Charlotte lanzó una mirada a Beth, que observaba el escaparate ajena a todo, incluidas las brillantes ideas de Charlotte.

– Se me ocurre una idea mejor. Te desvestimos y te mandamos desnuda por esta calle con un cartel en la espalda que diga «VENID A COMPRAR A LA TIENDA DE CHARLOTTE». ¿Qué te parece?

– Aja.

Charlotte sonrió y estampó la libreta contra el mostrador con la fuerza suficiente para sacar a su amiga de su ensimismamiento. Beth dio un respingo.

– ¿A qué viene esto?

– A nada. Por cierto, puedes empezar a pasearte desnuda por la calle a eso de las doce. Es la hora punta.

Beth se sonrojó.

– Supongo que estaba distraída.

Charlotte se echó a reír.

– Supongo. ¿Te importaría explicarme con qué?

Con un gesto en apariencia despreocupado, Beth señaló hacia la ventana en la que un desconocido de pelo castaño hablaba con Norman.

– ¿Quién es?

– Un carpintero. Uno de esos manitas. Ha venido a vivir aquí desde Albany. También es bombero. -Beth suspiró y cogió un huevo de chocolate con su correspondiente envoltorio con aire distraído-. ¿No te parece guapísimo? -preguntó.

A ojos de Charlotte no tenía comparación con cierto reportero moreno, pero le veía potencial para Beth.

– Está bueno -convino. Sin embargo, Beth acababa de sufrir un fuerte desengaño amoroso-. Pero ¿no es muy pronto para…? bueno, ya me entiendes.

– No pienso precipitarme, pero mirar no tiene nada de malo, ¿no?

Charlotte se rió.

– El hecho de que mires ya es positivo.

Su amiga asintió.

– Además, ahora mantendré los ojos bien abiertos cuando haga o deje de hacer algo.

Le brillaron los ojos de un modo que Charlotte nunca había visto en ella. Pensó que había aprendido una lección. De hecho, las mujeres eran capaces de superar la pérdida de un hombre. No obstante, a pesar de la capacidad de su amiga para reponerse, Charlotte albergaba dudas respecto a que fuera tan fácil como aparentaba. De todos modos, sonrió, contenta al saber que su amiga tenía las ideas claras aunque estuviera soñando con el guaperas del día.

– ¿Sabes cómo se llama?

– Thomas Scalia. Suena exótico, ¿verdad? -Mientras Beth hablaba, el hombre en cuestión se volvió hacia el escaparate y pareció mirarla fijamente-. Se me acercó después del último partido de béisbol. Cuando me dejaste plantada y te largaste.

Charlotte no respondió a esa pulla. Ya había dejado un mensaje en el contestador automático de su madre diciendo que quería reunirse con su padre y su madre. Había pasado todo el día nerviosa porque no le habían devuelto la llamada y ella esperaba el momento con impaciencia.

Por sorprendente que pareciera, las palabras de Samson la habían afectado. Igual que la historia de Roman. Todavía no sabía cómo conciliar el a cara o cruz con los verdaderos deseos de Roman, pero en lo más profundo de su corazón sabía que no quería que se hubieran esfumado.

Había llegado el momento de enfrentarse a sus padres y a su pasado. De lo contrario carecería de futuro.

– Oh, Dios mío. -El grito de Beth sacó a Charlotte de su ensimismamiento-. Va a entrar.

Desde luego. La puerta se abrió y Thomas Scalia entró a grandes zancadas. Tenía la actitud segura y engreída que Charlotte asociaba con los machos dominantes y cruzó los dedos. No quería que Beth cayera en la misma trampa con otro hombre que quisiera controlarla y cambiar a la hermosa persona que era, por dentro y por fuera.

Las campanillas de la puerta sonaron detrás de él mientras se acercaba al mostrador.

– Buenas tardes, señoras. -Inclinó la cabeza a modo de saludo-. A Beth ya la conozco -sonrió y se le marcaron unos hoyuelos que no surtieron ningún efecto en Charlotte, pero que obviamente hicieron que Beth se retorciera en el asiento-, pero creo que no tengo el placer. -Y lanzó una fugaz mirada a Charlotte.

– Charlotte Bronson -se presentó, tendiéndole la mano.

El se la estrechó.

– Thomas Scalia, pero puedes llamarme Tom. -Hablaba con Charlotte pero sin dejar de mirar con admiración a Beth, que se había sonrojado.

Charlotte observó su interacción sin palabras con una mezcla de diversión y de anhelo por Roman. Le echaba de menos con una desesperación que no sabía que fuera capaz de sentir y que hacía que su último encuentro y las palabras hirientes que habían intercambiado parecieran triviales. Pero jugarse algo a cara o cruz no tenía nada de trivial, ni tampoco los sentimientos de Roman con respecto al compromiso. Aunque Charlotte hiciera las paces con sus propios fantasmas, no existían garantías de que él quisiera establecerse en un lugar concreto. Sobre todo ahora que había vuelto a marcharse de viaje.

– ¿En qué puedo servirte? -La voz de Beth sonó un poco grave y devolvió a Charlotte al presente.

– Vaya preguntita. -Thomas se inclinó hacia ella.

Beth toqueteaba el cuenco de chocolates del mostrador. Le tembló la mano al coger uno de los huevos de chocolate. Charlotte observó anonadada cómo Beth, una consumada mujer coqueta supuestamente serena, se introducía un huevo con envoltorio y todo en la boca con la misma mano temblorosa.

– Admiro a las mujeres que se lo comen todo sin pensar en las calorías o en el peso -aseveró Thomas con una sonrisa picara.

Beth escupió el chocolate y ocultó el rostro entre las manos.

Charlotte contuvo la risa. Al parecer, hasta la seductora más experta se ponía nerviosa delante de algunos hombres.

– Qué vergüenza -se lamentó Beth con la voz amortiguada entre las manos juntas.

Esta vez Charlotte sí que se rió por lo bajo. Thomas susurró a Beth algo obviamente íntimo en el oído. Para ellos dos no existía nadie más en el mundo. Charlotte pensó que había llegado el momento de desaparecer.

Consultó su reloj. Las cuatro y media de la tarde.

– ¿Sabes qué? Hoy la tienda está tranquila. ¿Por qué no cerramos y nos marchamos temprano?

– Perfecto -le dijo Thomas a Beth-. Confiaba en convencerte para ir a cenar. Por supuesto tú también estás invitada, Charlotte -añadió educadamente, aunque ella advirtió la reticencia de su tono y sonrió.

Beth le dedicó una mirada de súplica. Oh, no. De ninguna manera iba a ser la tercera en discordia al comienzo de un romance. Dejaría que ellos dos pusieran de manifiesto su torpeza solitos. Charlotte tocó la mano de su amiga para darle ánimos. Beth podía ir tranquilamente a cenar con él, siempre y cuando no se le olvidara desenvolver antes las porciones de mantequilla.

Charlotte se obligó a negar con la cabeza y empezó a recoger sus cosas.

– Gracias, pero tengo otros planes -mintió-. Sin embargo, Beth está libre. Me lo ha dicho esta tarde. -Charlotte notó la mirada asesina de su amiga, pero no le importaba. Charlotte tenía problemas más acuciantes-. Ya cerraré yo.

– Ni hablar. Vete para arriba -dijo Beth-. Ya cerraré yo al marcharme.

Beth quería ganar tiempo. Charlotte conocía bien esa táctica. Estaba claro que Beth se figuraba que ella y su Romeo estarían más seguros en la tienda que solos en cualquier otro lugar. No imaginaba la de escenas eróticas que podían tener lugar en la tienda. Charlotte y Roman lo sabían de primera mano.

Se tragó el nudo que se le había formado en la garganta al recordarlo.

– Encantada de conocerte, Thomas.

– Lo mismo digo.

Al cabo de menos de un minuto Charlotte se había marchado y subió corriendo a su apartamento. En cuanto introdujo la llave en la cerradura y entró, fue recibida por el ruido de las cacerolas y los sonidos de una conversación. Además del delicioso aroma del pollo frito y el puré de patatas que, sorprendentemente, le trajeron buenos recuerdos de su infancia.

Su estómago se quejaba por una combinación de hambre y miedo, porque no le cabía la menor duda de que sus padres la esperaban.

– Cariño, ya está en casa. -Las palabras de su madre demostraron que Charlotte estaba en lo cierto.

En el interior del apartamento en el que solía estar sola, Charlotte encontró a su familia y la mesa puesta para tres, flores recién cortadas y una jarra de té helado en el centro. Sus padres la recibieron en el pequeño salón. Se saludaron con expresión forzada y Charlotte en seguida se excusó para ir a lavarse. Necesitaba echarse agua fría en la cara para hacer acopio de entereza y valor.

Camino de su dormitorio, oyó los susurros de dos personas que se conocían bien. Sintió un escalofrío. No era así como imaginaba a su familia. No obstante, habían hecho un gran esfuerzo para celebrar ese encuentro, y era obvio que habían interpretado su llamada de teléfono como un acercamiento, que es lo que era. Ahora sólo le quedaba hacer las paces con sus propios fantasmas.

La cena se desarrolló en silencio. No porque Charlotte quisiera incomodar a sus padres, sino porque no sabía qué decir. Habían pasado demasiados años como para preguntar cómo le había ido a su padre en el trabajo o si Charlotte disfrutaba con el suyo. Se preguntaba si no era demasiado tarde para todo. Si así era, también era demasiado tarde para ella y Roman, idea que Charlotte se resistía a aceptar.

Cuando hubieron terminado la comida, Charlotte se quedó mirando la taza de café y dando vueltas a la cucharilla, haciendo acopio de valor.

– Bueno -carraspeó.

– Bueno. -Annie miró a Charlotte con tanta esperanza y expectativa en los ojos que a Charlotte le pareció que podía atragantarse con ellas.

Su madre deseaba una reconciliación y a Charlotte sólo se le ocurría una manera.

– ¿Por qué no os habéis divorciado? -preguntó ante la tarta de manzana hecha por su madre. A sus padres se les cayó el tenedor al unísono. Pero no pensaba disculparse por preguntar lo que tenía en mente desde hacía años.

Necesitaba comprender cómo habían llegado a ese punto. Ya era hora.

Capítulo 13

Russell observó a su hija sin mirar a su esposa a propósito. Si dejaba que Annie le influyera, seguiría culpándose de sus separaciones, pero nada más. Y no sólo porque quería tener una buena relación con Charlotte, sino porque tenía el presentimiento de que el futuro de ella dependía de lo que él respondiera.

De sus respuestas sinceras.

– Tu madre y yo nunca nos hemos divorciado porque nos queremos.

Charlotte bajó el tenedor y dejó la servilleta en la mesa.

– Perdona, pero tienes una forma muy curiosa de demostrarlo.

Y ése era el problema pensó Russell.

– Las personas tienen formas distintas de expresar sus sentimientos. A veces incluso ocultan cosas para proteger a sus seres queridos.

– ¿Eso es una excusa por haber desaparecido todos estos años? Lo siento. Pensaba que sería capaz de esto, pero no puedo.

Se levantó y Russell hizo otro tanto, al tiempo que la agarraba del brazo.

– Sí puedes. Por eso me llamaste. Si quieres gritar, chillar o patalear, adelante. Estoy seguro de que me lo merezco. Pero si quieres escuchar y luego seguir con tu vida, creo que te resultará mucho más beneficioso.

Se hizo el silencio y él dejó que Charlotte calibrara, decidiera qué hacer a partir de ahí. No le pasó por alto que Annie se había quedado sentada, observando en silencio. El doctor Fallon había dicho que todos los antidepresivos tardaban algún tiempo en empezar a actuar, así que Russell no esperaba milagros de la noche a la mañana. Si no se sentía preparada para participar en la conversación, por lo menos estaba presente, y sabía que para ella ya suponía un paso enorme.

Charlotte cruzó los brazos y exhaló un suspiro de aceptación.

– De acuerdo. Soy toda oídos.

– Tu madre siempre supo que yo quería actuar, y que no podía vivir de la interpretación en Yorkshire Falls.

Charlotte miró fijamente a Annie en espera de confirmación y ella asintió.

– Para que quede bien claro, nos casamos antes de que se quedara embarazada de ti y nos casamos porque quisimos -explicó su padre.

– Entonces ¿por qué…? -Charlotte hizo una pausa y tragó saliva.

A Russell se le partía el corazón al observar el dolor de su hija, pero no habría curación sin que antes se partieran el alma mutuamente. Lo supo en ese preciso instante.

– ¿Por qué hice qué?

– Marcharte.

Señaló el sofá de la otra estancia y se acomodaron en el tapizado floreado. Annie los siguió y se sentó al lado de su hija. Tomó la mano de Charlotte y se la agarró con fuerza.

– ¿Por qué te fuiste a California sin nosotras? -preguntó Charlotte-. Si querías a mamá tanto como dices, ¿por qué no te quedaste aquí o nos llevaste contigo? ¿Tanta carga suponían tu mujer y tu hija? ¿Habríamos sido un estorbo para ti?

– No -respondió él, molesto por el hecho de que Charlotte pensara tal cosa-. No creas eso ni por un momento. No me quedé porque soy actor. No podía sacrificarme. Soy egoísta, supongo, pero sincero. Necesitaba actuar y necesitaba estar en el mejor sitio para intentar hacer realidad mis sueños.