Roman lo levantó y lo llevó a sus labios. Ella dio un sorbo largo y frío y luego se lamió las gotitas.
– Gracias.
Roman asintió.
– No quería decírtelo de esta manera, pero va muy en serio.
Charlotte se preguntó cuándo dejaría de dar vueltas el comedor.
– Roman, no es posible que quieras casarte.
– ¿Por qué no?
Charlotte deseó que él apartara la mirada, cualquier cosa con tal de romper aquel contacto, porque aquellos ojos azules hipnóticos le suplicaban que dijera que sí y a la mierda con los cómos y los porqués. Pero el oportuno regreso de su padre le había enseñado por qué no debía seguir los impulsos de su corazón.
– Porque… -Cerró los ojos y trató de encontrar la mejor respuesta posible, la más sensata y racional, la que explicara sus diferencias.
– Te quiero.
Esta vez fue ella quien abrió los ojos como platos.
– No puedes…
Roman se inclinó hacia adelante, apoyando el brazo en la mesa, y le cerró los labios con un beso. Un beso cálido y capaz de reblandecer las piedras.
– Tienes que dejar de decir «no puedes» -murmuró sin apenas separar los labios de los suyos. Luego volvió a unirlos y le introdujo la lengua hasta el fondo, hasta que oyó que gemía de placer.
– ¡Eh, mamá, mira! Se están dando un beso con lengua.
– Eh, con lengua y todo. ¿Eso puede hacerse en público?
Charlotte y Roman se separaron. Avergonzada, ella se sonrojó y sonrió.
– Y eso lo dice un niño que estaba utilizando un pez para hacer prácticas de tiro.
– Te he hecho una pregunta -dijo Roman con expresión seria.
– Y ya sabes la respuesta. -Sentía los latidos del corazón en el pecho-. Yo… -Se lamió los labios húmedos-. Has visto a mis padres, estás al tanto de la vida de mi madre. ¿Por qué me pides que la repita? -Bajó la cabeza y deseó con todo su ser no perder la ira justificada que había exhibido durante el partido de béisbol, incluso si ello significaba trasladar a Roman lo que sentía por su padre.
– No te pido que vuelvas a vivir sus vidas. -Le sostuvo el rostro entre las manos con suavidad, con cariño.
A Charlotte se le hizo otro nudo en la garganta.
– ¿Piensas quedarte a vivir en Yorkshire Falls? -Ya sabía cuál era la respuesta y se preparó para oírla.
Roman negó con la cabeza.
– Pero -dijo al tiempo que le apretaba el rostro un poco con los dedos- estoy estudiando algunas posibilidades. No quiero perderte, y estoy dispuesto a llegar a un compromiso. Lo único que te pido es que no te cierres en banda. Dame tiempo para encontrar una solución que nos satisfaga a los dos.
Charlotte tragó saliva, sin terminar de creerse lo que estaba oyendo, sin saber si debía confiar en algo intangible sin salir mal parada. De todos modos, hiciera lo que hiciese, saldría mal parada si le perdía. Quería pasar más tiempo con él antes de que ocurriera lo inevitable.
Si es que ocurría. Apartó de su mente todo pensamiento relacionado con sus padres. Pronto tendría que lidiar con ellos. Roman había empleado la palabra «compromiso», lo cual significaba que tenía en cuenta las necesidades de ella. Sintió una inesperada descarga de adrenalina.
– ¿Has dicho que me querías?
Roman asintió y tragó saliva. Charlotte vio que la nuez se le desplazaba de arriba abajo de forma convulsiva.
– Creo que nunca se lo había dicho a nadie.
Charlotte contuvo las lágrimas.
– Yo tampoco.
Roman desplazó las manos hacia los hombros de ella.
– ¿Qué quieres decir?
– Yo también te quiero.
– Van a volver a hacerlo -gritó uno de los niños de la otra mesa.
– ¡Puaj! -exclamó su hermano con más fuerza.
Roman se rió y Charlotte sintió su placer como propio.
– ¿Te imaginas tener una casa llena de niños? -le preguntó Roman.
– Ni se te ocurra bromear con algo tan serio.
Roman no le hizo caso y se limitó a sonreír.
– En mi familia mandan los chicos, y los dos sabemos que mis genes son los que determinan el sexo. Imagínate lo que nos divertiríamos concibiendo a esos niños. -Le masajeó de forma rítmica los hombros con las yemas de los dedos hasta lograr la deseada estimulación erótica.
Los hijos de Roman. Charlotte se estremeció; lo deseaba con todas sus fuerzas, pero sabía que seguramente era imposible. Tenían muchas cosas pendientes antes de pensar en ese futuro.
Pero la había conmovido, se había apropiado de su corazón. Siempre lo había hecho, desde la noche en que compartieron sus sueños más íntimos y a ella no le quedó más remedio que rechazarle.
Charlotte no había tomado ninguna decisión específica, pero ahora sabía que no le rechazaría.
– ¿Ya saben qué tomarán? -les preguntó un camarero alto de pelo oscuro.
– No -respondieron los dos al unísono.
Charlotte no supo cómo, pero al cabo de unos minutos, con el estómago todavía vacío y habiendo dejado un billete de veinte dólares en la mesa, estaban de nuevo en la carretera, camino de casa, y media hora más tarde entraban en su apartamento.
Charlotte encendió la lámpara del techo del recibidor, que los iluminó una luz tenue. Roman cerró la puerta de un puntapié y atrajo a Charlotte hacia sus brazos. De pie, ella se apoyó contra la pared mientras él la besaba con fuerza. Su deseo era obvio, evidente y tan intenso como el de ella. Charlotte se despojó de la chaqueta y la dejó caer al suelo, y Roman le quitó el jersey más rápido aún, hasta que Charlotte se quedó sólo con las botas rojas, los vaqueros y el sujetador de encaje blanco.
Roman respiraba rápido mientras recorría el calado de flores con las yemas de los dedos. Los pezones de ella se endurecieron al sentir sus dedos, y el cuerpo se le puso tenso mientras el deseo la consumía.
– Seguro que tienes calor con tanta ropa. -Le quitó la chaqueta y la dejó caer al suelo junto a la suya. Los ojos azules brillaron de deseo.
– Lo que siento va mucho más allá del calor. -Se quitó la camisa azul por la cabeza y la arrojó a un lado. Dio contra la pared que tenían detrás y cayó al suelo con un ruido sordo-. Tu turno.
Charlotte sintió un ritmo constante entre las piernas, y las palabras seductoras de Roman hicieron que se humedeciera. Excitada, se inclinó para quitarse las botas, pero las manos le temblaban y el cuero parecía pegársele a la piel.
– Deja que te ayude. -Roman se arrodilló, le sacó una bota roja de piel de serpiente y luego la otra antes de dedicarse al botón de los vaqueros. Actuó como un profesional; primero le bajó la cremallera y luego le pasó la cinturilla por las caderas.
Las piernas le temblaban y lo único que la sostenía era la pared mientras Roman le bajaba los pantalones hasta los tobillos. Trató de liberar un pie, pero los bajos de los dichosos vaqueros eran demasiado estrechos.
– No te molestes. Te tengo como quería. -Roman se arrodilló en el suelo, a los pies de Charlotte, y la miró. Esbozó una sonrisa pícara y una expresión satisfecha se adueñó de su atractivo rostro.
La ropa no era lo único que la mantenía prisionera. Era víctima del deseo y el amor. El amor era recíproco. Cuando Roman se agachó y el pelo oscuro tocó su piel blanca, sintió ardientes punzadas de deseo por todo el cuerpo, una combinación inconfundible de erotismo y necesidad emocional.
Sólo quería que él satisficiese esos deseos divergentes, pero sabía de sobra que sólo lo conseguiría si la penetraba. Sus miradas se encontraron y Roman debió de adivinarle el pensamiento porque, en lugar de darle placer con la boca, como parecía que era su intención, le quitó las bragas y se puso de pie. Al cabo de unos instantes, estaba tan desnudo y excitado como ella.
Roman le tendió los brazos.
– Ven.
Charlotte fue a su encuentro y Roman la levantó en peso; ella le rodeó la cintura con las piernas, entrelazó las manos alrededor de su nuca y, de nuevo, apoyó la espalda en la pared. El calor y la fuerza de Roman calaron en su cuerpo y se sintió protegida y excitada.
– Te necesito dentro -le dijo Charlotte.
– Yo necesito estar dentro de ti -gimió Roman.
Tuvieron que maniobrar un poco, pero finalmente Charlotte notó el miembro erecto, listo para penetrarla. Cuando Roman la embistió, el corazón se le abrió a cualquier posibilidad. ¿Cómo iba a ser de otro modo cuando él estaba preparado para estallar en su interior?
Al moverse, cada superficie dura de su miembro excitado causaba una fricción gloriosa en el interior de Charlotte, que se intensificaba con cada embestida del pene, cada vez más profunda.
Apenas podía respirar, no lo necesitaba, ya que el oleaje de sensaciones la transportó hasta el orgasmo más intenso de su vida… porque era fruto del amor.
El gemido estremecedor de Roman le indicó que sentía lo mismo. Charlotte lo amaba. Más tarde, mientras se dormía en sus brazos, se preguntó por qué había negado algo tan obvio durante tanto tiempo.
Charlotte se despertó y, al desperezarse, sintió las sábanas frías sobre la piel desnuda. La sensación de despertarse sola era normal y extraña a la vez. No era distinta a la de la mayoría de las mañanas de su vida, pero puesto que había dormido acurrucada contra el cuerpo de Roman, el frío resultaba desagradable y preocupante, al igual que las emociones que le zarandeaban el cerebro todavía somnoliento.
Comprendía los motivos por los que Roman la había besado y se había marchado silenciosamente de madrugada, y le agradecía el respeto que le mostraba frente a un pueblo chismoso. Pero le echaba de menos, quería volver a hacer el amor con él. Lo amaba. Esos pensamientos la asustaban sobremanera.
Al levantarse siguió la típica rutina matutina, tratando de fingir que todo seguía igual. Ducha caliente, café más caliente y bajar rápidamente la escalera para ir a trabajar. Sí, pensó Charlotte, la misma rutina. Pero era innegable que se sentía distinta.
Se había comprometido con Roman con esas dos palabras: «Te quiero». Y ahora que ya las había pronunciado, temía que su vida cambiara para siempre. Si el pasado era indicativo de algo -el de su madre, el de su padre e incluso el de Roman-, los cambios no serían buenos.
Con esa conclusión inquietante, entró en la tienda abierta, confiando en que la familiaridad de los volantes, los encajes y el popurrí de vainilla que perfumaba el ambiente la calmarían. Al entrar, la sorprendió el inesperado aroma a lavanda, lo cual la descolocó y acabó con cualquier atisbo de rutina tranquilizadora.
– ¿Beth? -llamó.
– Aquí atrás. -Su amiga salió de la habitación trasera con un frasco de ambientador en la mano, que iba utilizando mientras caminaba-. Los de la limpieza estuvieron aquí anoche y debieron de derramar amoníaco por aquí. -Agitó la mano delante de la cara-. Pensé que iba a morirme asfixiada ahí dentro. He estado ambientando toda la tienda para disimular el olor.
Charlotte arrugó la nariz, con expresión de asco.
– Puaj. ¿Tan mal huele? -A ella la lavanda le provocaba arcadas. Charlotte dejó el bolso en el mostrador y, al llegar a los probadores, retrocedió al respirar aquel olor espantoso-. ¡Uf! -Ya podía irse olvidando de la idea de encerrarse en la oficina y distraerse con el papeleo.
Beth asintió.
– He cerrado la puerta de la oficina para que el olor no llegara a los probadores y he abierto las ventanas para airear.
– Gracias. Al menos en la entrada no es tan terrible.
– Esperemos que siga así.
– Bueno, tendremos que cerrar los probadores y marcar los tickets… Puedes aceptar devoluciones de cualquier artículo comprado hoy. -Normalmente, prendas como los trajes de baño y la ropa interior no se podían cambiar, pero no era una política justa si el comprador no podía probárselos primero-. Si el olor empeora, tendremos que cerrar. No tiene sentido que nos envenenemos. -Beth roció un poco más de lavanda por la tienda-. ¿No había otro aroma?
– Era el único que tenían en la tienda.
– Da igual, pero, por favor, no eches más y veamos qué pasa.
Tras dejar el ambientador en un estante, Beth siguió a Charlotte hasta la entrada, donde abrió la puerta para renovar el aire.
– Bueno -dijo Beth apoyándose en el mostrador, junto a la caja registradora-. Me alegro de verte aquí, sonriendo. ¿Cómo te sientes después de… ya sabes? -Bajó la voz hasta susurrar las dos últimas palabras, refiriéndose al espectáculo que Charlotte y su familia habían protagonizado el día anterior durante el partido de béisbol.
En cuanto Charlotte hubo subido al coche de Roman, se había olvidado de Beth, de la cena y de todo lo demás.
– Estoy bien -repuso en voz baja antes de darse cuenta. Observó la tienda vacía y puso los ojos en blanco-. ¿Por qué estamos susurrando? -preguntó en voz alta.
Beth se encogió de hombros.
– Ni idea.
– Bueno, pues estoy bien. Aunque no me gustó que me tendieran una emboscada en público. Si papá, es decir, Russell, quería hablar conmigo, tendría que haberme llamado o venido a verme o abordarme a solas. Fue humillante.
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