Charlie estaba decidido a no llamar a Carole, pero no pudo dejar de pensar en ella durante toda la tarde. Fue a su despacho de la fundación, después al club, le dieron un masaje, jugó al squash con un amigo y llamó a Adam para darle las gracias por el concierto, pero estaba en una reunión. Le dejó el mensaje de agradecimiento en el buzón de voz, preguntándose qué habría pasado aquella noche entre Adam y Maggie. Probablemente lo de siempre. Adam la habría deslumbrado con sus habilidades, le habría metido litros de champán en el cuerpo y habrían acabado en la cama. Cuando pensaba en la chica sentía lástima por ella. A pesar de su vestimenta, tenía algo encantador e inocente. A veces el comportamiento de Adam con las mujeres y su falta de conciencia lo espantaban. Pero, corno decía Adam, si ellas estaban dispuestas, eran blancos legítimos. De momento no había dejado a ninguna inconsciente ni la había violado. Ellas caían a sus pies, y lo que ocurría después era un asunto entre dos adultos mayores de edad. Charlie temía que Maggie no fuera tan adulta como parecía, ni tan experta en las artes de Adam. No iba en busca de implantes ni de una operación de nariz. Lo único que quería era un asiento mejor para el concierto. Se preguntó qué tendría que haber ofrecido a cambio. Iba pensando en ello cuando salió del club después del partido de squash; fue en taxi a su casa y se dijo que se estaba haciendo viejo. Hasta entonces no le había preocupado la moralidad o la falta de moralidad de Adam, ni cómo trataba a las mujeres. Y, como siempre le recordaba su amigo, todo era lícito en la búsqueda del sexo y la diversión. ¿Lo era? Sin saber por qué, ya no le parecía tan gracioso.

Eran casi las seis cuando entró en su apartamento. Escuchó los mensajes y se quedó mirando el teléfono. Pensó si Carole estaría aún en el despacho, o en una sesión de grupo, o si se habría marchado a su casa. Recordó que tenía su tarjeta en la cartera; la sacó, la miró largo rato, y la llamó, nervioso y sintiéndose imbécil. Carole era la primera mujer que conocía que lo hacía sentir que estaba haciendo algo mal. Quería pedirle excusas por sus excesos y sus privilegios, los mismos privilegios que le habían permitido darle un millón de dólares para que ella pudiera seguir salvando a la humanidad. Se sentía como un colegial mientras oía sonar el teléfono al otro extremo de la línea. Casi esperaba que Carole se hubiera marchado, y se disponía a colgar cuando ella contestó, jadeante.

– ¿Sí?

Se le olvidó decir quién era, pero Charlie reconoció su voz inmediatamente. Había llamado a su número directo.

– ¿Carole?

– Sí.

Ella no reconoció su voz.

– Soy Charlie Harrington. ¿Te pillo en mal momento?

– No, qué va -mintió, frotándose la espinilla de una pierna. Se había dado un golpe al precipitarse a coger el teléfono. -Es que acabo de salir de una sesión de grupo y he bajado corriendo la escalera al oír el teléfono.

– Perdón. ¿Cómo está mi amiguita?

Se refería a Gabby, y Carole lo entendió inmediatamente. Sonrió y dijo que estaba bien. Charlie le preguntó qué tal iban las cosas en el centro, si había alguna novedad, y Carole pensó si Charlie tendría intención de controlarlos constantemente durante el próximo año. Raramente tenía noticias de los directores de las fundaciones que hacían donaciones. Se preguntó por qué habría llamado.

– No querría hacer promesas que no podamos cumplir ni alentar falsas expectativas, pero me hablaste de otros programas que querías poner en práctica y otras donaciones que querrías estudiar. ¿Qué te parecería tratar el asunto mientras comemos o cenamos un día de estos?

Había adoptado una postura cobarde, lo sabía, escudándose en la fundación, pero al menos había llamado. Hubo un largo silencio.

– Francamente, no estamos preparados para solicitar más donaciones. No contamos con el personal necesario para dirigir los programas que yo quisiera, ni siquiera para redactar las solicitudes, pero sí, la verdad es que no me importaría darte un poco la lata para ver qué te parecen nuestros planes.

No quería sugerir nada que la fundación no estuviera dispuesta a respaldar, ni tenía ganas de perder tiempo y energías en ello.

– Yo estaría encantado de escuchar tus propuestas y darte una evaluación sincera. Para más adelante, por supuesto.

Habría sido un poco fuerte pedirle al consejo de la fundación que le dieran más dinero cuando acababan de concederle un millón de dólares, pero hablar no costaba nada, y Charlie añadió:

– Hasta el año que viene no podríamos hacer gran cosa, pero está muy bien que ya estéis pensando en ello, para plantear el ataque y que coincida con el principio del año fiscal.

– Vamos a ver: ¿de qué parte estás? -preguntó Carole riéndose, y Charlie le contestó riéndose también, pero con más franqueza de lo que ella pensaba.

– Pues creo que de la tuya, porque estás haciendo una labor impresionante.

Charlie se había enamorado del centro que había creado Carole, y si no se andaba con cuidado, también iba a enamorarse de ella. Durante un par de semanas, o con suerte, un poco más. A Charlie nunca le duraba el enamoramiento. El miedo siempre podía más que el amor.

– Gracias -dijo Carole, emocionada por la bondad de las palabras de Charlie, que le parecieron sinceras. Empezó a bajar la guardia y al final Charlie preguntó, con tranquilidad, contento de cómo iba la conversación:

– ¿Cuándo te parece que nos veamos? Como Charlie le había dado a elegir entre almuerzo y cena, Carole no se sentía presionada. Solía ser un buen comienzo, aunque en esa ocasión también podía ser el final. La voz de Carole no denotaba el menor interés por él. A lo mejor era así, pero Charlie prefería comprobarlo cara a cara, mientras comían. Si Carole no demostraba el menor interés, él no metería la pata ni haría el ridículo. Pero vería qué pasaba.

– A mediodía no me puedo escapar. Me quedo aquí y me como un plátano, como mucho. Normalmente tengo sesiones de grupo, y por la tarde reuniones con los clientes, uno a uno. Le había dedicado a Charlie gran parte de su tiempo cuando fue a visitarla, pero no quería que eso se convirtiera en una costumbre, ni siquiera para él.

– ¿Y a cenar? -preguntó Charlie, conteniendo el aliento. -¿Mañana, por ejemplo?

Iba a ir a una cena mortalmente aburrida y la cancelaría encantado para estar con Carole.

– Claro -respondió Carole un tanto perpleja. -No sé si lo tendré todo arreglado para entonces. Por alguna parte tengo un borrador de programas que quiero empezar, pero lo que sí puedo contarte es lo que tengo en la cabeza.

Eso era lo único que quería Charlie, y no los programas que tenía pensados.

– Pues hablamos sobre el asunto y ya veremos qué se puede hacer. A veces a mi me funciona mejor, yendo un poco por libre, o sea, devanarse un poco los sesos mientras uno come. Por cierto, ¿dónde prefieres cenar?

Carole se echó a reír. Raramente salía a cenar. Cuando volvía a su casa estaba agotada, y la mayoría de las noches no tenía fuerzas ni para ir al gimnasio, a pesar de que le gustaba mucho.

– ¿Que dónde suelo comer? Pues vamos a ver… Las hamburguesas de Mo, en la Ciento sesenta y ocho esquina con Ámsterdam. Las costillas en la Ciento veinticinco, cerca de la parada de metro. La charcutería de Izzy en la Noventa y nueve Oeste esquina Columbus. Yo es que solo como en los mejores sitios. Hace años que no voy a un restaurante como es debido.

Charlie quería cambiar un poco aquello y otras cosas en la vida de Carole, pero no todo en una sola noche. Quería tomarse las cosas con calma hasta saber qué terreno pisaba.

– No sé si voy a poder competir con Izzy y Mo. ¿Dónde vives, por cierto?

Carole vaciló unos segundos, y Charlie se planteó de repente que quizá vivía con alguien. Tuvo la sensación de que a Carole le daba miedo que se acercara por su casa.

– En el Upper East Side.

Era una zona respetable, y Charlie pensó que a Carole le avergonzaba reconocerlo. También pensó que a lo mejor Gray tenía razón, que su familia y su educación eran más tradicionales de lo que se desprendía de su ideología. Era muy dogmática en sus creencias. Charlie había esperado que le dijera que vivía en otro barrio, como el Upper West Side, pero prefirió no decir nada al respecto, al notar su inquietud. Conocía bien a las mujeres, porque llevaba haciendo aquello mucho tiempo, mucho más que Carole, que no tenía ni la menor idea de lo experimentado que era Charlie ni lo que tenía en mente. A la menor oportunidad, que hasta entonces ella no le había dado, Charlie quería cambiar su vida.

– Pues yo conozco un sitio italiano muy tranquilo y agradable en la Ochenta y nueve -dijo Charlie. -¿Qué te parece?

– Estupendo. ¿Cómo se llama?

– Stella Di Notte. No es tan romántico como parece, En italiano significa «estrella de la noche», pero es un juego de palabras. La dueña se llama Stella, que es quien cocina y pesa unos ciento treinta kilos. No creo que pudieran levantarla del suelo ni un centímetro, pero la pasta es estupenda. La hace ella.

– Tiene buena pinta. Nos vemos allí.

A Charlie le chocó un poco que le propusiera eso, y empezó a sospechar que realmente había un hombre que vivía en su casa. Pero estaba dispuesto a averiguarlo.

– ¿No quieres que pase a recogerte?

– No -contestó Carole con sinceridad. -Prefiero ir andando. Me paso el día aquí encerrada, y vivo en la Noventa y uno. Tengo que hacer un poco de ejercicio, aunque sea andar un rato. Me sirve para despejarme la cabeza después del trabajo.

Sí, muy convincente, se dijo Charlie. Seguramente había un guaperas de treinta y cinco años esperándola en el sofá viendo la televisión.

– Entonces, ¿nos vemos allí a las siete y media? ¿Te da tiempo?

– Sí. Tengo el último grupo a las cuatro y media, o sea que puedo llegar a casa hacia las seis y media. No será un sitio muy fino, ¿no? -preguntó Carole, un poco nerviosa.

No salía casi nunca, y nunca se arreglaba. Se preguntó si Charlie esperaría que fuera con vestidito negro y collar de perlas. No tenía ninguna de las dos cosas, ni falta que le hacían. Charlie parecía ese tipo de hombre, pero era cuestión de trabajo; no pensaba arreglarse para él. Habría preferido ir a Mo. No estaba dispuesta a cambiar su forma de vida por él, por mucho dinero que fuera a darles la fundación. Había ciertas cosas que ya no hacía y que no volvería a hacer, y una de ellas era arreglarse.

– No es fino -le aseguró Charlie. -Si quieres puedes ir en vaqueros.

Aunque esperaba que no. Le habría gustado verla con un vestido.

– Si no te importa… No me va a dar tiempo a arreglarme. Bueno, no lo hago nunca. Siempre voy como me has visto.

O sea, vaqueros y zapatillas de deporte. En fin. Lástima de vestido.

– Yo iré igual -replicó Charlie.

– En esa zona al menos puedes llevar el reloj -dijo burlonamente Carole, y Charlie se rió.

– Pues es una lástima, porque lo empeñé ayer.

– ¿Cuánto te dieron?

A Carole le gustaba tomarle el pelo. Parecía buen tipo y, muy a su pesar, estaba deseando ir a cenar con él. Hacía casi cuatro años que no salía a cenar con un hombre, algo que no iba a cambiar, salvo por aquella cena de negocios. Solo una vez, se dijo.

– Veinticinco pavos -dijo Charlie en respuesta a la pregunta sobre el reloj.

– No está mal. Bueno, hasta mañana por la noche -dijo Carole, y colgó inmediatamente.

Y de repente a Charlie se le pasó por la cabeza una idea aterradora. ¿Y si estaba loca? ¿Y si lo de los vaqueros y las zapatillas de deporte era por otra cosa? ¿Y si no había ningún hombre en la vida de aquella preciosa vikinga de uno ochenta de estatura con corazón de madre Teresa de Calcuta? O aún peor; ¿y si era lesbiana? No se le había ocurrido hasta entonces, pero todo era posible. Desde luego, no era una chica normal y corriente

Estupendo, dijo para sus adentros mientras volvía a guardar la tarjeta en la cartera y llamaba al restaurante para reservar mesa. Fuera como fuese, al día siguiente lo sabría, y hasta entonces lo único que podía hacer era esperar.

CAPÍTULO 11

Charlie llegó al restaurante antes que Carole. No le había contado a nadie que iba a verla, ni siquiera a Sylvia y Gray. Todavía no había nada que contar, salvo que iban a una cena informal por la fundación, puesto que esa era la estratagema de la que se había valido. No era una cita.

También fue andando al restaurante, aunque para él era un paseo más largo; pero, como a Carole, también le venía bien tomar el aire. Llevaba todo el día intranquilo, y había llegado a convencerse de que Carole era lesbiana. Probablemente por eso no había reaccionado. Las mujeres solían responderle de alguna manera, pero Carole no. Solo había mostrado interés por los asuntos de negocios en las dos ocasiones que se habían visto. Era profesional de los píes a la cabeza, aunque con los demás parecía muy cálida, sobre todo con los niños. Y de repente recordó lo bien que se llevaba con Tygue. Quizá sí había un hombre en su vida, y era precisamente Tygue. Lo único que sabía al llegar al restaurante era que tenía un nudo en el estómago, algo que nunca había experimentado, y que Carole era un misterio que quizá no se desvelaría después de la cena. No tenía ninguna certeza de que Carole fuera a abrirse a él. Parecía completamente cerrada, como dentro de una concha, lo que suponía un reto aún mayor, junto con su impresionante cerebro.