– Tienes toda la razón, eso es lo que quiero. La quiero a ella. -Sin embargo, tras pasarse años evitando las cargas y las responsabilidades, ahora que estaba preparado para soportar los altibajos de una relación seria, la mujer a la que deseaba no quería saber nada de él.
– Entonces ¿qué piensas hacer al respecto?
Roman no tenía ni idea.
– Tengo que ir a ver lo de Washington -le dijo a Chase en el preciso instante en que Rick hacía acto de presencia, con las llaves en la mano.
– ¿Qué pasa en Washington? -preguntó Rick.
– Roman está planteándose aceptar un trabajo de oficina. -El tono de Chase destilaba sorpresa y se pellizcó el puente de la nariz mientras asimilaba esa información.
– No te emociones -farfulló Roman-. Me han ofrecido un cargo de redactor jefe en el Post.
– ¿Te marchas del pueblo? -Rick hundió las manos en los bolsillos frontales.
– Qué más da. Nadie le echará de menos -dijo Chase sonriendo, y le dio una palmadita a Roman en la espalda.
– Cállate, Joder.
Rick se rió.
– ¿Problemas con Charlotte? Entonces supongo que nadie podría confirmar cuál era tu paradero anoche, ¿no?
A Roman la cabeza comenzó a palpitarle.
– No me lo digas.
Su hermano asintió.
– Sexto robo de bragas. Así que tendré que preguntártelo de nuevo: ¿dónde estabas anoche?
Chase y Rick soltaron una carcajada. Les gustaba reírse a costa de Roman. Él no respondió, sabía que no era necesario. Pero a pesar de las risas, aquello era serio. Al igual que él, a ninguno de sus hermanos les hacía gracia que todavía hubiera una oleada de delitos sin resolver en Yorkshire Falls.
Charlotte salió corriendo del Gazette, aflojó el paso al quedarse sin aliento y se encaminó lentamente al pueblo. Le dolía el estómago y se alegró de ver una camioneta avanzando por la carretera.
Charlotte hizo autostop por primera vez en su vida. Fred Aames, el único fontanero del pueblo, se ofreció a llevarla hasta la tienda. Estaba a mitad de camino y bien lejos de Roman cuando se percató de que no había puesto el anuncio en el periódico. Tendría que llamar a Chase más tarde. De ninguna de las maneras volvería a ver a los hermanos Chandler, con su infecto a cara o cruz. Se preguntó si se estarían riendo de ello y luego negó con la cabeza.
Roman no se reiría. Se había quedado sin candidata y tendría que comenzar de cero. Encontrar a otra mujer a la que tirarse y dejar en el pueblo, embarazada.
El estómago se le revolvió y tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no pedirle a Fred que parase la camioneta para vomitar en el rododendro de alguien.
– ¿Te has enterado? -le preguntó Fred. Antes de que pudiera responder, Fred prosiguió, ya que seguramente estaba acostumbrado a hablar desde debajo de los armarios mientras arreglaba las tuberías, ajeno al mundo exterior-. Le han robado las bragas a Marge Sinclair.
Otra vez no. Comenzó a masajearse las sienes.
– ¿Marge? Yo misma se las llevé ayer.
Fred se encogió de hombros.
– Ya sabes lo que se dice. Visto y no visto. -Soltó una carcajada, interrumpida por un bache en la carretera que hizo saltar a Charlotte en el asiento y que se golpeara el hombro contra la puerta-. Pero no me creo los comentarios de Whitehall sobre Roman Chandler.
Al oír el nombre de Roman, a Charlotte se le hizo un nudo en el estómago. La vida provinciana, pensó. Le encantaba, pero a veces significaba que no podía evadirse por mucho que lo deseara.
– No, yo tampoco creo que Roman Chandler robase las bragas -repuso Charlotte.
– Las robaría si se tratase de una broma, pero no lo haría tal como cuentan los periódicos.
– Humm. -A lo mejor, si no respondía de inmediato, Fred se daría cuenta y cambiaría de tema.
– Tiene demasiada personalidad.
– Tiene mucha personalidad, seguro -farfulló. Prefería no hablar de la personalidad de Roman en aquellos momentos o le contaría todo a Fred y el pueblo se llenaría de chismorreos. No era lo que quería, y sabía que Roman tampoco.
– Salió en mi defensa en el instituto. Nunca lo olvidaré, ni dejaré que nadie en el pueblo lo olvide. Puedes apostar lo que sea a que le diré a todo el mundo que Roman Chandler no es un ladrón. -Pisó el freno de la camioneta delante de la tienda de Charlotte.
Charlotte cogió su bolso. ¿Quién estaría robando las bragas? Enumeró mentalmente a las víctimas. Whitehall, Sinclair…, todas mayores de cincuenta; se preguntó si Rick o algún otro agente de la policía de Yorkshire Falls habría llegado a la misma conclusión, y si serviría de algo. «Qué extraño», pensó Charlotte, por no decir algo peor.
– ¿Has dicho algo? -le preguntó Fred.
– He dicho que me pregunto si te has dado cuenta de que me has salvado la vida. Gracias por traerme hasta aquí.
– El gusto es mío. -Se inclinó y colocó la mano sobre el respaldo del asiento de Charlotte-. Aunque podrías devolverme el favor.
– ¿Cómo? -preguntó Charlotte con cautela.
– Poniendo a Marianne entre las primeras en tu lista de bragas pendientes. -Se sonrojó-. Al menos a tiempo para nuestra noche de bodas.
Charlotte sonrió y asintió.
– Creo que lo podré solucionar. -Charlotte salió de la furgoneta antes de echarse a reír y avergonzar más aún a Fred-. Gracias de nuevo, Fred.
– De nada. Y cuando las cuentas entren en la tienda hablando de los robos, recuérdales que Roman Chandler no roba nada.
«Salvo mi corazón», pensó Charlotte con tristeza.
Fred se alejó en la camioneta y la dejó en la acera. Primero observó la tienda y luego la ventana de la planta de arriba que daba a su apartamento. En aquel instante, no le apetecía ir a ninguno de esos dos sitios. Puesto que Roman había pasado la noche allí, su pequeño apartamento ya no era un refugio seguro en el que evadirse. La oficina olía peor que mal y, en la tienda, la presencia locuaz de Beth haría que Charlotte revelara secretos dolorosos en un santiamén. La casa de su madre quedaba descartada porque Russell estaba allí.
Se sentía como una expatriada sin ningún lugar donde refugiarse… hasta que recordó un sitio donde podría acurrucarse y estar tranquila. Pasó por la tienda para decirle a Beth que se tomaría el día libre, luego por Norman's para comprar un sándwich y un refresco, antes de subir a su apartamento, cambiarse de ropa y escabullirse hacia la escalera de incendios con terraza con su querido libro en la mano: Escapadas con glamur.
Algunas personas buscaban solaz en la comida, Charlotte lo buscaba en los libros. En uno en concreto. La brisa agitó las páginas y Charlotte pasó a la que contemplaba más a menudo, la del famoso cartel de HOLLYWOOD. Se apoyó en la pared, con las piernas estiradas frente a ella y el libro descansando en las rodillas. Suspiró y resiguió las letras que se sabía de memoria, luego apoyó el mentón en las manos y observó las páginas de papel satinado.
Resultaba irónico que el libro que más la calmaba representara también su mayor dolor. Charlotte sabía por qué. Escapadas con glamur la transportaba a una época más sencilla, una en la que todavía creía en el príncipe azul y en los finales felices. Un tiempo en que pensaba que su padre volvería a casa y se llevaría a Charlotte y a su madre a Los Ángeles y así le devolvería la seguridad que había perdido, pero nunca lo hizo.
Aunque el libro la desequilibrara, también la tranquilizaba, del mismo modo que las creencias inocentes de la infancia. Charlotte no quería profundizar más. La vida ya era bastante complicada. Y el a cara o cruz de los hermanos Chandler la había trastornado más de lo que jamás hubiera imaginado.
A Charlotte no le gustaba autocompadecerse ni tampoco creía que hubiera hecho nada para merecer ese vuelco del destino. Pero teniendo en cuenta las circunstancias, no estaba sorprendida. Los psiquiatras se lo pasaban en grande con la idea de que las chicas se enamoraban de hombres que les recordaban a sus padres. Aseveración a la que ella se había opuesto con vehemencia en el pasado, pero de la cual ahora era una prueba viviente.
Los hermanos Chandler eran muchas cosas: solteros empedernidos, hijos devotos y hombres leales. Sabía que Roman nunca se había propuesto hacerle daño. Creía que la había descartado de la lista de posibles candidatas por su pasado familiar. Pero desde luego, ella le había facilitado las cosas arrojándose en sus brazos.
Tras acabar con sus hermanos, Roman se encerró en el despacho de Chase y se dedicó a lo que mejor se le daba: escribir. Desconectó por completo de todo y de todos y se pasó el resto de la mañana y buena parte de la tarde redactando un artículo sobre la vida provinciana. Los artículos realistas no eran lo suyo, pero en esta ocasión las palabras le salieron del alma.
Grandes ciudades, grandes historias. Grandes continentes, historias incluso de mayor interés humano. Pero Roman se percató de que lo que había en el fondo de todos esos artículos de gran envergadura era la esencia de las personas, sus vínculos, su comunidad, su tierra. Como los habitantes de Yorkshire Falls.
Cuando redactaba una noticia -ya fuera enfatizando las desigualdades de la pobreza o la hambruna, la verdad descarnada sobre la limpieza étnica en otros países o la necesidad de leyes de urbanismo nuevas que permitiesen que alguien con artritis degenerativa pudiese pasear a su mascota sin dolor-, las historias se centraban en las personas, lo que necesitaban y lo que hacían para sobrevivir.
Como periodista y como hombre, la visión objetiva le había sido más fácil, por lo que había elegido abordar el mundo exterior mientras bloqueaba sus emociones para con los demás. Porque los demás representaban su mayor miedo: dolor, rechazo y pérdida. Era lo que le había sucedido a su madre.
Era lo que estaba experimentando ahora por lo que le había hecho a Charlotte. Esa historia era una catarsis. Nunca la vendería, pero siempre constituiría una prueba de lo que su madre le había dicho: si no has amado, no has vivido. A pesar de todos sus viajes y experiencia, Roman se dio cuenta de que no había vivido de verdad. Y bien, ¿cómo convencería a Charlotte?
Tras pasar por la tienda, fue al establecimiento de Norman, quien le dijo que le había vendido un sándwich antes de irse a casa. El instinto le dijo que debía buscarla en su apartamento.
Ese mismo instinto había insistido en que si Charlotte se enteraba de lo del a cara o cruz estaría bien jodido, y había acertado. Y ahora que le decía que ella nunca saldría de su vida, sabía que eso también era cierto. Dobló la esquina que conducía a la parte posterior del apartamento.
El sol se estaba poniendo. Le daba igual que alguien le viera acechándola. Quería asegurarse de que estaba bien, aunque sabía que era un poco precipitado intentar hacerla entrar en razón.
Permaneció bajo la sombra de los árboles y la observó sentada en la escalera de incendios. Sola por voluntad propia, sin responder al teléfono ni al timbre. Roman negó con la cabeza, odiándose por haberle hecho daño. Varios mechones de pelo rebeldes se habían escapado de su cola de caballo y se agitaban junto a su rostro pálido. Tocaba las páginas del libro con reverencia. Roman supuso que se trataba de alguno de sus dichosos libros de viajes. Era una soñadora y anhelaba cosas que creía que no estaban a su alcance. Viajar. Emocionarse. Su padre. Roman. Había tenido el valor de abrir un negocio cosmopolita en un pueblecito de mala muerte al norte del estado, pero no se atrevía a arriesgarse con la vida, con él.
«¿Y si la realidad me decepciona?», le había preguntado cuando él le había cuestionado sus libros, sus sueños. No le había contestado entonces porque estaba convencido de que haría realidad sus fantasías. Pero una escapada de fin de semana distaba mucho de cumplir el sueño de toda una vida. Roman estaba seguro de que podía materializar ambos.
Ahora mismo le apetecía darse de cabezadas por ser tan arrogante, tan seguro de sí mismo, cuando los sentimientos de Charlotte estaban en juego. Gracias a su padre, Charlotte esperaba que la vida la defraudara. En lugar de demostrarle que se equivocaba, Roman había confirmado todas las expectativas negativas que ella tenía de los hombres.
Farfulló un improperio. Le echó una última mirada y luego se marchó a casa.
Raina recogió el bolso y esperó mientras la doctora Leslie Gaines realizaba anotaciones. Puesto que salía con Eric, Raina había decidido que la doctora Gaines sería su médica principal. Tenía dos motivos para ello. No quería que Eric se viese en la desagradable situación de tener que mentir a sus hijos, y quería que su relación tuviese cierto misterio. Aunque pareciera una tontería. Si Eric la auscultaba y la observaba como a una paciente, ¿cómo podría mirarla como un hombre miraría a una mujer?
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