– Con vosotros dos -murmuró Roman.

No había ni una sola mujer soltera en Yorkshire Falls que no hubiera intentado acosar y atraer tanto a Chase como a Rick con su mercancía; ya fuera cocinada o de otro tipo.

– ¿Alice no es la que llevaba el pelo cardado?

– Esa misma -repuso Rick.

– No recuerdo que estuviera interesada en nada más aparte de los peinados y el maquillaje -dijo. Y aunque ahora se peinase de otro modo, tampoco recordaba haber tenido nada en común con ella-. Necesito conversación inteligente -declaró Roman-. ¿Es capaz de hablar con sentido o sigue dedicada a cosas superficiales?

Chase rezongó.

– Roman tiene razón. No es casualidad que siga soltera en un pueblo en que la gente se empareja justo después de la graduación.

Roman cogió el vaso, frío y húmedo.

– Tengo que acertar a la primera. -Echó la cabeza hacia atrás notando cómo la sangre le latía en las sienes, antes de incorporarse y encontrarse con la mirada de su hermano-. Además, tengo que elegir a una mujer que le caiga bien a mamá. Quiere un nieto por motivos sentimentales, pero también quiere sentirse de nuevo parte del mundo. Me refiero a que la gente del pueblo se portó bien con ella después de la muerte de papá, pero, seamos sinceros, se convirtió en la viuda con la que nadie sabe qué hacer.

– Es la personificación del mayor temor de todas las esposas -añadió Chase.

– Hablando de mamá… Quiero asegurarme de que recordáis el trato. Si alguno de vosotros revela el plan y se lo chiva a mamá, me largo de aquí en el primer avión, y ya cargaréis vosotros con el muerto. ¿Está claro?

Rick dejó escapar un gemido.

– Vaya, tú si sabes cómo hacer que una decisión tomada a cara o cruz pierda toda la gracia.

Roman no desistió hasta que Rick por fin se comprometió.

– Vale, vale. No diré nada.

Chase se encogió de hombros.

– Yo tampoco, pero supongo que sois conscientes de que mamá va a estar pasándonos mujeres por las narices a los tres hasta que Roman encuentre a su novia.

– Es el precio que tenéis que pagar por seguir solteros -les recordó Roman.

– Entonces, mejor que nos pongamos manos a la obra antes de que mamá empiece a hacer de las suyas por el pueblo. ¿Marianne Diamond? -preguntó Chase.

– Prometida con Fred Aames -dijo Rick.

– El gordito de quien todo el mundo se burlaba. -Freddy el gordito, se acordó Roman de repente.

– Menos tú. Le diste una paliza a Luther Hampton por robarle el almuerzo. Yo estaba tan orgulloso de ti que no me importó que te expulsaran del colé -recordó Chase.

– ¿Y a qué se dedica Fred ahora? -preguntó Roman.

– Pues ya no es Freddy el gordito, eso está claro -informó Chase.

– Pues mejor para él. El sobrepeso es poco saludable.

– Siguió los pasos de su padre. Tiene un negocio de fontanería y le cae bien a todo el mundo. Fuiste tú quien inició esa tendencia. -Rick apuró el refresco con un sonoro sorbo.

Roman se encogió de hombros.

– Me parece increíble que os acordéis de eso.

– También recuerdo otras cosas -dijo Chase con una mezcla de humor y seriedad en su mirada de hermano mayor.

– La cena, chicos. -Izzy les llevaba la comida. Los suculentos aromas de la hamburguesa y las patatas fritas de Norman le recordaron a Roman que tenía el estómago vacío. Cogió una patata antes de que Izzy llegara a dejar el plato en la mesa y se la comió-. Felicidades al cocinero. Su comida es la mejor.

– Déjate de frases de peloteo y acábate todo lo que tienes en el plato. Ésa es la única felicitación que Norman necesita -le soltó Isabelle. Dijo que volvería con más bebidas y desapareció de nuevo.

– Bueno, ¿dónde estábamos? -preguntó Chase.

Roman dio un mordisco a su hamburguesa sin esperar a que Chase acabara con el kétchup. Masticó y tragó.

– Hablando de mujeres… -Rick fue directo al grano. -Pues parece que antes vas a tener otro reencuentro -anunció Chase antes de que ninguno de ellos tuviera tiempo de pensar en otra candidata.

Roman se volvió en el asiento y vio a una mujer caminando por el pasillo del restaurante, toda una visión. Lucía una falda de color naranja, una camiseta escotada sin mangas y una larga melena de pelo negro brillante.

Sintió una punzada de familiaridad en lo más profundo de su ser al tiempo que Rick se inclinaba hacia él y le susurraba al oído:

– Charlotte Bronson.

En cuanto Roman se fijó en su cara, supo que Rick tenía razón. Pensó que la calidez que había notado cobraba sentido al verla. Ya no tenía el cuerpo de una chica, sino el de una mujer: exuberante, con curvas y, oh, qué tentador. Seguía teniendo un cutis de porcelana radiante y la sonrisa tan vibrante como recordaba, y se vio a sí mismo esbozando una sonrisa de oreja a oreja. Por el mero hecho de estar presente ella siempre le había hecho sonreír, y eso no había cambiado. Pero ella sí. Vestía de forma más cosmopolita y caminaba con mayor seguridad; obviamente, había encontrado su rumbo.

Su amor del instituto se había convertido en una mujer muy hermosa. Se le secó la boca y, por debajo de la mesa, notó una erección tremenda que se veía incapaz de disimular. Aquella mujer siempre le provocaba el mismo efecto, pensó Roman, y el pulso se le aceleró mientras esperaba a que se detuviera en su mesa.

Mientras tanto, Rick, y eso le recordó por qué siempre había odiado tener hermanos mayores, iba murmurándole al oído:

– Cinco, cuatro, tres, dos…

Pero justo cuando ella tendría que haberse parado a saludarlo, giró a la derecha bruscamente y se dirigió a la mesa en la que Beth estaba esperándola.

Roman gimió y se volvió para mirar de frente al pelotón de fusilamiento que tenía por hermanos.

– Parece que te va a hacer sudar, hermanito.

¿Acaso no era lo que siempre había hecho?

Chase se echó a reír.

– Seguro que no estás acostumbrado a que te ignoren. Va a resultar muy duro para tu ego.

– Cállate la boca -musitó Roman. No había olvidado lo sucedido aquella noche en el instituto. Y aunque siempre había considerado que Charlotte era la única que lo había rechazado, él intentó forzar la situación entre ellos. No es que temiera tener que ganársela a pulso u otro rechazo. Siempre había tenido las intenciones de perseguirla, pero nunca había tenido el tiempo suficiente.

Pero las cosas habían cambiado. Ahora que había vuelto después de una prolongada ausencia, Roman ya no estaba dispuesto a dejar que ella lo ignorase deliberadamente. Había llegado el momento de pasar a la acción.


Era verdad, Roman había vuelto. A Charlotte se le revolvió el estómago y la embargó una sensación de incredulidad y shock. Su vislumbre a través del escaparate y el presentimiento que había intentado ignorar no la habían preparado para el impacto de verlo de nuevo.

Maldito hombre. Nadie en toda la faz de la tierra era capaz de afectarla de tal modo. Una mirada y volvía a sentirse como una adolescente dominada por las hormonas.

El paso del tiempo se notaba en sus rasgos, para mejor. La edad lo había perfilado de una forma increíble. Tenía el rostro más fino, más cincelado y, si eso era posible, los ojos de un azul todavía más intenso. Negó con la cabeza. No se había acercado lo suficiente como para saberlo con certeza. Al principio porque acababa de entrar en el restaurante y lo vio con Beth, con quien había preferido dejarlo a solas, y luego porque le sudaban las manos y la avergonzaba no ser capaz de mantener la compostura.

Porque Charlotte estaba convencida de que Roman no había cambiado en un aspecto: su instinto de reportero. Le bastaba una sola mirada no para ver sino para diseccionar. Y ella no quería que la diseccionara.

– Te tiemblan las manos -advirtió Beth.

Charlotte dio un largo sorbo al refresco que su amiga había pedido para ella.

– Es la cafeína.

– A mí me parece que es la sobrecarga de testosterona.

Sin saber muy bien cómo, Charlotte consiguió evitar escupir la coca-cola ante la sonriente cara de Beth.

– ¿Te refieres a la sobrecarga de hormonas?

– Puede ser una definición. Esa mesa de apetitosa carne masculina te ha afectado. -Hizo un gesto con la mano hacia el rincón que ocupaban los hermanos Chandler.

– No señales -dijo Charlotte.

– ¿Por qué no? Toda la gente del restaurante los está mirando.

– Es verdad -reconoció Charlotte, y se dio cuenta de que había perdido la oportunidad de negar haberlos visto. Su plan había sido hacer caso omiso de los hermanos. Por lo menos hasta que hubiera comido algo y reforzado sus defensas para enfrentarse al efecto desestabilizador de Roman.

Cruzó las manos húmedas, una encima de la otra.

– Yo no. Estoy inmunizada.

– Siempre lo has estado. O has fingido estarlo -declaró Beth con una sabiduría de la que había carecido en su juventud-. Y no puede decirse que lo entienda. -Negó con la cabeza-. Nunca jamás lo entenderé.

Charlotte no le había contado ni siquiera a su mejor amiga la verdad sobre por qué había rechazado a Roman. En el instituto, tenía las defensas en plena forma, y para cuando quiso darse cuenta, Roman había pasado del rechazo de Charlotte a los predispuestos brazos de Beth. A pesar del dolor y los celos, Charlotte había alentado el interés de su amiga y fingido estar inmunizada, tal como acababa de decir Beth. Luego se habían graduado y Roman se había marchado rumbo a lo desconocido.

Charlotte no le había preguntado si su relación había sido seria. A menudo se decía que lo había hecho por respeto a la intimidad de Beth, pero en realidad era más egoísta. Charlotte no quería saberlo. Y, a diferencia de con su operación de estética, Beth había sido discreta en cuanto al tema de Roman.

Pero los tiempos habían cambiado y ahora Beth estaba prometida con otro hombre. Roman era tan agua pasada que Charlotte se planteó hablar del asunto esa noche.

– Sigue siendo tan guapo… -dijo Beth.

Charlotte cambió de opinión acerca de mantener una conversación sincera.

– Oye, si Roman todavía te interesa, adelante. Si al doctor Implante no le importa, a mí tampoco.

– Mentirosa. -Beth dejó la servilleta encima de la mesa y cruzó los brazos sobre el pecho esbozando una sonrisa-. He visto cómo lo mirabas antes de que él se volviese y te viera. Y he visto cómo desviabas la mirada y venías directa hacia aquí, como si ni siquiera lo hubieras visto.

Charlotte se movió incómoda en el asiento.

– ¿Es demasiado tarde para preguntarte a quién he visto y dónde?

– Cobarde.

– Todo el mundo tiene sus debilidades, así que deja de chinchar. Ahora, si me disculpas, tengo que ir al baño.

Charlotte huyó rápidamente sin mirar en dirección a Román Chandler. Pero en cuanto llegó al estrecho pasillo que conducía a los servicios, tuvo que secarse las palmas de las manos en la falda de gasa.

Cinco minutos más tarde se había retocado el pintalabios y se había recordado todos sus logros, para así asegurarse de que podría mantener una conversación educada con Román con aplomo y ligereza si era necesario.

Con fuerzas renovadas, abrió la puerta y se encontró de narices con el amplio pecho de Román. El inconfundible aroma a loción almizclada para el afeitado y a poderosa masculinidad la embargó. La excitó. Tomó aire sorprendida.

Mientras ella retrocedía con paso vacilante, él le agarró los antebrazos con ambas manos.

– Tranquila.

¿Tranquila? ¿Estaba de broma? El tacto de sus palmas era cálido, fuerte y demasiado bueno sobre su piel desnuda. Miró sus ojos azules.

– Esto es el lavabo de señoras -dijo como una tonta. Suspiró. Y eso que quería mantener una conversación animada, con aplomo e ingenio.

– No, esto es el pasillo. El lavabo de señoras está detrás de ti y el de caballeros está pasillo abajo. -Sonrió-. Lo sé perfectamente, casi podría decirse que me crié aquí.

– Tengo que volver a mi mesa. Beth me está esperando. Beth Hansen, te acuerdas de ella, ¿verdad? -Charlotte puso los ojos en blanco. Aquello iba de mal en peor.

Para su disgusto, Román se echó a reír.

– Bueno, por lo menos ahora sé que te acuerdas de mí.

No fingió malinterpretarlo y se sentía incapaz de mentirle.

– Llegaba tarde, tenía prisa, Beth me estaba esperando. -Levantó las manos y luego las dejó caer a ambos lados del cuerpo.

– O sea que no pretendías ignorarme.

Se sonrojó.

– No. Yo… tengo que irme. Beth me está esperando. Otra vez será.

Él le rozó la mejilla con la mano y un temblor de reconocimiento embargó su cuerpo; estremecimiento que a él no le pasó desapercibido.

– Te dejaré volver a la mesa en cuanto te haya hecho una pregunta. Han pasado más de diez años y la atracción que sentimos el uno por el otro sigue viva. ¿Cuándo vas a ceder?