– Vaya por Dios. Helado de diseño, ¿Qué tiene de malo el helado de vainilla?
– Si te vas a poner así, yo llevaré el helado y el vino.
– Y no te olvides de las palomitas -le recordó Gray. No sería nada de lujo, pero sabía que lo pasaría bien. Como con todo lo que hiciera con ella, como haber ido a San Giorgio aquel día. Había estado muy bien. -¿A qué hora es la cena de esta noche? -preguntó mientras volvía a abrazarla. Fue un gesto amistoso, nada que pudiera asustarla ni comprometerlos a algo más que una cena relajada en casa de Gray. Lo demás ya se descubriría y se decidiría más adelante, si a los dos les parecía bien. Gray así lo esperaba.
– A las nueve y media, en Da Puny. Hasta entonces. -Sylvia sonrió, se despidió con la mano y entró en el hotel. Gray bajó con brío hasta el puerto, donde lo esperaba la lancha con un miembro de la tripulación. Fue sonriendo todo el camino hasta el barco, y seguía sonriendo cuando Charlie lo vio subir a bordo. Era la una, y lo estaban esperando para comer.
– Mucho tiempo has pasado en una iglesia con una mujer que apenas conoces -comentó Charlie con gesto pícaro al ver a su viejo amigo. -¿Te has declarado?
– A lo mejor debería haberlo hecho, pero resulta que no. Además, tiene dos niños, y sabes que detesto a los niños.
Charlie se echó a reír ante semejante respuesta, y no pudo tomársela en serio.
– No son niños, son adultos. Además, Sylvia vive en Nueva York, y los chicos en Italia e Inglaterra. Creo que estás a salvo. -Sí, puede, pero los hijos siempre siguen siendo hijos, tengan la edad que tengan.
Los asuntos familiares no era precisamente lo que más le gustaba a Gray, y Charlie lo sabía. Gray les dijo lo de la invitación a cenar aquella noche, y a todos les pareció bien, pero Adam se puso más serio que Charlie con Gray.
– ¿Habéis empezado a enrollaros o algo? -le preguntó con aire suspicaz.
Gray hizo como si se lo tomara a broma. No estaba dispuesto a compartir sus sentimientos con ellos. Todavía no había pasado nada. Le gustaba Sylvia, y esperaba que también él a ella. No había nada que decir.
– Ojalá. Tiene unas piernas preciosas, pero un defecto imperdonable, desde mi punto de vista.
– ¿Y en qué consiste? -preguntó Charlie con mucho interés. Los defectos de las mujeres lo fascinaban, lo obsesionaban.
– Está cuerda. Me temo que no es mi tipo.
– Ya lo sabía yo -apostilló Adam.
Gray les dijo que el grupo de amigos de Sylvia salía hacia Cerdeña al día siguiente, algo que también les gustó. Portofino era muy agradable, pero todos coincidieron en que resultaría menos divertido cuando los demás se marcharan. Charlie propuso que zarparan aquella noche después de cenar. Si partían a medianoche, podían llegar a Cerdeña la noche siguiente, a la hora de cenar. Sería divertido volver a ver a aquel grupo en Porto Cervo y pasarían un fin de semana estupendo. Y, en caso de que cambiara de opinión, Adam tendría una oportunidad más de hacer otra intentona con la sobrina de Sylvia. Pero, aun sin eso, disfrutarían de la compañía del grupo. Encajaban estupendamente.
Charlie explicó los planes al capitán, quien accedió a organizar a la tripulación. Las travesías nocturnas eran más cómodas para los pasajeros, pero más duras para la tripulación, a pesar de lo cual las hacían con frecuencia. El capitán dijo que dormiría mientras Charlie y sus invitados cenaban y que zarparían en cuanto volvieran a bordo. Llegarían a Cerdeña al día siguiente, con tiempo de sobra para la cena.
Gray se lo contó a Sylvia aquella noche, y ella le sonrió, preguntándose qué les habría dicho a los demás y un poco avergonzada por la atracción que sentía hacía él. Hacía años que no sentía nada parecido, y no estaba dispuesta a que Gray se enterase, pero se daba cuenta de que sus sentimientos eran correspondidos, que a él también le gustaba. Volvía a sentirse como una niña.
Después de cenar pasaron un buen rato. Sylvia estaba sentada enfrente de Gray, pero nada de lo que dijo ni de lo que hizo desveló lo que sentía por él. Cuando se despidieron le dio un beso en ambas mejillas, como a los otros dos, y quedaron en verse para cenar en el Club Náutico de Porto Cervo la noche siguiente. Gray se volvió a mirarla mientras se alejaban, pero ella no. Iba hablando animadamente con su sobrina; se pararon a comprar un helado en la plaza, y Gray volvió a observar que Sylvia tenía un cuerpo precioso. Y además, un cerebro extraordinario. No sabía qué le gustaba más.
– Le gustas -comentó Adam mientras subían a la lancha.
Le recordaba la época del instituto, y Charlie se rió de los dos.
– A mí también me gusta -replicó Gray como sin darle importancia al sentarse y mirar hacia el Blue Moon, que los estaba esperando.
– Quiero decir que le gustas de verdad. Creo que quiere irse a la cama contigo.
– No es esa clase de mujer-replicó Gray impertérrito, queriendo proteger a Sylvia de los comentarios de Adam. De repente le parecieron irrespetuosos.
– A mí no me vengas con esas. Es una mujer muy guapa, y con alguien tendrá que acostarse. Podrías ser tú perfectamente. ¿O te parece demasiado mayor? -preguntó Adam, y Gray negó con la cabeza.
– No es que sea demasiado mayor, sino que está demasiado cuerda. Ya te lo he dicho.
– Sí, supongo que sí. Pero incluso a las mujeres cuerdas les gusta que se las tire alguien.
– Lo tendré en cuenta, por si acaso conozco a otra -repuso Gray, sonriendo a Charlie, que lo observaba con interés. También él empezaba a preguntarse si habría algo entre ellos.
– No te preocupes. No la vas a conocer.
Adam se echó a reír mientras los tres subían a bordo del Blue Moon. Después, Charlie les sirvió una copa de coñac antes de acostarse. Mientras estaban sentados en la popa, la tripulación levó anclas y zarparon. Gray se quedó un rato contemplando el rielar de la luna sobre el agua, pensando en Sylvia en su habitación del hotel y deseando estar allí. No creía que pudiera tener tanta suerte como para que le ocurriese una cosa así, pero a lo mejor algún día sí. En primer lugar habían quedado para tomar tortitas y helado en Nueva York. Y después… quién sabe. Antes, el fin de semana en Cerdeña. Por primera vez desde hacía mucho tiempo volvía a sentirse como un chaval. Un chaval de cincuenta y un años, con una chica de cuarenta y nueve absolutamente increíble.
CAPÍTULO 04
En Cerdeña lo pasaron tan bien como esperaban, con Sylvia y sus amigos. Se les unieron otras dos parejas italianas en Porto Cervo, y Charlie los invitó a todos al barco, a almorzar y cenar, a hacer esquí acuático y nadar. Gray y Sylvia tuvieron la oportunidad de conocerse mejor, aun con todos los demás a su alrededor. Y, tras observarlos durante todo el fin de semana, Adam llegó a la conclusión de que solo eran amigos. Charlie no estaba tan convencido, pero se guardó de expresar sus opiniones. Sabía que si Gray quería contarle algo, lo haría. También él habló bastante con Sylvia. Hablaron sobre la fundación de Charlie, sobre la galería de Sylvia y los pintores a los que representaba. Saltaba a la vista que le encantaba su trabajo, y también que le gustaba su amigo Gray, Y que a Gray le gustaba ella. Charlaron tranquilamente en varias ocasiones, nadaron juntos, bailaron en discotecas y se rieron mucho. Al acabar el fin de semana, todos se consideraban grandes amigos. Y cuando Sylvia y su grupo se marcharon, Charlie y sus dos amigos se fueron a Córcega un par de días. Estaban un poco hartos de Cerdeña, y además, no habría sido tan divertido sin los demás. Gray habló con Sylvia antes de que ella tomara el barco, y le dijo que la llamaría en cuanto volviera a Nueva York. Ella le sonrió, le dio un abrazo y les deseó buen viaje a todos.
De Córcega fueron a Isquia, y a continuación a Capri. Después subieron por la costa occidental de Italia, volvieron a la Riviera francesa a pasar la última semana y fondearon en Antibes. Fue increíble, como siempre que estaban juntos. Fueron a restaurantes y discotecas, pasearon, nadaron, fueron de tiendas, conocieron gente, bailaron con muchas mujeres y se hicieron amigos de desconocidos. Y una de las últimas noches cenaron en el Edén Roe. Todos coincidieron en que había sido un viaje perfecto.
– Deberías venir a San Bartolomé este invierno -le dijo Adam a Gray. Él siempre iba a pasar una semana o dos con Charlie por Año Nuevo. Gray decía que a él le bastaba con un mes en el barco durante el verano, y todos sabían por qué detestaba el Caribe. Le traía malos recuerdos.
– A lo mejor algún día -respondió Gray, y Charlie dijo que ojalá lo hiciera.
La última noche siempre resultaba un poco nostálgica; no les gustaba nada tener que despedirse y volver a la vida real. Adam iba a pasar una semana en Londres con Amanda y Jacob, y los iba a llevar un fin de semana a París, donde se alojarían en el Ritz. Supondría una suave transición tras la vida de lujo en el Blue Moon. Gray iría en avión de Niza a Nueva York, sin escalas, lo que iba a suponerle un cambio tremendo: volver a su estudio en un edificio sin ascensor en el antiguo distrito del Matadero, que se había puesto de moda, a pesar de lo cual su casa seguía siendo tan incómoda como siempre. Pero al menos era barata. Estaba deseando volver para llamar a Sylvia. Pensó en llamarla desde el barco, pero no quería hacer llamadas caras a costa de Charlie, porque le parecía una grosería. Sabía que había vuelto la semana anterior, tras el viaje a Sicilia con sus hijos. Charlie se iba a quedar en Francia otras tres semanas, en el barco, para disfrutar de la soledad, pero siempre se sentía solo cuando sus dos amigos se marchaban. No le gustaba verlos partir.
Por la mañana Gray y Adam fueron al aeropuerto en la limusina que había alquilado el sobrecargo. Charlie los saludó con la mano desde la popa, triste por su marcha. Eran sus mejores amigos, buenas personas. A pesar de sus rarezas y sus cuelgues, de los comentarios de Adam sobre las mujeres y su debilidad por las jovencitas, Charlie sabía que los dos eran buena gente y a él le importaban mucho, corno él a ellos. Habría hecho cualquier cosa por ellos, y sabía que sus amigos también por él. Eran como los tres mosqueteros, uno para todos y todos para uno. Adam llamó a Charlie desde Londres para darle las gracias por el fantástico viaje, y al día siguiente Gray le envió un correo electrónico para decirle otro tanto. Había sido el mejor viaje, sin duda alguna. Por increíble que parezca, sus viajes mejoraban todos los años. Conocían gente fantástica, iban a sitios fabulosos y cada año disfrutaban más de su mutua compañía. Gracias a eso, Charlie pensaba a veces que no le iría tan mal en la vida si no llegaba a conocer a la mujer adecuada. Si tal era el caso, al menos tendría como amigos a dos hombres extraordinarios. La vida podía ser peor.
Pasó las dos últimas semanas en el barco atendiendo asuntos con el ordenador, preparando reuniones que se celebrarían tras su regreso y elaborando una lista de cosas de las que debía encargarse el capitán para el mantenimiento del barco. En noviembre harían el crucero por el Caribe, y a Charlie le habría encantado ir. Lo relajaba mucho, pero aquel año tenía demasiadas cosas entre manos. La fundación había donado casi un millón de dólares a una nueva casa de acogida para niños, y quería ver cómo se gastaba. Cuando al fin dejó el barco, la tercera semana de septiembre, ya estaba preparado para todo. Quería ver a sus amigos y volver a su despacho. Había estado fuera casi tres meses. Era hora de volver a casa, aunque no supiera muy bien qué significaba eso. En realidad, significaba un apartamento vacío, un despacho en el que conservar las tradiciones de su familia, asistir a juntas y reuniones, pasar tiempo con sus amigos y asistir a cenas y actos culturales. Nunca significaba una persona que lo estuviera esperando, ni nadie con quien compartir su vida. Cada vez parecía menos probable que fuera a encontrar a esa persona, pero incluso si no la encontraba, tenía que volver a casa. No tenía otro sitio adonde ir. No podía esconderse de la realidad continuamente, refugiado en su barco. Y, además, Gray y Adam estaban en Nueva York. Los llamaría en cuanto volviera allí, a ver si querían ir a cenar a algún sitio. Al fin y al cabo, ellos eran como volver a casa, los hermanos que quería, y se sentía agradecido de tenerlos.
El vuelo hasta Nueva York transcurrió sin incidentes y, a diferencia de Adam, Charlie viajó en avión comercial. Le parecía que no valía la pena comprarse un avión. Adam viajaba más que él, y en su caso tenía sentido. Por el itinerario que le había enviado la secretaria de Adam, sabía que su amigo volvía aquella noche a Nueva York. Había pasado una semana en Las Vegas, tras el viaje por Europa con sus hijos. Charlie había recibido un correo electrónico de Adam en el que le preguntaba si quería asistir a un concierto con él la semana siguiente. Iba a ser uno de esos macro-conciertos que a Charlie le encantaban y que Adam detestaba, o eso decía, y le respondió con un correo electrónico, diciéndole que quería ir. Adam le contestó que se alegraba.
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