– El electrocardiograma es bueno, no hay cambios. -La doctora Gaines cerró la carpeta de papel manila-. Está sana, Raina. Siga haciendo ejercicio y ojo con los alimentos grasos.

– Sí, doctora. -Raina sabía que decirlo era muy fácil, pero no así seguir con la farsa de la enfermedad con sus hijos.

Aunque el pequeño «fraude», que era como había empezado a llamarlo, todavía le producía punzadas de culpabilidad, creía en su causa. Quería que sus hijos sentaran la cabeza y fueran felices formando una familia.

La doctora Gaines sonrió.

– Ojalá todos mis pacientes cooperaran tanto.

Raina asintió.

– Gracias por todo. -Se marchó de la consulta sin ir a ver a Eric. Prefería guardarse ese placer para más tarde, cuando el tema de su «enfermedad» no fuera objeto de discusiones.

Puesto que Roman se pasaba el día en el periódico con Chase y Rick estaba de servicio, Raina se dirigió directamente a casa y se puso el chándal para correr un poco en la cinta rodante. Sólo un jovencito de veinte años o Superman podría seguir esa rutina sin que le descubrieran. Mientras comenzaba a caminar con brío, miró por la ventana del sótano hacia el camino de entrada de la casa por si acaso sus hijos volvían temprano. Si así fuera, se tumbaría en el sofá de inmediato.

Al cabo de veinte minutos, dejó la cinta rodante y se dio una ducha rápida, aliviada porque no la hubieran descubierto. Para cuando hubo acabado y comido algo, estaba preparada para abordar su principal preocupación.

La vida amorosa de Roman.

El camino del amor había tomado un desvío peligroso por culpa del carácter avinagrado de Roman y su repentina negativa a hablar sobre Charlotte. Roman había dicho que él se ocuparía de sus propios problemas. Pero Raina le había cambiado los pañales, le había secado lágrimas que lo habían avergonzado y conocía todas sus expresiones. Por mucho que Roman tratase de ocultar sus sentimientos, Raina los percibía igualmente. Y su pequeñín estaba dolido.

El problema con Charlotte, o lo que fuera, sólo sería un bache en el camino. Al fin y al cabo, todas las parejas tenían altibajos. De momento había ayudado bastante a su hijo pequeño; su «enfermedad» lo había traído a casa y lo había retenido en Yorkshire Falls, donde se había puesto más que al día con su primer amor. Un empujoncito y volverían a estar juntos.

Confiando en que nadie se hubiera dado cuenta de que ya había ido dos veces al pueblo e informara de ello a los chicos, Raina entró en la tienda de Charlotte esa misma tarde. Gracias a Dios, parecía estar vacía.

– ¿Hola?

– Voy en seguida -dijo la voz cantarina de Charlotte desde atrás.

– Tranquila. -Raina se acercó a la sección de lencería y acarició un bonito camisón de Natori de seda natural y una bata a juego.

– Te quedaría bien -le dijo Charlotte-. El marfil claro te resaltaría el verde de los ojos.

Raina se volvió y vio a la belleza de pelo negro azabache, quien, al igual que su hijo, estaba dolida en las profundidades del alma.

– No estoy segura de que algo tan blanco me quede bien.

Charlotte sonrió.

– Es claro, pero no blanco. Es una especie de color antiguo. Darse un capricho no tiene nada de malo. El tono no tiene ninguna importancia. Es una idea pasada de moda, te lo aseguro. -Cruzó los brazos-. Veo que te gusta mucho. Sigues toqueteando el encaje.

– Me has pillado con las manos en la masa -rió Raina-. Vale, envuélvemelo. -Se preguntó si se quedaría en el cajón o si…

– Me alegro de que te sientas bien y salgas a pasear.

Charlotte interrumpió los pensamientos de Raina justo a tiempo. Raina temía pensar en cosas tan íntimas. Hacía mucho que nadie la veía así.

– Se supone que debo descansar, pero necesitaba venir aquí. -Por motivos que aún no había revelado-. Además, ¿no es cierto que ir de compras combate el estrés?

– Si tú lo dices -se rió Charlotte. Se dirigió hacia el perchero y buscó entre las prendas de seda largas la talla de Raina. Recordaba la de todas las cuentas sin tener que preguntar de nuevo, algo que impresionó a Raina. Cualquiera que entraba allí recibía un trato especial de Charlotte o de Beth, y se marchaba con la impresión de ser la cuenta más importante del establecimiento. El negocio prosperaba y Charlotte había alcanzado el éxito profesional.

Pero también se merecía el éxito privado. Raina no soportaba que dos personas tan enamoradas se separaran. Mientras Charlotte descolgaba la percha y se dirigía a la caja, Raina todavía no había decidido cómo ni si plantearía el tema.

– ¿Puedo ayudarte en algo más? -le preguntó Charlotte con una sonrisa forzada.

¡Vaya oportunidad! Raina negó con la cabeza. Sin duda, eso indicaba que hacer preguntas a Charlotte no tenía nada de malo. Roman no se lo reprocharía, no cuando Charlotte estuviera felizmente a su lado. Raina se inclinó hacia el mostrador.

– Podrías explicarme por qué pareces tan infeliz.

– No sé a qué te refieres. -Charlotte comenzó a toquetear la lencería de inmediato, arrancó parte de la etiqueta del precio y envolvió la lujosa prenda con papel de seda de color rosa claro.

Raina le colocó una mano tranquilizadora sobre la suya.

– Creo que sí que lo sabes. Roman se siente tan desdichado como tú.

– No es posible. -Charlotte comenzó a calcular el total-. Ciento quince dólares y noventa y tres céntimos.

Raina sacó la tarjeta de crédito del bolso y la colocó en el mostrador.

– Te aseguro que así es. Conozco a mi hijo. Está sufriendo.

Charlotte pasó la tarjeta por la ranura e inició el proceso de cobro.

– No creo que puedas hacer nada por ayudarnos. Deberías olvidarlo.

Raina tragó saliva. El tono de Charlotte le advertía que lo dejara estar, pero le era imposible.

– No puedo.

Por primera vez desde que Raina había sacado el tema, Charlotte la miró.

– ¿Porque te sientes responsable? -le preguntó sin malicia, pero con certeza.

Aunque no se sintiera responsable, a Raina el corazón comenzó a palpitarle por la desazón y la ansiedad.

– ¿Por qué iba a sentirme responsable? -le preguntó con cautela.

– Entonces no lo sabes, ¿no? -Charlotte negó con la cabeza, abandonó la actitud rígida y fue al encuentro de Raina-. Ven, siéntate.

Raina siguió a Charlotte hasta la oficina preguntándose cómo era posible que la conversación versara sobre ella y no sobre la relación entre Roman y Charlotte.

– Cuando enfermaste, tus hijos se preocuparon.

Raina bajó la vista, incapaz de aguantar la mirada sincera y preocupada de Charlotte, ya que el sentimiento de culpabilidad reaparecía de nuevo.

– Y decidieron cumplir tu mayor deseo.

– ¿Que es…? -preguntó Raina sin saber muy bien a qué se refería Charlotte.

– Los nietos, por supuesto.

– ¡Oh! -Raina exhaló un suspiro de alivio al oír la equivocada idea de Charlotte. Agitó una mano en el aire-. Mis chicos jamás querrían darme nietos, por mucho que yo los deseara.

– Tienes razón. No querían, pero sentían que tenían que hacerlo. -Charlotte alzó la vista y sus miradas se encontraron-. Lanzaron una moneda al aire. El perdedor apoquinaría; se casaría y tendría hijos. Roman perdió. -Se encogió de hombros, pero el dolor, suspendido entre ellas, se palpaba en el aire-. Yo era la candidata más a mano.

Raina se sintió indignada y el corazón se le retorció de dolor y algo peor que la culpabilidad. Había presionado a sus hijos para que se casaran, pero no había querido que nadie saliese malparado por ello.

– Charlotte, no creerás que Roman te eligió porque perdió en el a cara o cruz. Al fin y al cabo, los dos manteníais una relación.

Charlotte apartó la mirada.

– Roman reconoció haber perdido en el a cara o cruz. El resto salta a la vista.

– Pero ¡no te eligió porque fueras la candidata más a mano! -Raina se centró primero en el dolor de Charlotte. Ya se ocuparía después del a cara o cruz y de su propio papel. Oh, sí, ya se ocuparía de sus chicos.

Se había hecho la ilusión de que John y ella habían dado ejemplo de una familia feliz y de un buen matrimonio. Era obvio que no había sido así, pero ¿qué demonios había ocurrido para convencer a los chicos de lo contrario? Cierto, Rick había sufrido aquel doloroso fracaso causado por su bienintencionado deseo de ayudar, pero la mujer adecuada derribaría las murallas que Rick había erigido desde entonces. Y Roman… Raina recordaba que le había dicho que creía que ella, su madre, había perdido la esperanza en la vida. ¿Había bastado eso para alejarlo para siempre del matrimonio?

– No sé por qué Roman me eligió. -La voz le temblaba, síntoma de duda. A Raina le pareció un buen presagio.

– Creo que sabes más de lo que admites. -Raina se inclinó hacia adelante y le apretó la mano-. Sé que seguramente soy la última persona a la que harías caso, pero déjame decirte una cosa.

Charlotte inclinó la cabeza.

– No te culpo, Raina.

Tal vez debiera. Quizá entonces ella y Roman no serían desdichados.

– Si has encontrado al amor de tu vida, no dejes que nada se interponga. Un día, apenas veinticuatro horas, podría ser un día perdido en una vida demasiado corta.

A Raina le pareció que Charlotte emitía un sonido ahogado, por lo que se levantó rápidamente; no quería seguir inmiscuyéndose. Además, necesitaba estar a solas para lidiar consigo misma y decidir qué haría con el dolor y los estragos que había causado involuntariamente.

– Cuídate. -Raina dejó a Charlotte sentada, en silencio, y salió de la tienda. Aunque hacía sol, sentía de todo menos calor y alegría. Estaba confundida y no sabía cómo arreglar la situación.

Teniendo en cuenta lo desastroso que había sido su plan hasta el momento, lo más acertado sería que no interfiriese más en la vida de los demás y se ocupase de sus asuntos. Eric había tenido razón desde el principio, pero no le gustaría saber que Raina había llegado a esa conclusión a costa de los demás.

De todos modos, aunque le gustaría apartarse y no seguir interviniendo, sus hijos y ella tenían que hablar de muchos asuntos serios. Suspiró. Lo que sería de Roman y Charlotte después de eso era pura conjetura.

Roman martilleaba clavos en la estantería del garaje. Si pensaba quedarse, más le valía hacer algo útil. Por lo general, Chase y Rick se ocupaban del mantenimiento de la casa, pero a Roman le gustaba colaborar cuando estaba allí. Y en esos precisos momentos, dar martillazos era un método excelente para liberar la frustración.

Charlotte no había llamado. No le había devuelto las llamadas, para ser exactos. No estaba seguro de que la diferencia importase.

Alzó el martillo y apuntó en el preciso instante en que oyó la voz mandona de su madre.

– Ven aquí, Roman.

El martillo le golpeó de lleno en los dedos.

– Joder.

Salió del garaje de forma impetuosa al tiempo que sacudía la mano para aliviar el dolor punzante. Encontró a su madre en el camino de entrada, paseando arriba y abajo.

– ¿Qué pasa? -le preguntó.

– De todo. Y, aunque me culpo de ello, necesito respuestas.

Roman se secó el sudor de la frente con el brazo.

– No sé de qué demonios estás hablando, pero pareces preocupada y no es bueno para el corazón.

– Olvídate de mi corazón. Me preocupa el tuyo. ¿Cara o cruz? ¿El perdedor se casa y tiene hijos? ¿En qué nos equivocamos tu padre y yo para que odiéis así el matrimonio? -Los ojos color verde se le llenaron de lágrimas.

– Maldita sea, mamá, no llores. -Le afectaba mucho que ella llorase. Siempre había sido así, y pensó que eso respondía en parte a su pregunta-. ¿Quién te lo ha contado? -La rodeó con el brazo y la condujo hasta las sillas del patio trasero.

Raina entrecerró los ojos.

– Eso no importa. Respóndeme.

– No quiero que acabes en el hospital. Eso sí que importa.

– No ocurrirá. Venga, habla.

Roman dejó escapar un gemido, pero se percató de que se la veía más fuerte que nunca.

– El a cara o cruz, Roman. Estoy esperando -insistió Raina al ver que él no respondía. Dio un golpecito en el suelo con el pie.

Roman se encogió de hombros.

– ¿Qué quieres que diga? Parecía la mejor solución en ese momento.

– Idiotas, he criado a unos idiotas. -Puso los ojos en blanco-. Olvídalo. He criado a hombres normales.

Tenía razón. Era un hombre normal y corriente y, como miembro orgulloso y con credenciales de la especie, no se sentía cómodo hablando de sus sentimientos o emociones. Pero le debía una explicación a la mujer que lo había criado lo mejor posible. Intuía que debería hacer otro tanto con Charlotte… si quería una segunda oportunidad. Y lo hizo.

– El otro día empezamos a hablar de esto. -Roman se inclinó hacia adelante en la silla-. Tenía once años cuando papá murió. Al ver que estabas sufriendo tanto, bueno, en este viaje de vuelta me he dado cuenta de que quería apartarme de lo que me importaba. Ser periodista, por la naturaleza del trabajo, me permite desapegarme. Pero no podía desapegarme en casa, ni contigo ni con Charlotte.