– Porque hoy es el principio… es cuando empezamos… donde empieza todo. A partir de hoy, ninguno de los dos volverá a ser igual que antes. -La miró, le quitó las rosas y las dejó en la mesa de al lado. Después la tomó entre sus brazos, la besó y la abrazó. Notó que estaba temblando y la miró. -Quiero que seas feliz -dijo con dulzura. -Quiero que esto sea bueno para los dos.

Con el tiempo, quería compensarla por todo el dolor y las decepciones que había sufrido, compensar las afrentas y el absurdo de su propia vida. Era la oportunidad para hacerlo bien y para cambiar las cosas para los dos.

Sylvia colocó las rosas en un jarrón y lo puso en una mesa del salón.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó mientras volvía a la cocina.

Gray la siguió y se quedó en la puerta, sonriendo. Sylvia estaba preciosa. Llevaba camisa blanca y vaqueros, y sin decir palabra Gray se acercó a ella y empezó a desabotonarle la camisa. Ella se quedó inmóvil, mirándolo. Gray le quitó la camisa delicadamente de los hombros, la dejó caer sobre una silla y se quedó admirando a Sylvia como si fuera una obra de arte o un cuadro que acabara de pintar. Era perfecta. Su piel no mostraba ninguno de los signos de la edad, y su cuerpo era joven, duro y atlético. Hacía tiempo que nadie lo veía. No había habido ningún hombre que reflejase lo que ella era o sentía, ni que se preocupara por lo que necesitaba o deseaba. Sylvia tenía la sensación de llevar miles de años sola, y de repente se le unía Gray. Era como compartir con él un viaje de destino desconocido, pero lo habían iniciado juntos, como compañeros.

Gray la tomó de la mano y la llevó lentamente a su dormitorio. Se tendieron en la cama juntos y se quitaron mutuamente la ropa, con delicadeza. Desnudos, Gray empezó a besarla, mientras la exploraba lentamente y ella lo descubría con las manos y después con los labios. Lo que Gray hizo era fascinante, y el largo y lento despliegue de su deseo por ella le habría resultado insoportable de no ser porque era exactamente lo que Sylvia deseaba. Gray sabía perfectamente qué hacer, dónde ir y cómo llegar hasta allí, como si la conociera desde siempre. Era como una danza que siempre habían sabido bailar juntos, con sus ritmos perfectamente armonizados, sus cuerpos acoplados como dos mitades de un todo*. El tiempo pareció detenerse; de repente todo empezó a moverse rápidamente hasta que los dos saltaron juntos hasta la estratosfera, y Sylvia se quedó entre los brazos de Gray, en silencio, sonriendo y besándole.

– Gracias -susurró, y Gray la estrechó entre sus brazos. Sus cuerpos seguían entrelazados, y le sonrió.

– Llevaba toda una vida esperándote -dijo Gray en un susurro. -No sabía dónde estabas… pero siempre he sabido que estabas en alguna parte.

Ella no había sido tan lista; hacía años que había perdido la esperanza de encontrarlo. Había llegado a convencerse de que estaba condenada a pasar sola el resto de su vida. Gray era un regalo que había dejado de esperar hacía tiempo, y que ni siquiera sabía que aún quería. Y de repente estaba allí, en su vida, en su cabeza, en su corazón, en su cama y en cada pliegue de su cuerpo. Gray había pasado a formar parte de su ser para siempre.

Siguieron en la cama hasta que se quedaron dormidos y se despertaron horas más tarde, relajados, saciados, felices. Fueron a la cocina y prepararon juntos la comida, desnudos. Sylvia no sentía ninguna vergüenza con él, ni tampoco Gray con ella, y aunque sus cuerpos ya no eran tan perfectos como antes, se sentían totalmente cómodos el uno con el otro. Llevaron la comida a la cama y no pararon de charlar y reír. Todo entre ellos resultaba sencillo y divertido.

Después se ducharon juntos, se vistieron y dieron un largo paseo por el SoHo. Entraron en varias tiendas, en varias galerías de arte, compraron helado en la calle y lo compartieron. Cuando volvieron a casa de Sylvia eran las seis, tras haber alquilado dos películas antiguas. Se metieron en la cama, las vieron, hicieron el amor, y a las diez Sylvia se levantó y preparó la cena.

– Me gustaría que vinieras mañana a mi casa -dijo Gray cuando Sylvia volvió a la cama con la cena y le dio su plato. Había preparado huevos revueltos con queso y pan tostado. Era el final perfecto para aquel día especial, un día que ninguno de los dos olvidaría jamás. Y aún les quedaba mucho por descubrir.

– Quiero ver tu obra reciente -dijo Sylvia, volviendo a pensar en todo lo anterior.

– Por eso quiero que vengas.

– Si quieres, voy contigo por la mañana. Tengo que estar en la galería a mediodía, pero antes podemos pasar por tu casa.

– Muy bien -dijo Gray, sonriendo.

Acabaron de cenar, apagaron el televisor y se acurrucaron en la cama, abrazados.

– Gracias, Gray -susurró Sylvia.

Gray ya estaba medio dormido, y se limitó a asentir con la cabeza y a sonreír. Sylvia lo besó con dulzura en la mejilla, se apretó más contra él, y al cabo de pocos minutos ambos dormían profundamente, como niños felices y tranquilos.

CAPÍTULO 07

Sylvia se levantó temprano a la mañana siguiente. Al despertarse y ver a Gray dormido a su lado, se sobresaltó, pero enseguida se acurrucó más contra él, sonriendo al rememorar lo sucedido. Si ocurría algo serio entre ellos, supondría un enorme cambio para ella, y aún más para él. En la vida de Gray nunca había habido una mujer normal, y ella llevaba años sin pareja y sin compañero.

Salió de la cama silenciosamente y fue a ducharse. Lo dejó dormir lo más posible y después preparó el desayuno, Lo despertó para servírselo en la cama, en una bandeja. Menuda diferencia con las mujeres a las que Gray había servido, dado de comer, cuidado o administrado medicación porque eran demasiado irresponsables o estaban demasiado destrozadas para ocuparse de sí mismas. La miró sin dar crédito mientras Sylvia colocaba la bandeja en la cama y lo besaba en un hombro. Gray estaba guapo y sexy, allí tumbado en su cama, incluso todo despeinado. A Sylvia le encantaba su aspecto, tan fuerte, interesante y varonil.

– ¿Me he muerto y estoy en el cielo o es un sueño? -dijo Gray, poniéndose las manos detrás de la cabeza y sonriéndole. -Creo que nunca he desayunado en la cama, a no ser pizza fría con una servilleta de papel.

Sylvia incluso había colocado en la bandeja un jarroncito con una rosa. Le gustaba mimarlo. Llevaba tiempo deseando cuidar a alguien, ocuparse de alguien… Durante la mayor parte de su vida adulta había tenido un marido y unos hijos a los que dedicarse, y ahora todos habían desaparecido. La entusiasmaba la idea de malcriar a Gray.

– Perdona que te despierte -dijo.

Eran las diez, y quería pasar por el estudio de Gray, como habían dicho, antes de ir a trabajar. Gray miró el reloj y se quedó pasmado.

– ¡Dios mío! ¿A qué hora te has levantado?

– Pues como a las siete. No suelo levantarme tarde.

– Ni yo, pero esta noche he dormido como un angelito. -Le sonrió y se levantó para peinarse y cepillarse los dientes. Volvió al cabo de un minuto y se acomodó en la cama con la bandeja. -Me vas a acostumbrar mal, Sylvia. Me voy a poner gordo de tanto hacer el vago.

Sylvia sospechaba que no corría ese peligro. Le gustaba estar con él y hacer cosas para él. Le dio el periódico, que ya había leído, y se fue a la cocina a tomar café con tostadas. Gray echó un vistazo al periódico y lo dejó. Prefería hablar con Sylvia.

Estuvieron charlando mientras desayunaban, y después Gray se preparó para salir. Se dirigieron a su estudio a las once, cogidos de la mano. Sylvia se sentía como una quinceañera con un nuevo romance, pero hacía tanto tiempo que no se sentía así que disfrutaba de cada minuto. Iba sonriendo mientras caminaban bajo el sol de septiembre, y Gray paró un taxi. Había un trayecto muy corto hasta su estudio, y mientras subían los cuatro tramos de escalera del destartalado edificio de piedra rojiza se disculpó por el desorden antes de entrar en el estudio.

– He estado fuera un mes, y la verdad es que ya estaba hecho un asco antes. Francamente, lleva años hecho un asco -dijo con una amplia sonrisa y un poco sofocado al llegar a su rellano. Lo mismo que su vida, pero eso no se lo dijo a Sylvia. Para las mujeres con las que salía, él había sido un pilar de estabilidad; pero, en comparación con Sylvia, era un completo desastre.

Ella dirigía una galería de gran éxito, había mantenido dos largas relaciones, había criado a dos hijos normales y sanos hasta la edad adulta, y todo en su vida y su apartamento era impecable, y estaba limpio como los chorros del oro. Cuando Gray abrió la puerta de su apartamento, apenas pudieron entrar. Les impedía el paso una maleta, había paquetes que el conserje había dejado por todos lados y un montón de sobres que se habían caído y desparramado por el suelo. Los recibos que había pagado el día anterior estaban abiertos y desordenados sobre una mesa. Había ropa en el sofá, las plantas se habían secado y todo parecía viejo. Sin embargo, tenía un agradable aire masculino. Los muebles no estaban mal, aunque la tapicería estaba raída. Lo había comprado todo de segunda mano. Había una mesa de comedor redonda en un rincón de la habitación, donde a veces cenaba con sus amigos, y detrás de ella lo que en su día había sido el comedor, transformado en estudio. Para eso había ido Sylvia.

Se dirigió directamente allí mientras Gray intentaba en vano poner un poco de orden, pero comprendió que era inútil. La siguió y se quedó observando su reacción ante la obra que tenía allí. Había tres cuadros apoyados en sendos caballetes. Uno estaba casi acabado, otro acababa de empezarlo cuando se había ido de viaje, y estaba reflexionando sobre los cambios del tercero, porque le parecía que no funcionaba. Y tenía al menos otra docena apoyados contra las paredes. Sylvia se quedó pasmada ante la fuerza y la belleza de aquellas obras. Eran figurativas, de gran meticulosidad, oscuras en la mayoría de los casos, con luces extraordinarias. Había uno de una mujer con un vestido de campesina medieval que parecía de un gran maestro. Eran realmente hermosos, y Sylvia se volvió hacia a él con expresión de admiración y respeto. Eran completamente distintos del material que ella exponía en la galería, muy de moda, joven y nuevo. Sentía verdadera pasión por los artistas emergentes, y lo que ella ofrecía resultaba fácil de ver y divertido para vivir. También vendía las obras de jóvenes pintores de mucho éxito, pero ninguno tenía la técnica, la maestría ni la pericia que mostraba Gray en sus cuadros. Sabía que Gray era un pintor de primera categoría, pero lo que veía en su obra era madurez, conocimiento y una infinita capacidad. Se puso a su lado, deseosa de absorberlo todo, de beberlo todo.

– ¡Es absolutamente increíble! -Comprendió por qué solo pintaba dos o tres cuadros al año. Incluso si trabajaba en varios a la vez, como hacían la mayoría de los pintores, debía de llevarle meses enteros, incluso años, terminar cada uno. -Me he quedado con la boca abierta.

A Gray le encantó su reacción. Había una marina fascinante, con la luz del sol reflejada sobre el agua al final del día. Daban ganas de quedarse allí contemplándola para siempre. Sylvia comprendió que Gray necesitaba un galerista importante que viera su obra y lo representase, pero no su galería. Gray sabía qué clase de cuadros vendía Sylvia, pero quería que viera los suyos para que supiera lo que hacía. Sentía gran respeto por sus conocimientos de historia del arte e incluso de arte moderno. Sabía que si reaccionaba favorablemente, a él lo halagaría enormemente. Y tanto si le gustaba como si no, era lo que hacía.

– Tienes que encontrar una galería que te represente, Gray -dijo Sylvia con gravedad. Gray le había dicho que llevaba casi tres años sin que nadie lo representara. Vendía sus cuadros a personas que ya le habían comprado otros y a amigos, como Charlie, que le había comprado vanos y también pensaba que eran muy buenos. -Es un crimen que estos cuadros se queden aquí, sin hogar. -Había montones apoyados contra las paredes.

– Detesto a todos los galeristas que conozco. Les importa un comino la obra. Solo les interesa el dinero. ¿Por qué les voy a dar mis cuadros? No se trata del dinero, al menos para mí.

Sylvia lo veía claramente por cómo vivía.

– Pero tienes que comer -lo reprendió con dulzura. -Y no todos los galeristas son tan codiciosos ni tan irresponsables. A algunos les interesa de verdad lo que hacen. A mí, por ejemplo. Quizá yo no venda obras de este calibre, ni de tanta maestría, pero creo en lo que expongo, y en mis artistas. A su manera, también ellos tienen un enorme talento, solo que lo expresan de un modo distinto del tuyo.

– Sé que te importa. Lo llevas escrito en la cara, y por eso quería que vieras mis cuadros. Si fueras como los demás, no te habría invitado aquí. Y además, si fueras como los demás, tampoco me estaría enamorando de ti.