– Sí -contestó Carole, avergonzada. -Estaba en el Cottage. -Hizo una pausa y le sonrió con complicidad. Conocía a aquella clase de hombres aristocráticos que tanto abundaban en Princeton. -Y usted en el Ivy.
En ese club no aceptaban a las mujeres cuando ella estaba allí. Entonces detestaba a los chicos que pertenecían al Ivy, pero ahora simplemente le parecía inmaduro y absurdo. Sonrió cuando Charlie asintió con la cabeza.
– No voy a decir una estupidez como «¿Cómo lo ha adivinado?» -Saltaba a la vista que conocía a los hombres de su clase, pero no sabía nada más de él. -¿Hay alguna posibilidad de que me perdone?
– Sí -contestó ella riendo, y de repente pareció más joven. No llevaba maquillaje, de hecho nunca se molestaba en maquillarse en el centro infantil. Tenía demasiadas cosas que hacer para preocuparse de detalles y vanidades. -Por 975.000 dólares de su fundación puedo perdonarle prácticamente cualquier cosa, siempre que no maltrate a sus hijos.
– No tengo hijos. Así que al menos no soy culpable de eso. Notaba que no le caía bien, e inmediatamente se tomó como un reto cambiar aquello. Al fin y al cabo, era una mujer muy guapa, por muchos títulos universitarios que tuviera. Y pocas mujeres se resistían a los encantos de Charlie cuando decidía sacarlos a relucir. Todavía no estaba seguro de que Carole Parker mereciera la pena el esfuerzo. En cierto sentido parecía una persona endurecida. Era políticamente correcta, hasta la médula, y notaba que él no. Carole se sorprendió de que no tuviera hijos y recordó vagamente haber oído que no estaba casado. Se preguntó si sería gay. Si Charlie hubiera sabido lo que pensaba, se habría hundido. A ella le daban igual sus preferencias sexuales. Lo único que quería era su dinero, para los niños del centro.
– ¿Le gustaría dar una vuelta por el edificio? -le preguntó cortésmente, levantándose y mirándolo a los ojos.
Con zapatos de tacón debía de ser tan alta como él. Charlie medía uno noventa y dos, y tenía los ojos del mismo color que ella, así como el pelo. Se quedó helado unos segundos al darse cuenta de lo mucho que se parecía a su hermana, e hizo un gran esfuerzo para olvidarlo. Era demasiado perturbador.
Carole no vio la expresión de Charlie cuando este salió del despacho detrás de ella, y durante la hora siguiente lo llevó por todas las habitaciones, todos los despachos, todos los pasillos. Le enseñó el jardín que habían hecho los niños en la azotea, y le presentó a muchos de ellos. Le presentó a Gabby y a su perro lazarillo, y le dijo que su fundación había adquirido el perro, al que estaban adiestrando. Gabby había puesto al gran labrador negro el nombre de Zorro. Charlie le dio unas palmaditas agachando la cabeza, para que Carole no viera las lágrimas en sus ojos. Las historias que Carole le contó cuando no estaban los niños eran desgarradoras. Escucharon unos minutos a un grupo en plena reunión y a Charlie le impresionó profundamente lo que oyó. Normalmente Carole dirigía el grupo, pero se había tomado la tarde libre para acompañar a Charlie, algo que casi siempre le parecía una pérdida de tiempo. Pensaba que era mejor dedicar todo su tiempo a los niños.
Le presentó a los voluntarios, que trabajaban a fondo en terapia ocupacional con los niños más pequeños y en un programa de lectura para quienes habían llegado al instituto sin saber leer ni escribir. Charlie recordó haber visto algo del programa en el folleto del centro, y también que Carole había ganado un premio nacional por los resultados obtenidos hasta entonces. Todos los niños en régimen externo salían alfabetizados del centro al cabo de un año, y se invitaba a los padres a que participaran en el programa de lectura para adultos. También ofrecían orientación y terapia para niños y adultos.
Carole lo llevó hasta el último rincón, le presentó a todo el mundo, incluyendo a su ayudante, Tygue, el joven que le había abierto la puerta. Carole le dijo que tenía un préstamo de Yale para el programa de doctorado. Había reunido a personas increíbles para que trabajaran con ella, a muchas de las cuales conocía de antes, mientras que a otras las había encontrado sobre la marcha. Le contó que Tygue y ella habían realizado el máster de trabajo social juntos. Después ella abrió el centro y él fue a Yale a continuar con sus estudios. Tygue había nacido en Jamaica, y a Charlie le encantaba oírlo hablar. Tras charlar con él, Carole lo acompañó a su despacho. Charlie parecía agotado.
– No sé qué decirle -dijo con expresión humilde. -Es un sitio extraordinario. Ha hecho un trabajo maravilloso. ¿Cómo ha organizado todo esto?
Estaba conmovido por lo que Carole había conseguido, y aunque al principio se hubiera puesto de mal genio y hubiera tenido una actitud despectiva con él por lo del club gastronómico, no cabía duda de que era un ser humano excepcional. Mucho más que él, pensó. A los treinta y cuatro años había creado un lugar que literalmente cambiaba de arriba abajo la vida de la gente y suponía una gran mejora para los seres humanos, jóvenes y viejos. El estuvo tan pendiente de todas y cada una de las palabras de Carole durante la visita que se olvidó por completo de conquistarla. Por el contrario, ella lo dejó patidifuso, no por sus encantos ni su extraordinaria belleza, sino por su incansable trabajo y sus logros. El centro que había creado, por destartalado que estuviera aún, era asombroso.
– Ha sido mi sueño desde pequeña -dijo Carole con sencillez. -Empecé a ahorrar cada centavo que ganaba desde los quince años. Cuando era adolescente servía mesas, cortaba el césped, vendía revistas, daba clases de natación, hacía todo lo posible para que este lugar llegara a existir, y al final lo conseguí. Ahorré unos tres mil dólares, incluyendo el dinero que gané en la bolsa más adelante. Lo demás se lo saqué a la gente, hasta que reuní suficiente para dar una entrada por el edificio. Al principio nos llegaba el dinero por los pelos, pero ya no va a ser así, gracias a su fundación -añadió agradecida. -Siento no haber sido muy amable al principio. Detesto tener que justificar lo que hacernos. Sé que estamos realizando una gran labor, pero a veces la gente que viene aquí no lo ve, o no comprende el valor de lo que hacemos. Al ver el traje y el reloj -dijo avergonzada, -supuse que usted no lo entendería. Ha sido una estupidez. Me temo que tengo prejuicios contra las personas que han ido a Princeton, incluida yo. Somos unos privilegiados y no nos damos cuenta. Lo que veo aquí es la realidad. Lo demás no es real, o al menos no para mí.
Charlie asintió. No sabía qué decir ante una mujer que imponía tanto, que inspiraba tanto respeto. No se sentía intimidado ni acobardado, pero sí le inspiraba un gran respeto. De repente también se avergonzó del traje y el reloj, y lo señaló como excusándose.
– Le prometo que voy a tirarlo por la ventanilla cuando vaya hacía casa.
– No hace falta. -Carole se rió con franqueza. -Probablemente se lo quitará de la muñeca uno de nuestros vecinos. Le diré a Tygue que lo acompañe. Si no, no llegaría ni al bordillo de la acera.
– Soy más duro de lo que parezco -dijo Charlie, sonriéndole.
Carole tenía una actitud mucho más cálida. Al fin y al cabo, a pesar del club gastronómico al que había pertenecido, Charlie le había dado casi un millón de dólares, y ella le estaba agradecida. Pensó si no habría estado un poco dura con él al principio, y llegó a la conclusión de que sí. Detestaba a los tipos como él, que jamás habían visto el otro lado de la vida. Por otra parte, Charlie dirigía una fundación que financiaba varias causas importantes, de modo que no podía ser tan mala persona, por muy malcriado que estuviera. Le habrían dado ganas de vomitar si se hubiera enterado de que Charlie tenía un yate de setenta metros, pero él no se lo había dicho.
– Yo también soy más dura de lo que parezco -dijo con franqueza, -pero en este barrio hay que andarse con cuidado. SÍ vuelve, venga en camiseta y zapatillas de deporte.
Se había fijado en los carísimos zapatos John Lobb, que le habían hecho a medida a Charlie en Hermés.
– Por supuesto -prometió Charlie, y lo dijo en serio, aunque solo fuera para no enfadarla. Prefería sentir que ella lo aceptaba, como parecía en aquel momento. La expresión de sus ojos cuando había entrado era glacial. Ahora las cosas iban mejor, y le gustaba la idea de volver al centro. Así se lo dijo a Carole, que lo acompañó hasta la puerta con Tygue.
– Vuelva cuando quiera -le dijo ella con una cálida sonrisa. Y justo en ese momento Gabby bajó con gran segundad la escalera con Zorro. Iba aferrada al arnés del perro, y reconoció la voz de Carole y de Tygue.
– ¿Qué haces aquí? -preguntó Carole, sorprendida. Los niños no solían bajar, salvo para comer y jugar en el jardín. Todos los despachos estaban en la planta baja, algo más que sensato, sobre todo si a los padres maltratadores les daba por ir a buscar a sus hijos o volver a agredirlos cuando ya estaban bajo la custodia de Carole por orden del juez, como en el caso de Gabby. Arriba estaban más seguros.
– He bajado a ver al señor de la voz tan bonita. Zorro quería decirle adiós.
En aquella ocasión Carole vio las lágrimas en los ojos de Charlie. Por suerte, Gabby no las vio, y Carole le puso una mano en el brazo a Charlie para animarlo. La niña era encantadora, y Charlie se deshizo cuando se aproximó a ellos con una amplia sonrisa.
– Adiós, Zorro -dijo Charlie; le dio unas palmaditas al perro y después acarició delicadamente el pelo de la niña. La miró, sonriendo, pero ella no pudo apreciar la sonrisa, Y nada de lo que Charlie pudiera hacer por ella cambiaría lo que le había pasado, ni el recuerdo ni los resultados. Lo único que había podido hacer era pagar de una forma indirecta por su perro lazarillo. No le parecía en absoluto suficiente, que es lo que normalmente sentía Carole por lo que ella misma hacía. -Cuídalo mucho, Gabby. Es un perro precioso.
– Lo sé -repuso la niña, con una sonrisa que no iba dirigida a nadie en concreto, y se agachó para darle un beso a Zorro en el hocico. -¿Va a volver a vernos? Es usted muy simpático.
– Gracias, Gabby. Tú también eres simpática, y muy guapa. Te prometo que volveré.
Miró a Carole mientras pronunciaba estas palabras, y ella asintió con la cabeza. A pesar de los prejuicios que tenía contra él al principio, empezaba a caerle bien. Seguramente era un ser humano decente; lo malo era que estaba malcriado y tenía mucha suerte. Carole llevaba toda la vida evitando a los hombres como él, pero al menos Charlie se tomaba la molestia de ser un poco diferente, con una diferencia por valor de un millón de dólares. Y también se había tomado la molestia de ir a ver el centro. Y además, a Carole le gustó cómo hablaba a la niña. Era una lástima que no tuviera hijos.
Tygue ya le había encontrado un taxi a Charlie y entró para decirle que estaba esperando fuera.
– Póngase la armadura y esconda el reloj -dijo Carole burlonamente.
– Creo que me las puedo arreglar yo solo de aquí al taxi. Volvió a sonreír a Carole y le dio las gracias por haberlo acompañado en la visita al centro. No solo le había alegrado el día, sino posiblemente el año entero. Volvió a despedirse de Gabby y antes de salir se dio la vuelta para mirarla a ella y el perro. Le estrechó la mano a Tygue y, con la chaqueta encima de los hombros y las mangas subidas, se metió en el taxi y le dio su dirección al taxista. Fue todo el camino en silencio, pensando en todo lo que había visto, con un nudo en la garganta cada vez que recordaba a Gabby y su perro.
Nada más entrar en su casa fue directamente al teléfono. Llamó a Gray al móvil. Aquella tarde se le habían aclarado un montón de cosas, lo que era importante y lo que no lo era.
Gray contestó el móvil al segundo timbrazo. Estaba con Sylvia, haciendo la cena, y le sorprendió que la llamada fuera de Charlie. Le había contado a Sylvia lo del almuerzo y lo disgustado que se sentía por la reacción de Charlie cuando le dijo que estaba con ella.
– Perdóname. He sido un autentico gilipollas -dijo Charlie sin más preámbulos. -Ni yo mismo puedo creerlo, pero he de reconocer que estaba un poco celoso. -Gray se quedó con la boca abierta, mientras Sylvia lo observaba. No tenía ni idea de con quién estaba hablando ni de qué, pero Gray se había quedado mudo de asombro. -No quiero perderte, colega. Creo que me asusté, pensando que las cosas eran distintas, pero qué leches, si la quieres, supongo que también me puedo acostumbrar a ella.
Charlie estaba llorando otra vez al pronunciar aquellas palabras. Había sido un día muy emotivo, y lo último que quería era perder a un amigo como Gray. Se querían como hermanos.
– No vas a perderme -replicó Gray con voz entrecortada.
No daba crédito a sus oídos. Era Charlie, el amigo de siempre. Al final iba a resultar que Sylvia se había equivocado.
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