Al cabo de unos minutos todo el mundo se había puesto el bañador y se lanzaba al agua, retozando como críos. Dos amigos de Sylvia se fueron a hacer esquí acuático, y Gray vio a Adam en Una de las motos acuáticas con la sobrina de Sylvia.

Estuvieron nadando y jugando casi hasta las dos, y a esa hora la tripulación había preparado un buffet estupendo, a base de pasta y mariscos. Comieron divinamente, con vino italiano, y a las cuatro seguían sentados a la mesa, charlando animados. Incluso Adam se vio obligado a pensar un poco con la sobrina de Sylvia, que estaba estudiando ciencias políticas en París y tenía intención de hacer el doctorado. Al igual que su tía, no se la podía tomar a broma. Su padre era ministro de Cultura, y su madre cirujana del tórax. Sus dos hermanos eran médicos, ella hablaba cinco idiomas y estaba pensando en especializarse en derecho tras el doctorado en ciencias políticas. Incluso pensaba dedicarse a la política. No era la clase de chica que le fuera a pedir implantes. Lo que quería era una conversación inteligente, y eso a Adam le chocaba. No tenía costumbre de tratar con mujeres de esa edad tan directas como ella, ni tan serias con sus estudios. Charlie se rió de él al pasar a su lado; la chica le hablaba sobre mercados monetarios y Adam parecía nervioso. Lo tenía pendiente de un hilo, o contra las cuerdas, como reconoció Adam más tarde, compungido. A pesar de la edad de la chica, él no estaba a su altura.

Sylvia y Gray se pasaron toda la arte hablando de arte, interminablemente, y parecían encantados. Pasaron de una época de la historia a otra, trazando paralelismos entre la política y el arte. Charlie los contemplaba con aire paternal, asegurándose de que la tripulación los hacía sentirse a gusto en el barco y de que sus invitados tenían cuanto deseaban.

Hacía un día tan bonito que decidieron quedarse en el barco y cenar allí, a invitación de Charlie. Ya casi era medianoche cuando se aproximaron lentamente al puerto, tras nadar a la luz de la luna. Gray y Sylvia dejaron de hablar de arte y se dedicaron a disfrutar del agua. Ella nadaba muy bien y parecía muy diestra en todas las cosas que hacía, tanto si se trataba de deportes como de arte. Gray jamás había conocido a una mujer como Sylvia. Volvieron nadando al barco, y Gray pensó que ojalá estuviera en mejor forma física. Era algo que normalmente no le preocupaba. Pero el estado de Sylvia era estupendo, y cuando volvieron a bordo ni siquiera jadeaba. Para una mujer de su edad, o incluso más joven, estaba preciosa en bikini, pero no parecía darle importancia, a diferencia de su sobrina, que no había parado de coquetear con Adam. Su tía no había hecho ningún comentario; comprendía que la chica ya era mayor y libre de hacer lo que quisiera. No tenía por costumbre gobernar las vidas ajenas. Su sobrina debía gobernar su propia vida.

Antes de marcharse, Sylvia le había preguntado a Gray si le gustaría ir con ella a San Giorgio a la mañana siguiente. Había estado allí en varias ocasiones, pero no se cansaba de ver el edificio, porque apreciaba algo nuevo cada vez que iba. Gray aceptó con mucho gusto, y quedaron en verse en el puerto a las diez. Sylvia se lo propuso sin doble sentido, simplemente por el vínculo de la afición al arte que los unía. Dijo que iban a marcharse al día siguiente, y Gray se alegró de poder verla una vez más.

– Qué gente tan simpática -comentó Charlie cuando se hubieron marchado, y Adam y Gray le dieron la razón. Habían pasado un día y una noche fantásticos, con conversaciones fascinantes, nadando, un montón de comida y unos nuevos amigos extraordinariamente inteligentes y atractivos en todos los sentidos. -La sobrina de Sylvia no va a pasar la noche aquí, ¿no? ¿Qué pasa? ¿La has eliminado de la lista? -le preguntó a Adam en tono burlón.

Adam respondió, apesadumbrado:

– Me parece que no soy lo suficientemente listo para llevármela al huerto. Con esa chica, mis estudios en Harvard quedan a la altura del instituto. En cuanto nos metimos en el tema del derecho, de los daños legales según el sistema jurídico de Estados Unidos y la ley constitucional en comparación con el sistema legal de Francia, me sentí como un perfecto cretino. Por poco se me olvida que quería tirarle los tejos, y cuando caí en la cuenta, estaba agotado. Le da cien mil vueltas a todos los tíos que conozco. Tendría que enrollarse con un catedrático de derecho de Harvard, no conmigo.

Le había recordado un poco a Rachel cuando eran jóvenes, cuando ella era tan inteligente y se había licenciado en derecho summa cum laude por Harvard, y la semejanza lo había dejado cortado. Decidió entonces no seguir intentando nada con ella; le suponía demasiado esfuerzo, y además ya se había olvidado de más de la mitad de las cosas que ella le había preguntado. Había mantenido un combate intelectual durante todo el día y toda la noche; a Adam le gustó y le dio que pensar, pero se sentía cansado y viejo. Ya no le funcionaba la cabeza así. Resultaba más fácil regalar a las chicas implantes y narices nuevas que intentar luchar contra sus cerebros. Lo hacía sentirse un poco inferior, su ego se desinflaba y no era precisamente un afrodisíaco para él. Le pasaba justo lo contrario que a Gray, que había disfrutado con las conversaciones con la tía de la chica y se sentía lleno de energías por la información que habían compartido y lo que había aprendido de ella. Sylvia sabía mucho sobre muchos temas, sobre todo arte, que era su pasión, como la de Gray. Pero Gray no quería sexo con ella, aunque la encontraba guapísima y atractiva. Lo único que quería era conocerla mejor y charlar cuantas horas pudiera. Le encantaba haberla conocido.

Los tres hombres tomaron una última copa de vino y fumaron puros en cubierta antes de irse a sus camarotes, contentos y relajados tras un día divertido en el barco. No habían hecho planes para el día siguiente, y Adam y Charlie dijeron que dormirían hasta tarde. Gray ya estaba entusiasmado ante la idea de ver la iglesia con Sylvia. Se lo contó a Charlie mientras bajaban la escalera, y a su anfitrión pareció agradarle. Sabía que Gray llevaba una vida solitaria y pensaba que Sylvia sería buena amiga para él y que le resultaría útil conocerla. Llevaba tanto tiempo luchando con su pintura y tenía tanto talento que Charlie esperaba que empezara a abrirse camino y que Sylvia pudiera presentarle a las personas adecuadas del mundillo artístico de Nueva York. Quizá no tuviera una historia romántica con ella ni fuera la clase de mujer que lo atraía, pero pensaba que sería una buena amiga. A él también le había gustado hablar con Sylvia. Era culta y estaba bien informada, sin resultar pretenciosa ni pedante. Charlie la consideraba una mujer muy interesante, y le sorprendía que no estuviera vinculada a ninguno de los hombres del grupo. Era la clase de mujer hacia la que muchos hombres, sobre todo europeos, se sentirían atraídos, si bien tenía como quince años más que las mujeres con las que salía él y apenas le sacaba tres años. La vida no era justa en ese sentido, sobre todo en Estados Unidos, y Charlie lo sabía. Las mujeres de veintitantos y treinta y tantos años estaban muy cotizadas, y lo que contaba era la juventud. Una mujer de la edad de Sylvia era algo especial que atraía a muy pocos, a hombres que no percibieran como una amenaza su inteligencia y sus aptitudes, En la mayoría de los casos, la clase de chicas con las que salía Adam solían considerarse mucho más deseables que una mujer con la entidad y el intelecto de Sylvia. Charlie sabía que en Nueva York había muchas mujeres como ella, demasiado inteligentes y con demasiado dinero para su propio bien, que acababan solas. Dudaba que hubiera un hombre esperándola en Nueva York o París ni ningún otro sitio. Sylvia transmitía la sensación de ser independiente y sin compromiso y de que le gustaba. No parecía importarle lo más mínimo, y saltaba a la vista que no iba con deseos de ligue, ni con ellos ni con nadie, Charlie le expresó esta opinión a Gray mientras se fumaban un puro en el barco.

A la mañana siguiente, subiendo la colina hacia la iglesia de San Giorgio, Gray comprobó que Charlie tenía razón con respecto a Sylvia.

– ¿No estás casada? -le preguntó Gray con cierta cautela, y también con curiosidad, sobre todo por lo que ella sabía de la iglesia. Sylvia era una mujer interesante, y él quería ser amigo suyo.

– No, pero lo estuve -respondió ella sosegadamente. -Al principio me encantó, pero no tengo muy claro si volvería a hacerlo. A veces pienso que lo que quiero es más el modo de vida y el compromiso que al hombre en sí mismo. Mi marido era pintor y un narcisista de pies a cabeza. Él lo era todo. Yo lo adoraba, casi tanto como él se adoraba a sí mismo. Para él no existían nadie ni nada más -dijo con toda naturalidad. No tenía un tono amargo; simplemente había terminado con aquel asunto, y Gray lo notó en su voz, -Ni los niños, ni yo, ni nadie. Era él y solamente él. Y al cabo del tiempo, eso aburre. De todos modos, aún seguiría casada con él si no me hubiera dejado para irse con otra. Tenía cincuenta y cinco años cuando me dejó, yo treinta y nueve, y según él, estaba hecha un asco. La chica con la que se fue tenía diecinueve. La verdad, para mí fue un golpe. Se casaron y tuvieron tres hijos más en tres años, y después también la dejó a ella. Al menos yo le duré más. Lo tuve veinte años, y ella cuatro.

– Supongo que la dejó por una cría de doce, ¿no? -le espetó Gray, enfadado no por él, sino por ella. Le parecía algo espantoso, sabiendo lo que ya sabía de Sylvia, que había vuelto a Nueva York sin un céntimo, con dos hijos y sin ninguna ayuda del marido.

– No. La última tenía veintidós, demasiado mayor para él. Yo también tenía diecinueve cuando nos casamos y estudiaba en París. Las dos últimas eran modelos.

– ¿Ve a tus hijos?

Sylvia titubeó antes de contestar y negó con la cabeza. La respuesta debió de resultarle dolorosa.

– No. Los vio dos veces en nueve años, y a ellos les resultó difícil. Murió el año pasado. Eso deja sin resolver un montón de cosas para mis hijos, como por ejemplo si significaban algo para él. Para mí fue muy triste. Yo lo quería, pero eso es lo que pasa con los narcisistas. Al fin y al cabo, solo se quieren a sí mismos, no les sale de dentro querer a nadie más.

Lo dijo con sencillez, con lástima pero sin rencor. -Creo que yo he conocido mujeres así-replicó Gray, Ni siquiera intentó explicarle a Sylvia qué extremos de locura había soportado en su vida amorosa. Le habría resultado imposible, y probablemente se habría reído de él, como todos los demás. Para él, la locura era algo cotidiano en su vida doméstica. -¿Y nunca quisiste volver a intentarlo con otra persona?

Sabía que se estaba metiendo donde no lo llamaban, pero le daba la impresión de que a ella no le importaba. Sylvia era extraordinariamente honrada y abierta, y Gray admiraba esas cualidades. Tenía la sensación de que no había oscuros secretos, planes ocultos ni confusión en su cabeza sobre sus sentimientos, sus deseos o sus creencias. Pero inevitablemente habrían quedado cicatrices. A su edad, todo el mundo las tenía; nadie estaba exento.

– No, no he querido volver a casarme. No le veo mucho sentido, a mi edad. No quiero más hijos, al menos no míos, aunque no me importaría si fueran hijos de otra persona. El matrimonio es una institución respetable, y yo creo en él, al menos para esos objetivos, pero ya no sé si creo en él para mí. Probablemente no. No creo que tuviera valor para repetir. Después de divorciarme Viví con un hombre durante seis años. Era una persona extraordinaria, y un gran artista, escultor. Sufría terribles depresiones y se negaba a recibir tratamiento. Era alcohólico, y su vida un desastre. De todos modos yo lo quería, pero era algo imposible, sencillamente imposible.

Sylvia guardó silencio y Gray observó su cara. Su expresión denotaba una angustia latente, y él quería saber por qué. Tenía la sensación de que, para conocerla, también tenía que saber aquello.

– ¿Lo dejaste? -preguntó, de nuevo con cierta cautela, como cuando iban camino de la iglesia.

– No, no lo dejé, y quizá debería haberlo hecho. Quizá hubiera dejado de beber, o hubiera tomado la medicación, o quizá no. Es difícil saberlo.

Sylvia parecía triste, pero también tranquila, como si hubiera aceptado una tragedia terrible y una pérdida inevitable,

– ¿Te dejó él?

Gray no podía imaginarse a nadie haciendo semejante cosa, y desde luego, no dos veces. Pero había personas muy extrañas en el mundo, que perdían oportunidades, se hacían daño a sí mismas y destruían vidas. No se podía hacer nada por ellas. Lo había aprendido en el transcurso de los años.

– No. Se suicidó, hace tres años -respondió Sylvia en voz baja. -Tardé mucho tiempo en superarlo, en aceptar lo que había ocurrido, y también lo pasé mal cuando el año pasado murió Jean-Marie, el padre de mis hijos, Fue como volver a vivirlo todo; eso es lo que pasa con el dolor. Pero ocurrió, y yo no pude cambiar nada, a pesar de lo mucho que lo quería. Ya no podía más, y yo no pude hacerlo por él. Es muy duro vivir en paz con una cosa así.