. Sé que no habrá sido fácil.

– No tenía elección. -Beth movió la cabeza, obviamente afectada.

Charlotte retrocedió para sentarse en el extremo de la mesa, con las piernas colgando a un lado. Se dio cuenta de que Beth ya no lucía el enorme diamante en la mano izquierda.

– ¿Y te dejó que rompieras con él?

– Creo que se sintió aliviado.

– El muy estúpido.

Beth se rió, pero con los ojos llenos de lágrimas.

– Bueno, estoy de acuerdo, pero soy yo la que tiene el problema más gordo, ¿no? Me lo tomé en serio sin analizar siquiera o reconocer que él tenía esa especie de debilidad. -Se estremeció-. Cambiemos de tema, ¿vale?

Charlotte asintió. No quería que su amiga sufriera más. Beth se inclinó hacia adelante apoyando los codos en los brazos de la silla.

– Retomemos mi argumento original.

– ¿Qué era?

– Tú, y que esas mejillas sonrojadas y los sonidos de placer no tienen nada que ver con el té chai.

Charlotte puso los ojos en blanco, pero Beth no le hizo caso. Beth era una experta en devolver la pelota y poner a Charlotte en un aprieto. Sostuvo ambas manos en alto frente a ella.

– Me acojo a la Quinta Enmienda.

Todo lo que tuviera que ver con Roman y ella era demasiado personal como para hablar de ello, incluso con Beth.

– ¡Aja! -Beth se irguió en la silla.

Charlotte entrecerró los ojos.

– ¿Qué?

– Acogerse a la Quinta significa que tienes algo que proteger, algo privado. -Se inclinó hacia adelante con expresión de interés-. Venga, cuéntame. Fue más que una cita, ¿no? Por favor, déjame disfrutar de las buenas nuevas, que las mías son más bien malas.

Aunque a Charlotte le apenaban los problemas que tenía Beth, también se daba cuenta de cuándo jugaban con ella, y a Beth se le daba muy bien.

– ¿Qué te parece esto? -sugirió Charlotte-. Cuando tenga noticias prometo compartirlas. Ahora mismo sólo tengo… esperanza. -Una esperanza que guardaba al abrigo de su corazón, temerosa de que si salía de allí viera que sólo eran sueños… y se quedara sola, como su madre.

Observó la mirada preocupada de su amiga.

– Si tuviera algo que contar, serías la única persona a quien se lo diría. -Se inclinó hacia adelante y le apretó la mano-. Te lo prometo.

Beth dejó escapar un suspiro.

– Lo sé, pero detesto ser la única que revela sus problemas y debilidades.

– No eres débil. Eres humana.

Beth se encogió de hombros.

– Bebamos. -Alzó la taza de poliestireno-. Salud.

– Salud. -Charlotte se acabó el té tibio de un par de sorbos placenteros-. ¿Te importaría ocuparte de la tienda hoy? Tengo ganas de atrincherarme en casa y hacer ganchillo.

– Oooh, qué apasionante.

– Pues no -se rió-, pero el dinero que ganaremos cuando entreguemos las prendas acabadas compensará con creces las horas que tendré que pasarme delante de la tele.

Beth se puso en pie.

– Mejor tú que yo.

– Me reuniré contigo en el partido de la liguilla de béisbol, ¿vale? -La tienda de Charlotte había patrocinado un equipo y Charlotte intentaba sacar y alegrar a los chicos con la mayor frecuencia posible. Aunque la temporada acababa de empezar, ya habían jugado dos veces y comenzarían el partido de la noche bien situados en la clasificación. Para Charlotte era su equipo y se enorgullecía de todos los golpes que daban.

Beth se encogió de hombros.

– ¿Por qué no? Tampoco tengo nada mejor que hacer.

– Jo, gracias -repuso Charlotte con sarcasmo.

– De hecho, lo digo en serio. Ver el partido es mejor que pasarse la tarde jugando al solitario.

Charlotte arrojó la taza vacía a la basura.

– Por triste que parezca, el partido también es lo mejor del día para mí. -Salvo que Roman pasara por allí. «Volverás a verme», le había dicho, y se le había formado un nudo en el estómago al pensar en la expectativa. Se moría de ganas de que llegase ese momento.

– No sabes cuánta pena me das. -Beth la miró sin el menor atisbo de compasión.

Charlotte se rió.

– Ya, ya. Trae la cena porque, después de un duro día de trabajo, estaré hambrienta. -Habían acordado turnarse para encargarse de la comida. La semana pasada habían tomado pollo frito muertas de frío y, dado que la temperatura caía en picado, esa noche sería igual-. No te olvides la chaqueta.

– Sí, mamá.

Al oír las palabras de Beth, sintió una palpitación extraña en el pecho. Quizá fuera su reloj biológico el que provocó el posterior nudo en la garganta porque, desde luego, no podía ser un repentino deseo de tener hijos con Roman.

«Sé abierta de miras», le había dicho, pero Roman seguía siendo un trotamundos, tanto por el trabajo como por decisión propia. Ni en broma podía ser tan abierta de miras.

¿O sí que podía?


Más tarde, ese mismo día, Charlotte tenía las manos cansadas y los hombros rígidos, aunque la embargaba una sensación de logro. Había hecho ganchillo, cosido y trabajado una jornada completa. Luego había envuelto con esmero unas bragas de color azul claro y las había enviado a la siguiente persona en la lista de clientes antes de ir a comprar lo básico para abastecer la nevera.

Al volver se encontró un extraño mensaje de su madre en el contestador automático en el que le decía que esa noche se reuniría con ella en el partido de béisbol. Los partidos de la liguilla eran todo un acontecimiento en el pueblo, pero su madre nunca había ido a verlos. Charlotte se preguntó si el veterinario tendría algo que ver con las repentinas ganas de su madre de asistir al partido. Si así fuera, Charlotte iría a Harrington, el pueblo vecino, y sacaría un perro de la perrera para que así Annie tuviese un incentivo añadido para charlar con el veterinario.

Su madre había llamado, pero Roman no. Por supuesto, no le había prometido nada, lo cual significaba que tampoco había incumplido nada. De todos modos, le decepcionaba pensar que, tras lo que habían compartido, no le apeteciera repetir la experiencia. «Ya ves de qué sirve el encanto, la habilidad y la destreza erótica», pensó con ironía.

Era incapaz de librarse de esa desilusión, pero sabía que se recuperaría. No era la hija de su madre, al menos en ese sentido.

Enderezó la columna, elevó los hombros y se encaminó a la escuela. Notó una brisa helada a su alrededor. Tal como habían predicho, las temperaturas habían descendido bruscamente durante el día, por lo que se abrazó a sí misma con fuerza. Pero por suerte para los chicos y los desamparados como ella, era el tiempo idóneo para el softball y disfrutarían del partido. La tienda de Charlotte patrocinaba a los Rockets, y quería verlos sudar de lo lindo.

Mientras caminaba por el aparcamiento lleno, vio a lo lejos el campo de béisbol, más allá del campo de fútbol y las graderías descubiertas. Las tripas le gruñeron y se llevó una mano al estómago vacío. Confiaba en que Beth la esperara con comida, porque estaba muerta de hambre.

Al llegar junto a las graderías del estadio, un lugar en el que había pasado mucho tiempo de adolescente, apretó el paso. De repente, la sujetaron por detrás. Una mano fuerte la retuvo por la cintura y le inmovilizó los brazos a los costados.

Sintió miedo durante unos instantes, justo antes de que le llegase la fragancia de una colonia familiar y una voz sexy le murmurase al oído:

– Siempre quise meterte mano detrás de las graderías.

El miedo dio paso a la excitación. Había echado de menos a Roman, y si se paraba a pensar sobre lo mucho que le había echado en falta tal vez volviese a sentir miedo. Decidió relajarse en sus brazos y disfrutar del momento.

En cuanto habló, Roman sintió que los músculos de Charlotte se aflojaban contra su cuerpo. No sabía cómo había logrado estar lejos de ella todo el día. Joder, no sabía cómo había logrado estar lejos de ella durante más de diez años. Una admisión humilde para un hombre para quien viajar era su modus vivendi. Acercó la cara a los hombros y la nuca de Charlotte e inhaló su fragancia.

– Habría matado por llevarte detrás de las graderías cuando estábamos en el instituto.

– ¿Y qué me habrías hecho?

A juzgar por el tono alegre, Roman supuso que Charlotte estaba de buen humor. Seguramente no se habría enterado del regreso de su padre, lo cual le brindaba esa pequeña oportunidad para cimentar lo que habían compartido. Le sujetó la mano y la llevó hasta la zona situada detrás de las graderías, donde nadie los vería. Roman lo sabía de sobra. Había sido su especialidad en el instituto, sólo que con las chicas equivocadas.

Ahora estaba con la correcta. Charlotte vestía vaqueros azules y una camiseta de la liguilla debajo de una chaqueta vaquera. Pero lo que más le llamó la atención fue la boca; tan roja como las botas de piel de serpiente.

Roman tiró del cuello de la chaqueta y la atrajo hacia sí.

– En el instituto no llevabas un maquillaje tan provocador.

Charlotte sonrió.

– En el instituto no quería atraer a nadie.

Roman sintió un alivio inesperado.

– Hoy me has echado de menos, ¿a que sí? -Roman había querido darle tiempo para que se sintiera así antes de volver a verla, pero le había costado lo suyo.

Charlotte puso los ojos en blanco.

– No he dicho que quisiese llamar tu atención.

No la creyó. Charlotte le había echado tanto de menos como él a ella.

– Bueno, pues lo has conseguido de todos modos. Ahora cállate y bésame.

Eso hizo. Tenía los labios helados y él se los calentó mientras le introducía la lengua en la boca. Charlotte le rodeó la cintura con los brazos y lo atrajo hacia sí para intensificar el beso, tras lo cual dejó escapar un suspiro de satisfacción que Roman entendió a la perfección. Ella deslizó las manos más abajo de la cintura de él, las palmas apretadas contra su trasero. Su lengua respondió a las embestidas de la de Roman, al igual que su cuerpo; apretados, el uno contra el otro, ejecutaban los movimientos eróticos. Por desgracia, los separaban demasiadas capas de ropa.

Se oyeron vítores a los lejos y Charlotte interrumpió el beso.

– Ahora no puedo -dijo con los labios humedecidos.

Roman la miró con expresión ofuscada.

– Claro que puedes, y quieres. -Tras saborear el paraíso en su interior, él también quería.

Charlotte ladeó la cabeza.

– Bien, te lo diré de otro modo. Quiero pero no puedo.

Roman seguía sujetándole los antebrazos con las manos, y el deseo de hacerle el amor -a la mierda el suelo duro y frío- era abrumador.

– Dame un motivo para ello, y que sea convincente.

– Mi madre me ha dejado un mensaje en el contestador automático. Decía que se reuniría conmigo en el campo de béisbol. Casi nunca viene a los actos del pueblo y esta semana ya ha ido a dos. Tengo que estar allí.

La expresión apenada de Charlotte bastó para contentarle. De momento.