Raina dejó escapar un largo suspiro cargado de ira, miedo y frustración.

– Lo siento. Por todo.

– No puedes responsabilizarte del destino o de la reacción de alguien ante sí mismo.

Sus miradas se encontraron.

– No lo entiendes.

– Sí lo entiendo. Y te agradezco que te preocupes, pero no te esfuerces demasiado. -Se levantó-. Si lo haces, informaré de inmediato al médico. -Eric o su socia le echarían una buena reprimenda a su madre si jugaba con su salud.

Roman entrecerró los ojos y observó detenidamente a Raina. Unas sombras oscuras rodeaban sus ojos y apenas se había maquillado. Estaba prestando menos atención a su apariencia. ¿Tal vez se cansaba con mayor facilidad?, se preguntó. El que se preocupara por él y Charlotte no ayudaba en nada, por lo que trató de tranquilizarla.

– Has hecho tu trabajo a la perfección. Chase, Rick y yo sabemos ocuparnos de nosotros mismos. Te lo prometo. -La besó en la mejilla.

Raina se levantó y lo acompañó de vuelta al garaje.

– Te quiero, hijo.

– Yo también, mamá. Tienes un gran corazón y…

– Roman, hablando de mi corazón…

El negó con la cabeza.

– No hables más -le dijo en un tono serio-. Quiero que descanses arriba. Baja las persianas y echa una cabezada. Pon la tele. Haz cualquier cosa menos usar los pies y pensar demasiado en tus hijos.

– ¿Son imaginaciones mías o has zanjado a toda prisa la conversación sobre el estúpido a cara o cruz?

Roman se rió.

– Jamás podré meterte un gol, pero no, no trato de distraerte, sólo quiero que no te estreses. Ya he respondido a la pregunta de por qué participé en el a cara o cruz. Ahora te contaré otra verdad que te ayudará a dormir bien. Me alegro de ello. El matrimonio ya no me parece un castigo. Desde luego, no si me caso con la mujer adecuada. -Una mujer que no quería saber nada de él, pero Roman había decidido que había llegado el momento de forzar la decisión.

A Raina se le iluminó el semblante; los ojos verdes le resplandecían.

– Sabía que algo había cambiado desde tu vuelta. Pero ¿qué me dices de tu reciente…? ¿Cómo lo digo con delicadeza? ¿De tu malhumor?

– Resolveré mis problemas, tú echa una cabezada.

Lo miró frunciendo el cejo.

– Asegúrate de arreglar las cosas con Charlotte.

– No he dicho…

Le dio una palmadita en la mejilla, como solía hacerle de niño.

– No hace falta que lo digas. Las madres saben estas cosas.

Roman puso los ojos en blanco y señaló la casa.

– A la cama.

Raina se despidió y entró en la casa. Roman la siguió con la mirada mientras pensaba en todos los consejos que le había dado en el transcurso de los años y en el feliz matrimonio que había compartido con su padre. No la culpaba por querer lo mismo para sus hijos. Con la perspectiva que da el tiempo, le costaba creer, al igual que su madre, que Rick, Chase y él se hubieran rebajado a lanzar una moneda para decidir su destino.

Roman se planteó si debía intentar explicárselo de nuevo a Charlotte, pero decidió que no. Ella no estaba dispuesta a volver a hablar del asunto y tenía buenos motivos para ello. Lo único que Roman haría sería reiterar el pasado, y el hecho de que no tenía planes para el futuro.

La siguiente vez que viera a Charlotte debía tener claros sus sentimientos e intenciones. Sólo entonces podría abrirle su corazón y retarla a que se marchase.

Fue en busca del móvil y llamó a sus hermanos. Al cabo de diez minutos, se reunieron con él en el garaje, donde había empezado toda aquella pesadilla. Roman comenzó explicándoles la situación, incluido lo que su madre sabía sobre su trato.

– Ahora que estáis al día, vigilad a mamá. Aseguraos de que descansa y no se pasa la noche en vela buscando el modo de arreglarme la vida. Eso ya lo haré yo.

– ¿Cómo? -Chase cruzó los brazos a la altura del pecho.

– Iré a Washington. -Necesitaba demostrarle a Charlotte que era capaz de sentar la cabeza. Volvería con un trabajo fijo y un plan de acción que les haría felices.

No renunciaría a las noticias ni a su pasión por revelar la verdad al mundo. Simplemente cubriría otras noticias y cambiaría el lugar desde donde hacerlo. Tras la temporada que acababa de pasar en Yorkshire Falls con su familia y los habitantes de su pueblo natal, Roman se dio cuenta de que no sólo era capaz de sentar la cabeza, sino que además quería hacerlo.

– ¿Y bien? -preguntó al ver que sus hermanos callaban-. ¿No se os ocurre ningún chiste ingenioso?

Rick se encogió de hombros.

– Te deseamos lo mejor.

– Seguro que sabes chistes más agudos.

– Bromeo a menudo, pero no cuando hay tantas cosas en juego. Es un paso importante para ti, Roman. Te deseo suerte.

Rick le tendió la mano y Roman se la estrechó. Luego lo abrazó.

– Hazme un favor. Vigila a Charlotte mientras no esté aquí.

– Eso está chupado. -Rick le dio una palmada en la espalda.

Roman entrecerró los ojos.

– Pero las manos bien quietas -dijo a modo de advertencia, aunque sabía que Rick no se insinuaría a Charlotte. Confiaba plenamente en sus hermanos, y eso incluía a Charlotte.

– Mira que eres posesivo -dijo Rick con los brazos cruzados.

Chase se rió con disimulo.

– No la caguéis -gruñó Roman-. Vigiladla hasta que vuelva. Tengo que lavar la ropa y luego preparar la maleta. -Roman comenzó a subir el breve tramo de escalones de madera que conducía a la casa.

– ¿Qué lo hace a uno tan especial? -preguntó Rick.

– ¿Aparte de que ella es su coartada? -dijo Chase riéndose mientras Roman llegaba a la puerta.

Éste negó con la cabeza, sujetó el pomo y luego se volvió.

– Me muero de ganas de que llegue el día en que pueda reírme de vosotros.


Charlotte entró en el apartamento y se abalanzó sobre el teléfono. Lo había oído desde el pasillo, con los brazos cargados con la ropa de la tintorería, y para cuando encontró las llaves y entró, quienquiera que hubiera llamado había colgado sin dejar mensaje.

Puso la ropa en el sofá.

– Veamos si ha llamado alguien más.

El estómago se le encogió mientras rezaba para que ni su padre ni Roman lo hubieran hecho. No podría evitarlos siempre, pero hasta que comprendiese qué necesitaba de la vida, lo haría en la medida de lo posible.

Le dio al botón de mensajes y escuchó el único que había.

– Hola, Charlotte, soy yo. -La voz de Roman le sentó como un puñetazo en el estómago y la dejó sin aire en los pulmones. Se sentó en la silla más cercana-. Sólo llamaba para… -Se produjo un silencio y Charlotte contuvo el aliento, esperando a que Roman prosiguiera, aunque no sabía qué quería escuchar-. Sólo llamaba para despedirme.

El dolor comenzó a correrle por la sangre y se extendió por todo su cuerpo. Esperó para ver si Roman decía algo más, pero sólo se oyó el clic final. Permaneció sentada, muda, con un nudo enorme en la garganta y un dolor intenso y punzante en el pecho.

Se había acabado. Había vuelto a marcharse a un lugar desconocido, tal como siempre había imaginado que haría.

Se le revolvió el estómago y creyó que estaba enferma. Pero ¿por qué? ¿Por qué debería turbarle el hecho de que Roman siguiera las pautas que se había marcado, las que ella había esperado? Incapaz de soportar el aire viciado del apartamento y las preguntas que la acosaban, cogió las llaves y salió corriendo por la puerta sin volver la vista atrás.

Capítulo 12

Charlotte entró en el colmado a las siete de la mañana, la hora a la que Herb Cooper abría las puertas.

– Es la tercera vez esta semana que vienes tan temprano. ¿Horario nuevo? -le preguntó.

Charlotte sonrió.

– Algo así.

Una semana después de la marcha de Roman, la sorprendió descubrir lo fácil que resultaba evitar a los demás si se era creativo. Nadie iba a comprar tan temprano, por lo que entraba y salía de la tienda sin tener que mantener charlas triviales con nadie, salvo con Herb o Roxanne, su mujer.

– Todavía no he sacado el pan de hoy, pero iré a buscar una barra y te estará esperando junto a la caja cuando vayas a pagar.

– Gracias, Herb.

– Es mi trabajo. Tú haces felices a las mujeres del pueblo y los hombres hemos decidido que nosotros vamos a hacerte feliz a ti.

Charlotte se rió.

– No rechazaría una barra de pan del día, pero creo que me dais demasiada importancia.

Herb se sonrojó.

– No, jovencita. Estás haciendo felices a las mujeres, de eso no hay duda. Lo que las está volviendo locas es el ladrón de bragas. Las mujeres a las que se las han birlado las sustituyen por unas nuevas en un santiamén y las más jovencitas esperan que Chandler las despierte de sus dulces sueños.

Charlotte alzó la mirada hacia las alturas. ¡Tanto madrugar para nada!

– Viven en un cuento de hadas. Un hombre como Roman Chandler tiene cosas más importantes que hacer que robar bragas. Pero trata de explicárselo a las mujeres. -Negó con la cabeza en el preciso instante en que sonó el teléfono interrumpiéndolo-. Bueno, al menos desde que se ha marchado las aguas se han calmado. Quienquiera que sea el ladrón de bragas sabe que ahora no tiene coartada, así que estamos más tranquilos. -Descolgó el teléfono-. Buenos días, ¿en qué puedo servirle?

Charlotte huyó hacia los pasillos en cuanto pudo y respiró aliviada. Durante aquellos siete días, había comenzado a admirar la capacidad de su madre para mantenerse desconectada de la vida provinciana. No era tan fácil.

Aparte de la cháchara trivial con los vecinos, todos los que se relacionaban con Charlotte querían algo de ella. Beth quería saber qué ocurría, por qué Roman se había marchado repentinamente. Su madre quería saber cuándo iría a cenar con su familia. Rick quería una lista actualizada de cuentas y cualquier corazonada que tuviera al respecto, y las clientas querían las bragas que habían encargado.

Puesto que Beth se ocupaba de la tienda, Charlotte podía pasarse el día haciendo ganchillo. Otra forma de evitar a los demás, pero al menos las cuentas estarían satisfechas, aunque no así el resto de las personas que le sonsacaban información.

La única persona que no le pedía nada de nada era la única a la que había rechazado. La garganta se le había contraído y le dolía por el nudo que se le había asentado allí de forma permanente. Se culpaba por haber caído en la trampa de Roman del mismo modo que lo culpaba a él por haberla atraído. Aunque sabía que Roman nunca había querido hacerle daño, lo cierto era que se lo había hecho.

Todavía conservaba el mensaje que él había dejado en su contestador. No pensaba torturarse escuchándolo una y otra vez, pero se negaba a preguntarse por qué no había dejado que el siguiente mensaje borrase la seductora voz de Roman.

Media hora después regresó al apartamento y ordenó la compra antes de ir a trabajar. Se había pasado toda la semana escondiéndose del mundo. Charlotte supuso que cualquier persona con el corazón roto tenía derecho a sanarlo. Aunque, a diferencia de su madre, no pensaba pasarse la vida así.

Observó la luz del sol por la ventana. Había llegado el momento de retomar la rutina, comenzando por el partido de béisbol de esa misma noche.

Cuando el partido terminó, con otra victoria que los Rockets sumaron a su racha ganadora, Charlotte evitó a sus padres. Estaba preparada para casi todo, pero enfrentarse a su padre no era una de ellas. Le recordaba demasiado las cosas que le dolían, pasadas y presentes. Estaba convencida de que si le evitaba el tiempo suficiente, él también se marcharía. Charlotte tenía que irse del campo antes de que Russell tratara de abordarla de nuevo, como había hecho en el colmado y frente a su apartamento. En esas ocasiones había logrado eludirlo.

– Toma. Tírala, por favor. -Charlotte le dio la lata de refresco a Beth-. Y no olvides reciclarla. -Bajó de la última gradería de un salto-. Nos vemos mañana en el trabajo.

– Cobarde -le gritó Beth.

Charlotte siguió caminando, aunque era innegable que las palabras de su amiga la habían afectado. En parte porque Roman le había dicho lo mismo, pero sobre todo porque Charlotte sabía que Beth estaba en lo cierto. Algún día tendría que enfrentarse a todo lo que estaba evitando, incluidos sus padres. Pero todavía no estaba preparada.

A mitad de camino, decidió atajar por el patio de George y Rose Carlton. Los Carlton todavía estaban en el campo de béisbol, al igual que la mayoría de los habitantes del pueblo, por lo que cuando Charlotte oyó un crujido cerca del seto frontal, se volvió sorprendida.

– ¿Hola? -gritó.

Había un hombre larguirucho con pantalones verde oscuro, camisa abotonada hasta arriba y una gorra de béisbol, desplazándose furtivamente entre los arbustos. Al oír la voz de Charlotte, el hombre se agachó, pero no lo bastante rápido como para evitar que ella le viera la cara unos instantes.