– Venga, Annie. -Russell le dio un golpecito en el brazo y se soltó de ella.
En cuanto el trío hubo desaparecido, Roman se dirigió al padre de Charlotte.
– No tengo mucho tiempo.
– Lo sé, pero deberías saber que la vida es más complicada de lo que todos vosotros -Russell agitó el brazo en el aire y señaló hacia el campo de béisbol y al público-… creéis.
Roman no vio en aquella expresión apenada al actor ensimismado que había abandonado a su familia por la fama y la fortuna. Más bien a un hombre envejecido que había perdido muchas cosas. Roman dejó escapar un gruñido.
– Nosotros no tenemos que entender nada, es su hija quien debe hacerlo. -Miró a Russell de hito en hito-. Si de veras le importa, espero que se tome el tiempo y la molestia de demostrarlo.
– Tendría que estar dispuesta a escucharme.
Roman se encogió de hombros.
– Encuentre el modo de que lo haga. -Tras fulminarlo con la mirada, Roman se alejó corriendo del aparcamiento con la intención de seguir su propio consejo.
– Ha llegado el momento, Annie. -Russell Bronson se sentó en la manta que le había prestado Raina Chandler. Después de que los cuatro hubieron hablado, Eric había llevado a Raina a casa y había dejado a Russell y a Annie a solas. Russell recordaba a Raina como a una buena vecina, una buena madre para sus tres hijos y amiga de su esposa. Obviamente, las cosas no habían cambiado.
Y ése era el problema, pensó Russ. Nada había cambiado. Desde el día en que se había casado con Annie Wilson, la chica de la que se había enamorado en el instituto, hasta entonces, todo seguía igual en el mundo de Annie.
Ésta cruzó las piernas y observó a los jugadores.
– No estoy segura de que sirva de algo -dijo finalmente.
Russ tampoco lo estaba, pero al menos podían intentarlo. Russell rebuscó en el bolsillo el papel que le había dado el doctor Eric Fallón. Antes de despedirse, Eric había hablado con ellos como médico. Les había dicho que Annie estaba deprimida. Clínicamente deprimida.
¿Por qué Russell no se había dado cuenta antes? Lo más cómodo sería decir que porque no era médico, pero era lo bastante hombre como para reconocer sus defectos. Era egoísta y egocéntrico. Sus deseos siempre habían primado por encima de todo. Nunca se había parado a pensar por qué Annie hablaba y se comportaba como lo hacía. La había aceptado, del mismo modo que ella lo había aceptado a él.
Depresión, volvió a pensar. Algo de lo que Charlotte sí se había percatado, y por eso había llamado al doctor Fallón. Ahora Russell tenía que lograr que Annie buscase ayuda profesional. En silencio, agradeció a su hermosa y terca hija que se hubiese dado cuenta de lo que él no había visto.
Su hija. Una mujer con una combinación de desdén, miedo y vulnerabilidad en la mirada. El había causado esas emociones y se despreciaba por ello. Pero ahora tenía la oportunidad de enmendar muchos errores, empezando por Annie y acabando con su hija.
Annie no había respondido a su comentario, pero había llegado la hora. Lo haría aunque tuviera que obligarla, pensó Russell.
– ¿Qué siente Charlotte por Roman Chandler?
Annie ladeó la cabeza. El pelo le rozó los hombros y Russell sintió la necesidad de pasar los dedos por aquellos mechones negros como el azabache. Siempre le entraban ganas de hacerlo.
– Lo mismo que yo por ti. Charlotte está destinada a repetir la misma historia. Roman irá y vendrá. Y ella permanecerá aquí esperándolo. Lo llevamos en los genes -declaró con toda naturalidad, como si esa posibilidad no le molestase lo más mínimo. Era demasiado complaciente y él se había aprovechado de eso, pensó Russell.
Tanto si hubiera sabido que estaba clínicamente deprimida como si no, Russell se habría aprovechado de su complacencia para ir y venir a su antojo.
No podía cambiar el pasado, pero no quería ese futuro para su hija.
– No estoy de acuerdo -dijo rebatiendo el comentario de Annie sobre Charlotte y Roman-, creo que está destinada a acabar sola, porque rechazará a cualquier hombre que no acepte quedarse en Yorkshire Falls.
Annie negó con la cabeza.
– Si estás en lo cierto, al menos no tendrá que pasarse la vida esperando a que él vuelva y sentirse viva sólo durante sus visitas.
Russell miró a su esposa, pensó en su pasado y en su futuro juntos. Había creído que, al quedarse en el pueblo, Annie sería feliz, pero se sentía desgraciada. Aunque hubiese sido lo que ella había elegido.
– Tanto si espera los regresos esporádicos de Roman como si le da la espalda y acaba sola, no será bueno para ella. Y tú lo sabes muy bien.
Annie apoyó la cabeza en el hombro de Russell.
– Ahora no me siento sola. -Suspiró, y él sintió el aliento cálido en el cuello.
No, pensó Russell, Annie lo aceptaba todo y a él le faltaba poco para odiar esa idea. Annie lo aceptaba todo. Hiciera lo que hiciera y fuese cual fuera la vida que le ofreciera. Una vez él creyó que podrían ser felices, pero esa ilusión se hizo añicos rápidamente. Lo único que podía hacer feliz a Annie era que él renunciase a todo y se quedase en Yorkshire Falls. E incluso así, una parte de Russell siempre había sospechado que ésa no era la solución. Aunque daba igual.
Nunca había sido capaz de renunciar a su vida por ella, y tampoco había logrado que Annie se marchara de aquel pueblo. Se había comprometido con ella, pero cada uno había escogido su forma de vivir. No podía decir que hubieran sido felices, pero, al menos, seguían adelante. La quería tanto como la había querido al principio. Pero no le había hecho ningún favor a nadie dejando que ella se saliese con la suya.
Y mucho menos a su hija.
Charlotte también se merecía elegir su destino, pero tenía derecho a hacerlo con todos los datos en la mano.
– Tiene que saberlo, Annie. Necesita comprender las decisiones que tomamos.
– ¿Y si me odia?
Russell la abrazó.
– La educaste bien y te quiere. Con el tiempo, lo comprenderá. -Y si no lo hacía, bueno, al menos Annie y él le evitarían que se repitiera el pasado, o eso esperaba.
Roman dio alcance a Charlotte en First Street. Tocó el claxon una vez y luego aminoró la marcha al llegar a su lado. Charlotte lo miró de reojo y siguió caminando.
– Vamos, Charlotte, sube al coche.
– Ahora no estoy de humor, Roman.
– Me gustan las mujeres que reconocen que no están de humor. -Continuó conduciendo lentamente-. ¿Adónde vas?
Charlotte ladeó la cabeza.
– A casa.
– ¿Tu nevera está tan vacía como la mía?
– Lárgate.
Roman no pensaba aceptar una negativa. De hecho, le ofrecería tres cosas que sabía que la harían cambiar de parecer.
– Te llevaré a un restaurante chino, te sacaré del pueblo y no hablaré de tu padre.
Charlotte se detuvo.
– Y si esas promesas no te convencen, comenzaré a tocar el claxon, montaré un número y no pararé hasta que estés sentada a mi lado. Dejo la elección en tus manos.
Charlotte dio media vuelta, abrió la puerta de un tirón y se acomodó en el asiento del copiloto.
– Ha sido por lo del restaurante chino.
Roman sonrió.
– Ya sabía yo que ése iba a ser el motivo determinante.
– Bien, porque no querría que pensaras, ni por un instante, que ha sido por tu simpatía.
Roman aceleró y condujo hacia la salida del pueblo.
– ¿Te parezco simpático? -le preguntó. Charlotte cruzó los brazos y lo miró con recelo-. Supongo que eso es un «sí» -añadió él al ver que ella no respondía.
Charlotte se encogió de hombros.
– Juzga por ti mismo.
Saltaba a la vista que no le apetecían los juegos verbales. Daba igual. Mientras estuviera a medio metro de distancia y no la perdiera de vista, Roman se sentía satisfecho.
Al cabo de veinte minutos, estaban sentados en el típico restaurante chino; el papel pintado que imitaba un brocado de terciopelo rojo y la iluminación tenue de los candelabros de pared contribuían al ambiente exótico.
Un camarero los condujo hasta una mesa de un rincón, la mitad del restaurante tenía sillas, en la otra mitad había cojines para sentarse en el suelo. A la derecha, una familia formada por dos adultos y dos niños comían armando alboroto. En un rincón se veía una pecera y a la derecha un pequeño estanque repleto de peces tropicales.
– ¿Te parece bien aquí? -le preguntó Roman a Charlotte. No le molestaban los niños, pero no podía prever la reacción de ella.
Charlotte esbozó una sonrisa.
– Mientras no tenga que comer pescado, me parece bien. -Se sentó en el suelo.
Roman podría haberse sentado frente a ella, pero decidió colocarse a su lado, por lo que Charlotte quedó atrapada entre Roman y la pared.
Ella le dedicó un mohín fingido.
– No juegas limpio.
– ¿He dicho que lo haría? -Sabía que el enfrentamiento verbal era un recurso para evitar una conversación seria. Se preguntó cuánto duraría.
Charlotte negó con la cabeza. Ahora no podía pensar en Roman, por lo que observó a la familia. Los dos niños rubios tenían ganas de divertirse. Uno de ellos sostenía un tallarín entre el pulgar y el índice y entrecerró los ojos, preparado para lanzarlo. Su hermano le susurró algo al oído y, al ver que cambiaba de ángulo, Charlotte supuso que lo estaba incitando. Sus padres, absortos en una conversación seria, no parecían darse cuenta.
– No lo hará -le susurró Roman mientras se reclinaba.
– No apostaría la casa. De hecho, en tu caso, no apostaría la maleta.
– ¡Ay!
Charlotte no le hizo caso y siguió observando a los niños.
– Preparados, listos, fuego -susurró a la vez que el niño ejecutaba los movimientos.
En ese preciso instante, el niño arrojó el tallarín endurecido, que se había partido en dos y que voló antes de caer con un plaf nada elegante en el agua de la pecera.
– ¿Un pez puede morirse por el impacto de un tallarín frito? -preguntó Charlotte.
– ¿Y por tragárselo? Si fuera mi hijo, lo cogería por el cuello y le hundiría la cabeza en el agua. Después de aplaudir en silencio su puntería, claro.
– Lo has dicho como un hombre que de pequeño se hubiera metido en unos cuantos problemas.
Roman le dedicó una de aquellas sonrisas increíbles que la desarmaban y hacían que quisiera arrastrarse hasta su regazo y quedarse allí para siempre. Un pensamiento peligroso. Se mordió una mejilla por dentro.
– Le entiendo. Mis hermanos y yo dimos mucha guerra de pequeños.
Charlotte se volvió hacia él y se inclinó hacia adelante, apoyando el mentón en las manos.
– ¿Como por ejemplo? -Necesitaba entretenerse con las historias felices de los demás.
– A ver. -Roman se calló para pensar-. Recuerdo una vez que mamá fue a la jornada de puertas abiertas de la escuela, que tuvo lugar por la noche, y Chase se quedó cuidando de nosotros.
– ¿Chase se portaba como un dictador?
– Cuando estaba despierto, sí. Pero esa noche se durmió. -Se le formaron unas arruguitas junto a los ojos al recordar aquella noche con una sonrisa.
– No me digas que lo atasteis.
– ¡No, Joder! -Parecía ofendido-. Deberías valorar más nuestra imaginación. Digamos que el estuche de maquillaje de mamá nos ofrecía un amplio abanico de posibilidades.
Charlotte estaba asombrada.
– ¿Y no se despertó?
– La única ventaja de que Chase hiciera de supuesto padre era que dormía como un tronco. Le dejamos bien guaaaapo -dijo Roman arrastrando las palabras a propósito-. A su novia también se lo pareció.
Charlotte dejó escapar una carcajada.
– ¿En serio?
Roman negó con la cabeza.
– Chase tenía dieciocho años, y salía con una chica de primer curso de la universidad. Ella se había ofrecido a pasar a buscarlo a casa para salir juntos en cuanto regresase mamá. Sonó el timbre de la puerta, lo despertamos para que abriera y…
Charlotte no escuchó el resto; se reía con tantas ganas que tenía el rostro bañado en lágrimas.
– Oh, ojalá lo hubiera visto.
Roman se inclinó hacia adelante.
– Tengo fotografías.
Charlotte se secó los ojos con una servilleta de papel.
– Tengo que verlas.
– Cásate conmigo y te las enseñaré.
Charlotte parpadeó y se irguió. Los niños de la mesa de al lado seguían bromeando, y le llegó el aroma a rollitos de primavera… ¿Roman se le acababa de declarar? No le habría oído bien.
– ¿Qué?
Roman le tomó la mano y se la sujetó con fuerza.
– Acabo de pedirte que te cases conmigo. -Abrió los ojos como platos, y pareció sorprenderse de haberlo dicho, pero no lo suficiente como para repetirlo.
Charlotte estaba anonadada.
– No puedes…, no puedo…, no lo dirás en serio -acertó a musitar. El corazón le latía alocadamente y le costaba respirar. Dos sorpresas en un día. Primero su padre y ahora aquello. Cogió el vaso de agua, pero las manos le temblaban tanto que tuvo que dejarlo para que no se le cayera.
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