Carole era completamente distinta de las mujeres con las que él solía salir, mujeres que se movían en sociedad, se arreglaban, bailaban, sonreían, iban a todas partes con él, jugaban al tenis y navegaban y que por lo general lo aburrían mortalmente, razón por la que quería cenar aquella noche con Carole Parker, que no parecía tener el menor interés en él y de la que ni siquiera sabía si era homosexual o heterosexual. Y, encima, le había mentido para conseguir salir con ella. Era todo absurdo.
Carole llegó cinco minutos después y se sentó con Charlie a la mesa que les había preparado Stella. Entró sonriente y relajada, con vaqueros blancos, camisa también blanca y sandalias. Llevaba el pelo aún mojado tras la ducha, recogido en una trenza. No llevaba maquillaje ni pintadas las uñas, muy cortas. Toda ella irradiaba limpieza y frescor. Se había puesto un jersey azul claro sobre los hombros, y Charlie pensó que con aquella vestimenta estaría perfecta en el Blue Moon. Aquella mujer alta, delgada, de cuerpo atlético y ojos azules como el color de su jersey podría haber pasado por tenista o navegante. Parecía sacada de un anuncio de Ralph Lauren, pero ella seguramente lo habría detestado si se lo hubiera dicho. En el fondo, Carole era mucho más Che Guevara que algo tan prosaico y de moda como una modelo de Ralph Lauren. Sonrió a Charlie nada más verlo.
– Siento llegar tarde -dijo y se sentó, al tiempo que Charlie se levantaba para saludarla.
Solo se había retrasado cinco minutos, tiempo suficiente para que Charlie ordenase un poco sus pensamientos. No quiso pedir vino hasta que llegara ella y decidieran qué iban a tomar.
– No importa. No me he dado cuenta, porque ya no llevo reloj. Había pensado gastarme en la cena los veinticinco pavos que me dieron por él -dijo Charlie sonriéndole, y ella se echó a reír.
Charlie tenía sentido del humor.
Carole no llevaba bolso. Guardaba la llave en un bolsillo y no necesitaba barra de labios, porque nunca se los pintaba, y menos aún por Charlie.
– ¿Qué tal te ha ido hoy? -preguntó Charlie.
– Lo normal, de locos. ¿Y a ti, qué tal? -preguntó Carole con interés.
Eso era algo nuevo para Charlie. Ni se acordaba de la última vez que una mujer le había preguntado cómo estaba y a quien realmente le importara. A Carole sí le importaba.
– Ha sido interesante. He pasado todo el día en la fundación, porque estamos intentando calcular cuánto querernos gastar a nivel internacional. Hay varios programas muy buenos para países en desarrollo con grandes necesidades, pero se necesita un montón de tiempo para llevarlos a la práctica. He hablado por video conferencia con Jimmy Cárter para tratar el asunto. Hacen una gran labor en África, y me ha aconsejado sobre el papeleo.
– Tiene buena pinta-dijo Carole, sonriéndole. -Ante esos proyectos me doy cuenta de nuestra escasa ambición aquí. Bueno, al menos la mía. Yo me ocupo de los niños en un radio de cuarenta manzanas como mucho. Es penoso -añadió, suspirando y arrellanándose en la silla.
– No tiene nada de penoso. Estáis realizando una labor extraordinaria. Nosotros no damos un millón de dólares a nadie que no haga algo impresionante.
– ¿Cuánto concede la fundación anualmente? Era algo que quería saber desde que había conocido a Charlie. Su fundación gozaba de gran respeto en los círculos filantrópicos, y eso era lo único que sabía de él.
– Unos diez millones. Con lo tuyo se subió hasta los once, pero merece la pena. -Le sonrió y le indicó los platos especiales. -Debes de estar muerta de hambre si solo has tomado un plátano para almorzar.
Recordaba lo que le había contado, y los dos pidieron ñoquis, porque Charlie le dijo que eran estupendos, la especialidad de Stella. Aquella noche los ofrecía con tomate y albahaca, y a Carole le pareció el plato perfecto para el calorcito que aún hacía en aquel veranillo de San Martín. Charlie pidió una botella de vino blanco, nada caro, y en cuanto lo sirvió, Carole tomó un sorbito. La comida estaba tan rica como aseguraba Charlie, y hasta la hora del postre estuvieron hablando sobre las ideas que tenía Carole para el centro. Tenía grandes sueños y mucho trabajo por delante; pero, después de lo que había conseguido, Charlie sabía que era capaz de lograr cuanto se propusiera, sobre todo si contaba con la ayuda de fundaciones como la suya. Le aseguró que a otras personas les impresionaría su labor tanto como a él, y que no tendría problemas para recibir dinero, de su fundación o de otras, al año siguiente. Charlie estaba fascinado con todo lo que había logrado y lo que ya tenía planeado para el futuro.
– Es un bonito sueño. Algún día cambiarás el mundo.
Charlie creía de verdad en aquella mujer. A los treinta y cuatro años había conseguido más que la mayoría de las personas en toda una vida, y casi todo por sus propios medios, sin la ayuda de nadie. Saltaba a la vista que el centro de acogida era como su hijo, y eso despertaba aún más su curiosidad,
– ¿Y qué haces cuando tienes tiempo libre? -añadió. -Bueno, lo digo en broma, porque no me extraña que no tengas tiempo ni para comer. Supongo que tampoco duermes mucho.
– Pues no. Me parece una pérdida de tiempo. -Carole se echó a reír. -No hago nada más. El trabajo, los niños, los grupos… Muchos fines de semana paso un buen rato en el centro, aunque en teoría no trabajo, pero siempre viene bien echar un vistazo por allí.
– A mí me pasa igual con la fundación -reconoció Charlie, -pero hay que dedicar tiempo a otras cosas, divertirse un poco. ¿Cómo te diviertes tú?
– Para mí el trabajo es diversión. Nunca había estado tan contenta como cuando abrimos el centro. Es que no necesito más cosas en la vida.
Lo dijo con toda sinceridad. Charlie se dio cuenta y le causó aún más preocupación. Algo raro pasaba, al menos según la imagen que quería dar Carole. Faltaba algo; no todo podía ser trabajo.
– ¿No hay hombres, niños ni el reloj biológico que te indique que hay que casarse? Es un poco raro a tu edad.
Charlie sabía que Carole tenía treinta y cuatro años, que había estudiado en Princeton y en Columbia, pero nada más, incluso después de la cena. Solo hablaron sobre el centro y la fundación, sobre el trabajo de los dos, sobre sus respectivas misiones.
– Pues no. Ni hombres, ni niños, ni reloj biológico. El mío lo tiré hace unos cuantos años, y desde entonces estoy muy contenta.
– ¿Qué quieres decir? -insistió Charlie, pero a ella no pareció importarle.
Charlie tenía la sensación de que no contestaría a lo que no quisiera contestar.
– Los niños del centro son mis hijos -dijo Carole tan tranquila.
– Eso dices ahora, pero a lo mejor algún día te arrepientes. Las mujeres tienen menos suerte con esas cosas. Tienen que tomar decisiones a cierta edad. Un hombre siempre puede tontear hasta los sesenta, setenta u ochenta para crear una familia.
– Pues a lo mejor yo adopto cuando tenga ochenta años. -Carole le sonrió, y Charlie se olió que había habido alguna tragedia en su vida. Él sabía de mujeres, y también sabía que a ella le había pasado algo, aunque ignoraba por qué ni cómo lo sabía, pero lo percibía. Carole siempre tenía a mano una respuesta demasiado sencilla, y sus decisiones eran siempre demasiado firmes. Nadie podía tener tales certezas en la vida, a menos que fuera a causa de un terrible desengaño, y él había pasado por eso.
– Vamos, vamos, Carole -dijo Charlie con cierto tacto. No quería asustarla ni que se echara para atrás. -Eres una mujer que adora a los niños, y tiene que haber algún hombre en tu vida.
Tras haberla escuchado toda la noche, no le parecía lesbiana. Nada de lo que había dicho lo daba a entender, aunque podía equivocarse, como ya le había ocurrido en un par de ocasiones. Pero Carole no se lo parecía. Solo cerrada,
– Pues no. Ningún hombre -repuso Carole con sencillez. -Ni tengo tiempo ni me interesa. Ya he pasado por eso. Hace cuatro años que no hay nadie en mi vida.
Un año antes de que abriera el centro, calculó Charlie. Se preguntó si un desengaño amoroso la habría encaminado en otra dirección, para curar sus propias heridas y las de otros,
– Eso es mucho tiempo, a tu edad -dijo Charlie con dulzura, y ella le sonrió.
– No paras de hablar de mi edad como si tuviera veinte años. No soy tan joven. Tengo treinta y cuatro, y a mí me parecen bastantes.
Charlie se echó a reír.
– Pues a mí no. Yo tengo cuarenta y seis.
– Muy bien. -Entonces le dio la vuelta a la tortilla y la conversación se centró en él. -Y mira por dónde, tampoco estás casado ni tienes hijos. ¿Por qué no está marcando el tiempo tu reloj si eres doce años mayor que yo?
Aunque no lo parecía, Charlie no aparentaba más de treinta y seis, aunque sentía el paso de los años. Últimamente notaba cada momento de sus cuarenta y seis, e incluso más; pero al menos no los aparentaba. Tampoco Carole, que aparentaba veintitantos. Y se parecían mucho, como si fueran hermanos, como había observado Charlie el primer día que se habían visto. Carole se parecía mucho a Ellen, su hermana, y a su madre.
– Mi reloj sí está marcando el tiempo -confesó. -Solo que no he encontrado a la mujer adecuada, pero espero encontrarla algún día.
– Menuda tontería -replicó Carole sin ambages, mirándolo a los ojos. -Los hombres que siempre han estado solteros dicen que no han encontrado a la mujer adecuada. No me digas que a los cuarenta y seis no la has encontrado. Hay muchísimas por ahí, y si no has encontrado ninguna, creo que es porque no quieres encontrarla. Es una excusa muy endeble, no haber encontrado a la mujer adecuada. Busca otra-dijo con naturalidad y tomó otro sorbo de vino mientras Charlie se quedaba mirándola. Había puesto el dedo en la llega, y Charlie lo sabía, tanto como ella. Parecía convencida de lo que acababa de decir.
– De acuerdo. Lo reconozco. Podría haber funcionado con algunas, si yo hubiera estado dispuesto a comprometerme, pero buscaba la perfección.
– No la encontrarás, porque nadie es perfecto, y lo sabes. Entonces, ¿qué pasa?
– Que estoy cagado de miedo -contestó con franqueza Charlie, por primera vez en su vida, y estuvo a punto de caerse de la silla al darse cuenta de lo que había dicho.
– Eso está mejor. Pero ¿por qué?
Carole hacía muy bien su trabajo, aunque Charlie no lo comprendió hasta más tarde. Su tarea consistía en llegar al corazón y la cabeza de la gente, y le encantaba. Pero Charlie comprendió instintivamente que no iba a hacerle daño. Con ella se sentía a salvo.
– Mis padres murieron cuando yo tenía dieciséis años. Mi hermana se hizo cargo de mí y murió de un tumor cerebral cuando yo tenía veintiún años. Y se acabó. Me quedé sin familia. Supongo que llevo toda la vida pensando que si uno quiere a alguien, se muere, se marcha, desaparece o te abandona. Prefiero ser yo el primero en largarme.
– Es lógico -repuso Carole en voz baja, mirándolo. Sabía que había dicho la verdad. -Las personas mueren, se marchan y desaparecen. A veces pasa, pero si tú eres el primero en largarte, seguro que acabarás solo. ¿No te importa?
– No me importaba.
En pasado. Últimamente le importaba mucho, pero no quería reconocerlo ante ella. Todavía no.
– Se paga un precio muy alto en esta vida por tener miedo… -dijo Carole en voz baja, y añadió: -por tener miedo a querer. A mí tampoco se me da muy bien. -Había decidido contárselo. Al igual que le pasaba a Charlie con ella, Carole se sentía a salvo con él. Hacía tiempo que no contaba aquella historia, y fue breve. -Me casé a los veinticuatro, con un amigo de mi padre, director de una gran empresa, un hombre muy inteligente. Antes se había dedicado a la investigación científica y montó una empresa farmacéutica que todos conocemos. Estaba como una cabra. Era veinte años mayor que yo, y un hombre extraordinario. Todavía lo es, pero también narcisista, inteligente, encantador, alcohólico, peligroso, sádico y un maltratador. Fueron los peores seis años de mi vida. Era un verdadero psicópata, y todo el mundo me decía que tenía mucha suerte por estar casada con él, porque nadie sabía lo que pasaba de puertas adentro. Tuve un accidente de coche, creo que a propósito. Lo único que quería era morirme. Él no paraba de torturarme. Me marchaba de casa un par de días y siempre volvía con él, porque me dejaba engatusar. Los maltratadores nunca pierden de vista a su presa. Cuando estaba en el hospital después del accidente recuperé el juicio. No volví. Estuve escondida en California un año, conocí a un montón de buenas personas y entendí lo que quería hacer. Al volver aquí abrí el centro y jamás me he arrepentido.
– ¿Qué pasó con él? ¿Dónde está ahora?
– Ahí sigue, torturando a otra persona. Tiene cincuenta y tantos años. Se casó con una jovencita el año pasado. Pobrecilla. Sigue tan encantador como siempre, y tan enfermo. A veces me llama, y un día me escribió una carta en la que decía que esa chica no significaba nada para él y que seguía queriéndome. No le contesté, ni pienso. Nunca le devuelvo las llamadas. Para mí se acabó, pero no he sentido el menor deseo de volver a intentarlo. Supongo que podría decir que tengo fobia al compromiso, o a las relaciones -dijo, sonriendo, -y así pienso seguir. No tengo ningunas ganas de que vuelvan a joderme la vida. No supe verlo venir, ni yo ni nadie. Todo el mundo pensaba que era guapo, encantador y rico. Es de lo que llaman «buena familia», y durante mucho tiempo mi propia familia pensó que la que estaba loca era yo. Probablemente siguen pensándolo, pero son demasiado educados para decirlo. Piensan que soy rara. Pero estoy viva y en mi sano juicio, algo que parecía más que cuestionable antes de que me empotrara con el coche en la trasera de un camión en la autopista de Long Island y me llevara un susto de muerte. Puedes creerme: estrellarme contra un camión fue mucho menos doloroso y peligroso que mi vida con él. Era un verdadero psicópata, y sigue siéndolo. Así que tiré por la ventana el reloj biológico, junto con los zapatos de tacón, el maquillaje, los vestiditos negros de fiesta y los anillos de compromiso y de boda. Lo único bueno es que no tuve hijos con él. Si no, probablemente me habría quedado a su lado. Y ahora, en lugar de un par de hijos, tengo cuarenta, un barrio entero, y a Gabby y Zorro, y soy mucho más feliz que antes.
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