Gray no lo tenía tan claro. Mientras se dirigía a su casa fue pensándolo. Aquella comida había supuesto un duro golpe no solo para Charlie; también para él. «Así habla un auténtico traidor…» Esa frase seguía resonando en sus oídos, una calle tras otra.
Charlie fue pensando en lo que había dicho Gray todo el camino hacia el norte de la ciudad. Tuvo tiempo de sobra para pensar hasta su cita en el centro de acogida infantil que acababan de fundar, en el corazón mismo de Harlem. Aún no daba crédito a las palabras que había pronunciado Gray, y muchas de ellas habían dado en el blanco más de lo que estaba dispuesto a reconocer. Últimamente tenía las mismas preocupaciones y las mismas dudas que Gray ante la posibilidad de morir solo, pero no era capaz de hablar sobre esos temores con nadie, salvo con su terapeuta. Adam era demasiado joven para eso, pero Gray no, A sus cuarenta y un años, Adam aún estaba cimentando su carrera y apostando fuerte. Charlie y Gray ya habían llegado a la cúspide e iban cuesta abajo. Charlie ya no se sentía tan seguro de querer descender él solo. Al final, quizá no tuviera otra opción. Envidiaba a Gray más de lo que quería reconocer, por haber encontrado a una mujer dispuesta a acompañarlo en la etapa final del viaje, pero ¿y si no duraba? Probablemente no. Nada dura para siempre.
En eso iba pensando con expresión afligida, recordando la conversación para contársela a su terapeuta, cuando el taxi se detuvo en la dirección que había dado.
– ¿Seguro que es aquí? -preguntó el taxista, preocupado. Charlie iba vestido como para la Quinta Avenida, no para el corazón de Harlem. Llevaba corbata de Hermés, reloj de oro y un traje carísimo, pero no le gustaba ir al Club Náutico hecho un asco.
– Sí, no se preocupe -contestó. Sonrió al taxista y le dio una buena propina.
– ¿Quiere que lo espere? ¿O que vuelva? -No le gustaba la idea de dejarlo allí.
– Muchas gracias, no hace falta.
Volvió a sonreír e intentó quitarse de la cabeza la conversación con Gray mientras miraba el edificio. Necesitaba reparaciones con urgencia. El millón de dólares de la fundación podía servir de mucho, o eso esperaba.
Muy a su pesar siguió pensando en Gray mientras se dirigía a la puerta. Lo peor era que tenía la sensación de estar perdiéndolo en manos de Sylvia. No soportaba tener que reconocer que sentía celos de ella, pero en el fondo lo sabía. No quería perder a su mejor amigo y que quedara en manos de una mujer que era como un torbellino arrollador, como Gray la había definido -el torbellino, no lo de arrollador, -simplemente porque tuviera contactos para encontrarle una galería. Saltaba a la vista que le estaba dorando la píldora y que algo quería de él. Y si era lo bastante manipuladora, aunque Charlie esperaba que no fuera así, podía reventar su amistad, hacer que Charlie desapareciera para siempre. Lo que más temía era perder a su amigo. Muerte por matrimonio, o cohabitación, o por pasar las noches en su casa, o lo que demonios hubiera dicho Gray. No se fiaba de Sylvia. Gray ya daba la impresión de estar poseído. Ella le estaba lavando el cerebro, y lo peor era que algunas cosas que le había dicho Gray tenían sentido, incluso demasiado, sobre todo lo referente a él. Eso tenía que haber salido de ella. Gray jamás le habría hablado en esos términos por sí mismo. Jamás. Ella lo había puesto patas arriba, y a Charlie no le gustaba un pelo.
Se quedó un buen rato ante la puerta del centro infantil después de haber llamado al timbre. Al fin fue a abrir un joven con barba, vaqueros y camiseta. Era afroamericano, con una amplia sonrisa blanca y aterciopelados ojos de color chocolate. Hablaba en el tono cantarín del Caribe.
– Hola. ¿Qué desea?
Miró a Charlie como si fuera un marciano. Al centro nunca llegaba nadie vestido así. El joven consiguió disimular su regocijo y lo invitó a entrar.
– Tengo una cita con Carole Parker -le explicó Charlie. Era la directora del centro. Charlie solo sabía de ella que era trabajadora social y que tenía excelentes referencias. Había estudiado en Princeton, se había licenciado por Columbia y estaba haciendo el doctorado. Su especialidad y campo de trabajo eran los niños maltratados.
El centro era una casa de acogida para niños maltratados y sus madres; pero, a diferencia de otras fundaciones, giraba en torno a los niños más que a las madres. Allí no se podían quedar mujeres maltratadas sin hijos ni mujeres cuyos hijos no hubieran sufrido malos tratos. Charlie sabía que estaban realizando un estudio, conjuntamente con la Universidad de Nueva York, para la prevención del maltrato infantil en lugar de limitarse a aplicar un bálsamo a las consecuencias. Había diez personas que ' trabajaban a tiempo completo, seis a tiempo parcial, casi siempre en el turno de noche y en su mayoría titulados universitarios, dos psiquiatras que colaboraban estrechamente con ellas y multitud de voluntarios, muchos de ellos adolescentes de zonas deprimidas que habían sufrido abusos. Era un nuevo concepto para que los supervivientes de abusos ayudaran a quienes aún los soportaban. A Charlie le gustaba todo lo que había leído al respecto. Parker había abierto el centro hacía tres años, cuando había obtenido la licenciatura. Tenía pensado ser psicóloga y especializarse en problemas urbanos y niños de las zonas deprimidas. Había iniciado el programa con muy poco dinero tras haber recaudado por su cuenta más de un millón de dólares para comprar la casa y ponerla en funcionamiento, y la fundación de Charlie había hecho una donación de la misma cantidad. Por lo que había leído sobre ella, era una joven impresionante, y además de eso solo sabía que tenía treinta y cuatro años. No tenía ni idea de qué aspecto tenía y solo había hablado con ella por teléfono. Entonces le pareció profesional, pero también amable y cálida. Lo había invitado a ir a ver el centro y le había prometido enseñárselo ella misma. Todo lo escrito sobre el papel cuadraba de momento, incluyendo a la directora. Era joven, pero al parecer muy competente. Las referencias que había enviado al consejo directivo de la fundación eran extraordinarias, algunas de ellas de las personalidades más importantes de Nueva York. Aparte de su formación y su profesionalidad, tenía contactos muy importantes. Hasta el propio alcalde daba buenas referencias de ella. Conocía a muchas personas, a quienes había impresionado favorablemente mientras iba organizando el centro.
El joven llevó a Charlie hasta una pequeña sala de espera destartalada y le ofreció una taza de café, pero Charlie declinó la invitación. Ya había bebido bastante con Gray durante la comida, y aún lo tenía casi todo atragantado, pero mientras esperaba a la directora se obligó a sí mismo a quitárselo de la cabeza.
Miró a la gente que pasaba por delante de la puerta de la sala de espera, que había quedado abierta. Eran mujeres, niños, adolescentes con camisetas que los identificaban como voluntarios. En el patio estaban jugando al baloncesto, y se fijó en un cartel en el que se invitaba a las mujeres del barrio a asistir a una reunión dos veces a la semana para hablar sobre la prevención de los malos tratos a los niños. No sabía qué incidencia habría tenido en la comunidad hasta entonces, pero al menos en el centro estaban haciendo lo que decían que iban a hacer. Mientras observaba a los niños lanzar el balón por el aro se abrió una puerta y entró una mujer alta y rubia que se quedó mirando a Charlie. Llevaba vaqueros, zapatillas de deporte y la camiseta del centro. Al levantarse para estrecharle la mano, Charlie se dio cuenta de que era casi tan alta como él. Era escultural, de más de metro ochenta y rostro aristocrático. Parecía más una modelo que una trabajadora social. Sonrió al saludarlo, pero con una actitud formal y un tanto distante. Necesitaban el dinero que les había dado la fundación, pero iba contra sus principios arrastrarse ante nadie, aun sabiendo que eso podría servir de ayuda. No le gustaba estar a las órdenes de nadie, y no sabía qué esperaba Charlie de ella. Parecía un poco desconfiada y a la defensiva cuando lo invitó a entrar en su despacho.
Había carteles y calendarios, notas, anuncios y advertencias al personal por todas partes, números de teléfono para ayuda a suicidas, para intoxicaciones, un diagrama que mostraba cómo hacer la maniobra de Heimlich para evitar asfixias. Había una estantería repleta de libros de consulta, y al menos la mitad estaban en el suelo. Tenía la mesa atestada, la bandeja de asuntos pendientes llena a rebosar, y fotografías enmarcadas de los niños que habían pasado por el centro en un momento dado. Desde luego, en aquel despacho se trabajaba. Charlie sabía que Parker dirigía personalmente todos los grupos comunitarios e infantiles. El único que no dirigía era el de madres maltratadas. Había una mujer de la comunidad que había recibido formación adecuada y se dedicaba a eso. Carole Parker se encargaba prácticamente de todo lo demás, salvo fregar el suelo y cocinar. En su curriculum decía que estaba dispuesta a hacerlo en cualquier momento, y lo había hecho. Era una de esas mujeres sobre las que resultaba interesante leer cosas, pero que podía intimidar. Charlie aún no había llegado a ninguna conclusión al respecto. Impresionaba, desde luego, pero cuando se sentó le sonrió con expresión cálida. Tenía ojos azules grandes y penetrantes, como los de una muñeca.
– Así que ha venido a comprobar qué tal vamos, señor Harrington.
Pero tenía que reconocer que por un millón de dólares tenía derecho a hacerlo. La fundación les había dado exactamente 975.000 dólares, la cantidad que ella había pedido. No había tenido valor para pedir un millón entero. Les había pedido que igualaran la cantidad reunida por ella durante los últimos tres años. Se quedó pasmada cuando la fundación le notificó que su solicitud había sido aprobada. Se había dirigido al menos a otras seis fundaciones al mismo tiempo, y todas habían rechazado su solicitud, diciendo que querían comprobar la marcha del centro durante un año antes de hacer donaciones al proyecto. Así que estaba agradecida a Charlie, pero siempre se sentía como un mono de feria cuando la gente que daba dinero iba a echar un vistazo. Su tarea consistía en salvar vidas y recomponer niños perjudicados. Eso era lo único que le interesaba. Recaudar fondos era un mal necesario, pero no le hacía ninguna gracia. Detestaba tener que conquistar a la gente para sacarles dinero. A ella siempre le había resultado suficientemente convincente la acuciante necesidad de las personas a cuyo servicio estaba. Detestaba tener que convencer a otros que llevaban una vida fácil. ¿Qué podían ellos saber de una niña de cinco años a quien le habían echado lejía en los ojos y habían dejado ciega para toda la vida o de un chico a quien su madre le había puesto la plancha caliente en la cara o de la niña de doce años a quien su padre violaba constantemente y le apagaba cigarrillos en el pecho? ¿Qué hacía falta para convencer a la gente de que esos niños necesitaban ayuda?
Charlie no sabía qué iba a decirle Carole Parker, pero vio la pasión en sus ojos y cierta censura cuando miró de pasada su traje bien cortado, la corbata cara y el reloj de oro. La cantidad que había gastado en todo aquello podría haberse utilizado con más provecho. Charlie le leyó el pensamiento y se sintió como un imbécil por haber ido allí de tal guisa.
– Siento no haber venido vestido para la ocasión, pero es que tenía un almuerzo de trabajo en el centro.
No era verdad, pero no podía ir al Club Náutico vestido como ella, en vaqueros, camiseta y zapatillas de deporte. Mientras se lo explicaba se quitó la chaqueta, se desabotonó los puños y se subió las mangas de la camisa, se quitó la corbata y se la guardó en un bolsillo. No mejoró mucho, pero al menos lo había intentado, y ella sonrió.
– Perdone -dijo Carole Parker. -Las relaciones públicas no son mi fuerte. No se me da bien ponerle la alfombra roja a los vips. Para empezar, no tenemos, y si la tuviéramos, yo no tendría tiempo de desenrollarla.
Tenía el pelo largo y lo llevaba recogido en una gruesa coleta que le colgaba por la espalda. Parecía casi una vikinga, allí sentada, con las largas piernas estiradas bajo la mesa. Parecía cualquier cosa menos una trabajadora social, pero eso decían sus credenciales. Y entonces Charlie recordó que había ido a Princeton, y esperando romper el hielo le dijo que él también.
– A mí me gustó más Columbia -replicó ella con naturalidad, sin importarle que hubieran estudiado en el mismo sitio. -Había más honradez. En Princeton hay demasiadas tonterías para mi gusto. Allí la gente no piensa más que en la historia de la institución. A mí me dio la impresión de que les interesaba mucho más el pasado que el futuro.
– No me lo había planteado -dijo Charlie con prudencia, pero impresionado por las palabras de Carole Parker. En cierto sentido, era tan seria e intimidatoria como se temía, pero en otros aspectos no. -¿Pertenecía usted a algún club gastronómico? -preguntó, aún con la esperanza de marcarse un tanto ante ella o de descubrir algo en común.
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