Por aquel entonces, la imaginación de Roman seguía dos rumbos de pensamiento: por un lado, los lugares extranjeros con historias intrigantes y de evolución rápida que visitaría, y por otro, Charlotte Bronson, su enamorada. Ahora que había estado en la mayoría de los lugares con los que había soñado, sólo tenía una cosa en mente. Volvió a pensar en Charlotte y en la atracción que sentían el uno por el otro.

Había intentado acorralarla, hacerle reconocer que había querido evitarlo y averiguar por qué le había dejado en el instituto. Tenía un presentimiento, pero quería oírlo de su boca. No había planeado seducirla y que los dos se excitasen. No hasta que la había mirado fijamente a los ojos y había visto la misma conexión emocional crepitando en lo más profundo de su ser.

No había cambiado nada. Ella se alegraba de verle, por mucho que se resistiera a reconocerlo. Además, estaba el brillo color coral recién aplicado a sus labios carnosos, a los que ningún hombre fogoso sería capaz de resistirse. Había inhalado su fragancia y rozado su suave y perfumada piel. Había estado lo suficientemente cerca como para provocarla sin satisfacer su deseo.

Roman gruñó interiormente porque, aunque el cuerpo de ella había gritado «tómame», que es lo que él había querido, su mente se había revelado. Y ahora sabía por qué. Por fin le había dado un motivo para rechazarlo que él alcanzaba a comprender. El que había sospechado desde un buen principio. «Tendremos esa cita, lo que tú digas. El día que decidas quedarte en el pueblo.»

Ella quería que su hogar estuviera en Yorkshire Falls. Necesitaba estabilidad y seguridad, vivir felices y comer perdices de la forma en que todo el mundo sabía que no lo habían hecho sus padres. En el pasado, él era demasiado joven y no lo había entendido, pero ahora sí. Y eso significaba que era la última mujer a la que podía recurrir para materializar su plan. No podía hacerle daño, y eso implicaba que tenía que aprender una lección de Charlotte y mantenerse alejado de ella.

– Siguiente. -El mazo golpeó contra la peana de madera que había sobre la mesa.

Roman se sobresaltó en el asiento.

– Maldita sea, me he perdido la resolución -farfulló. Porque estaba absorto pensando en Charlotte. En esa ocasión sólo se había perdido el dilema perruno, pero la siguiente vez quizá se perdiera mucho más. Y no podía permitir que eso le sucediera.

– ¿Eres tú, Chandler?

Roman se volvió al oír su nombre y se encontró con un tipo que le resultaba familiar sentado detrás de él.

– Fred Aames, ¿me recuerdas? -Le tendió la mano.

Chase y Rick no le habían engañado. Fred ya no tenía nada que ver con el niño gordito al que todo el mundo intimidaba.

– Hola, Fred, ¿qué tal estás? -Roman le estrechó la mano.

– Pues muy bien. ¿Y tú? ¿Qué haces por aquí?

– He vuelto al pueblo por mi madre, y estoy aquí por el Gazette. -Roman miró hacia adelante. Nadie había presentado todavía nada nuevo que debatir.

– Me he enterado de que Raina estuvo en el hospital. -Fred se pasó la mano por el oscuro cabello-. Chico, lo siento.

– Yo también.

– ¿Estás sustituyendo a Ty? -Se inclinó hacia adelante y dio una palmada a la espalda de Roman, movimiento con el que estuvo a punto de hacerlo caer. Fred había perdido peso pero no fuerza. Seguía siendo un tiarrón.

Roman soltó una tos ahogada y asintió.

– Su mujer se ha puesto de parto y no podía estar en dos sitios a la vez.

– Qué detalle por tu parte. Además, estas reuniones son idóneas para ponerse al corriente de lo que pasa por aquí.

– Cierto. -«Si prestas atención», pensó Roman. Pero no tenía ni idea de si habían concedido la libertad al sabueso Mick o lo habían confinado tras unas puertas cerradas para el resto de su vida canina.

El sonido del mazo sobre la mesa les hizo saber que iba a haber un breve descanso. Roman se puso en pie y se estiró en un intento por despertarse.

Fred se levantó junto a él.

– Oye, ¿estás saliendo con alguien?

«Todavía no.» Roman negó con la cabeza. No pensaba compartir sus planes con nadie que no fuera sus hermanos.

– En estos momentos no, ¿por qué?

Fred se le acercó.

– Sally te ha estado mirando. Creía que iba detrás de Chase, pero no te quita los ojos de encima. -Con un movimiento exagerado que invalidaba su susurro, Fred señaló hacia donde se encontraba Sally Walker, que tomaba notas para el archivo del condado.

Sally levantó la mano a medias a modo de saludo, con cierto rubor en las mejillas.

Roman le devolvió el saludo y apartó la mirada, porque no quería fomentar el interés de ella.

– No es mi tipo -dijo. «Porque no se llama Charlotte», pensó. Esa idea inesperada asaltó sus pensamientos-. ¿Por qué no vas tú a por ella? -preguntó Roman.

– Supongo que no te has enterado de que estoy prometido -le informó Fred con orgullo-. Voy a casarme con Marianne Diamond.

Roman recordó entonces que uno de sus hermanos se lo había comentado. Sonrió y levantó una mano para darle una palmadita en la espalda a Fred, pero se contuvo en el último momento. No quería que el hombretón repitiera el gesto.

– Vaya, me alegro por ti. Felicidades.

– Gracias. Oye, tengo que hablar con uno de los concejales antes de que la situación se caldee. Tengo unos cuantos trabajos pendientes de obtener un permiso… Bueno, no hace falta que te cuente los detalles. Ya nos veremos.

– Por supuesto. -Roman le dio un pellizco en la nuca. El agotamiento estaba a punto de vencerle.

– ¿Qué tal tu primer día de vuelta a las trincheras?

Se volvió y vio que Chase estaba a su lado.

– ¿Qué ocurre? ¿Le ha sucedido algo a mamá? -No esperaba volver a ver a Chase esa noche.

– No, tranquilo. -Chase en seguida posó una mano tranquilizadora en el hombro de Roman y la retiró rápidamente.

– Entonces ¿qué? ¿No confías en que haga bien mi trabajo?-«Lo cual no sería de extrañar», pensó Roman. Todavía no sabía la respuesta al problema con el perro de los Carlton.

Chase negó con la cabeza.

– Me he imaginado que te estarías poniendo de los nervios asistiendo a una de estas reuniones y he pensado en relevarte por si se alargaba mucho. -Se pellizcó el puente de la nariz-. He oído la conversación que has mantenido con Fred. Parece que ya tienes candidata.

– Por lo que ha dicho Fred, a Sally le interesas tú en primer lugar.

– Créeme, tienes vía libre. No te recriminaría que me la quitaras -dijo Chase con ironía-. Sally es demasiado seria para mí. Es de las que se pone a pensar en una casa y niños después de la primera cita. -Se estremeció.

– Si le gustan los solitarios como tú, no va a interesarse por un tipo extrovertido como yo. -Roman se rió, contento de tomarle el pelo a su hermano con su personalidad de lobo solitario. Rick tenía razón al decir que las mujeres se sentían atraídas por el silencio introspectivo de su hermano mayor.

Pero Chase lo miró fijamente, poco dispuesto a tragarse las excusas de Roman.

– Sally está dispuesta a asentarse. Lo que ella quiere en estos momentos la convierte en la candidata perfecta para ti. Así que ¿por qué le has dicho a Fred que no era tu tipo?

– Porque no lo es.

– Perdona que insista en lo obvio, pero ¿no es eso lo que quieres? A Sally le interesas y tú no le correspondes. Prueba a ver si acepta el acuerdo.

Roman volvió a mirar por encima del hombro e inspeccionó a Sally Walter, una mujer inocente, de las que se sonrojan.

– No puedo. -No podía casarse con Sally. Acostarse con Sally.

– Te sugiero que tengas cuidado, hermanito. Si eliges a una fémina que resulta que es tu tipo, a lo mejor no tendrás tanta prisa por largarte. -Chase se encogió de hombros-. Piénsalo.

Menudo era Chase, la figura paterna, para señalar lo obvio. Menudo era también para recordarle a Roman sus prioridades. La caza de una esposa. Su hermano tenía razón. Roman necesitaba una mujer a la que poder dejar atrás, no alguien a quien volver una y otra vez. Otro motivo por el que Charlotte era la opción equivocada. Deseó con todas sus fuerzas poder quitársela de la cabeza de una vez por todas. Pero no sabía cómo. Haberla tocado y saboreado hacía que la deseara más, no menos.

Al cabo de una hora, Roman se dirigió a casa pensando en las palabras de Chase pero con Charlotte en el subconsciente. Esa misma noche, en la cama, se despertó más de una vez acalorado y sudoroso por culpa de Charlotte Bronson.

Más de diez años y la llama ardía más que nunca. Lo cual no hacía más que demostrar una cosa: con tentación o sin ella, Roman no podía permitirse el lujo de liarse con Charlotte. Ni ahora ni nunca.

El sol despertó a Roman temprano a la mañana siguiente. A pesar del tremendo dolor de cabeza, se desperezó y se levantó de la cama con una sensación renovada de determinación. Se dirigió a la cocina tras una ducha rápida. La comida no iba a quitarle el dolor, pero al menos le llenaría el estómago. Abrió la despensa de su madre y cogió un paquete de cereales chocolateados, se los sirvió en un cuenco, añadió mini malvaviscos e inundó la mezcla con leche.

Su estómago gruñó mientras tomaba asiento en su silla preferida de la infancia. Extrajo el último ejemplar del Gazette, examinó la nueva y mejorada maquetación y se sintió henchido de orgullo.

Chase había logrado que el periódico creciera al mismo tiempo que la población del pueblo iba aumentando.

Le sobresaltó el sonido de alguien que bajaba la escalera corriendo y, al volverse, vio que su madre se detenía de golpe al entrar en la cocina.

– ¡Roman!

– ¿Esperabas a otra persona?

Ella negó con la cabeza.

– Es que… pensaba que ya habías salido de casa.

– ¿Y has decidido correr el maratón en mi ausencia?

– ¿No se suponía que ibas a desayunar con tus hermanos?

Entrecerró los ojos para mirarla.

– Esta mañana no podía levantarme de la cama, y no cambies de tema. ¿Has bajado corriendo la escalera? Porque se supone que tienes que hacer reposo, ¿recuerdas? -Pero ¿no había dicho Rick la noche anterior que le había parecido que jadeaba?

– ¿Cómo iba a olvidar algo tan importante? -Se llevó una mano temblorosa al pecho y entró lentamente en la cocina hasta situarse junto a él-. ¿Y qué tal tú? ¿Te encuentras bien?

Aparte de desconcertado por la conversación, estaba bien.

– ¿Por qué no iba a encontrarme bien? Porque seguro que todavía tienes los oídos tapados por el viaje en avión si resulta que te parece haber oído algo tan absurdo como que yo corría, nada más y nada menos. ¿Quieres que te concierte una visita con el doctor Fallon?-preguntó.

Negó con la cabeza con la fuerza suficiente para destaparse los oídos en caso de que los tuviera tapados y miró a su madre de hito en hito.

– Estoy bien, quien me preocupa eres tú.

– No hay por qué. -Se sentó lentamente en la silla de al lado y observó el cuenco de cereales con el cejo fruncido-. Bueno, ya veo que ciertas cosas no han cambiado. Todavía no sé por qué guardo esa basura a mano. Se te van a…

– Pudrir los dientes, ya lo sé. -Se lo había dicho un montón de veces de niño. Pero le quería lo suficiente como para permitirle esos caprichos-. ¿Eres consciente de que todavía no he perdido ni un diente?

– Todavía, tú lo has dicho. Un hombre soltero necesita todos los dientes, Roman. A ninguna mujer le gustaría despertarse de madrugada y descubrir que tienes la dentadura postiza en remojo en la mesita de noche.

Roman puso los ojos en blanco.

– Menos mal que soy un hombre respetuoso y no dejo que las mujeres se queden a pasar la noche. -Que su madre cavilara sobre eso, pensó Roman con ironía.

– El respeto no tiene nada que ver con eso -masculló ella.

Como de costumbre, su madre tenía razón. Las mujeres no se quedaban a pasar la noche porque él no se implicaba con ninguna, y así había sido desde hacía mucho; aparte, las mujeres que se quedan a pasar la noche dan por supuesto que pueden hacerlo otra vez. Y otra más. Y antes de que los hombres se den cuenta, están inmersos en una relación, lo cual Roman pensaba que no sería algo malo si fuera capaz de encontrar a una mujer que le interesara durante más de un par de semanas. Chase y Rick pensaban lo mismo. A esas alturas, Roman se imaginó que los hermanos Chandler llevaban la frase NO PASAR grabada en el corazón. Cualquier mujer inteligente leía la letra pequeña antes de comprometerse a nada.

– Te pasas de lista, mamá.

Cuando Roman se levantó, se dio cuenta de que Raina iba vestida de punta en blanco. Llevaba unos pantalones holgados azul marino, una blusa blanca con lazo y la insignia con tres bates de béisbol con un diamante en cada uno prendida en el centro -regalo de su padre después del nacimiento de Chase y ampliada con cada hijo que había tenido-. Dejando de lado que estaba ligeramente pálida, tenía un aspecto estupendo. Lo normal en su madre, pensó orgulloso.