Miró a Charlie con la pena y el dolor reflejados en los ojos. Charlie vio el martirio que había padecido, motivo por el que se preocupaba tanto por los niños con los que trabajaba. Ella también había pasado por eso, aunque de un modo diferente. Mientras le contaba su historia, Charlie sintió escalofríos en la columna vertebral. Lo había presentado con sencillez y rapidez, pero él comprendió que no había sido así. Había vivido una pesadilla de la que finalmente había despertado, pero había tardado seis años, durante los cuales debía de haber sufrido terriblemente. Lamentaba que le hubiera ocurrido, mucho más de lo que Carole podía imaginar, pero al menos seguía viva para contarlo y para realizar una labor extraordinaria. Podría haber estado inmóvil y babeando en algún sitio, o enloquecida por las drogas o el alcohol, o muerta. Por el contrario, llevaba una vida agradable, pero a costa de haber renunciado a muchas cosas.

– Lo siento, Carole. Supongo que a todos tiene que ocurrirnos algo terrible en un momento dado. En la vida se trata de lo que hacemos después, de cuántos trocitos podemos rescatar de la basura para pegarlos y recomponer la pieza. -Sabía que a él aún le faltaban trozos, y muy grandes. -Tienes mucho valor.

– Y tú. Perder a toda tu familia a la edad que tú la perdiste es un golpe atroz para un niño. No se llega a superar por completo, pero quizá seas lo suficientemente valiente para no salir pitando un día. Espero que lo consigas -dijo Carole con dulzura.

– Espero que tú también -repuso Charlie en voz baja, mirándola, agradecido por la sinceridad de ambos.

– Yo prefiero apostar por ti. -Le sonrió. -Me gusta mi vida de ahora. Es sencilla, sin complicaciones.

– Y solitaria -añadió Charlie sin rodeos en cuanto Carole guardó silencio. -No puedes negarlo. Mentirías. Yo también me siento solo, como todo el mundo. Si uno decide estar solo, a lo mejor nadie le hace daño, pero paga un precio muy alto. Sale muy caro, y tú lo sabes. A lo mejor así no tienes chichones visibles ni heridas recientes, pero cuando vuelves a casa por la noche, oyes lo mismo que yo, el silencio, y todo está oscuro. Nadie te pregunta cómo estás, y a nadie le importa un pepino. Quizá a tus amigos sí, pero los dos sabemos que no es lo mismo.

– No, claro que no -reconoció Carole con honradez. -Pero la alternativa da aún más miedo.

– Quizá el silencio nos dé más miedo algún día. A mí me pasa a veces.

Sobre todo últimamente. Y el tiempo no lo favorecía, ni a

Carole durante muchos más años.

– ¿Y qué haces? -preguntó ella con curiosidad.

– Huir. Salir. Viajar. Ver a los amigos. Ir a fiestas. Salir con mujeres. Hay muchas maneras de llenar el vacío, la mayoría artificiales, y vayas a donde vayas, te llevas a ti mismo y tus fantasmas. Yo también he pasado por eso.

Jamás había sido tan sincero con nadie, salvo con su terapeuta, pero estaba cansado de tanto artificio y de fingir que todo iba bien. A veces no iba tan bien.

– Sí, lo sé -dijo Carole bajito. -Yo trabajo hasta caer rendida, y me digo que me debo a mis clientes. Pero no siempre es por ellos. Unas veces sí, pero otras veces es por mí. Y si no tengo otra cosa que hacer cuando vuelvo a casa, voy a nadar, al gimnasio o a jugar al squash.

– A ti al menos te sienta bien. -Le sonrió. -Somos un desastre, ¿verdad? Dos personas con fobia al compromiso cenando y compartiendo secretos del oficio en un elegante edificio de piedra rojiza, lo que sorprendió a Charlie, y no lo invitó a entrar. Tampoco él lo esperaba. Pensaba que las cosas habían ido mejor que bien para ser la primera vez que salían.

Carole le contó que vivía en un pequeño estudio alquilado en la parte trasera del edificio, y que había tenido mucha suerte al encontrarlo, porque era increíblemente barato. Charlie se preguntó si habría llegado a algún acuerdo económico después del matrimonio, puesto que, según ella, su marido era rico. Esperaba que hubiera sacado algo en limpio, no solo dolor,

– Gracias por la cena -añadió Carole cortésmente y después, con gran firmeza: -Y no ha sido una cita.

– Ya lo sé. Gracias por recordármelo -contestó Charlie, con un brillo en los ojos. -Llevaba camisa azul, sin corbata, vaqueros, un jersey del mismo color que el de Carole y mocasines marrones de piel de cocodrilo, sin calcetines. Estaba muy guapo, y también Carole. -¿Cenamos la semana que viene?

– Lo pensaré -repuso Carole. Metió la llave en la cerradura, lo saludó con la mano y desapareció.

– Buenas noches -susurró Charlie, sonriendo mientras echaba a andar con la cabeza gacha, pensando en ella y en todo lo que habían compartido. No miró hacia atrás, ni la vio observándolo desde una ventana, Carole se preguntó en qué iría pensando, lo mismo que se preguntó Charlie sobre ella.

Él estaba contento.

Ella, asustada.

CAPÍTULO 12

Dos días después de la cena de Charlie con Carole, Adam se detenía ante la puerta de la casa de sus padres en Long Island en su nuevo Ferrari. Ya sabía que iba a tener problemas. Habrían esperado que asistiera a los servicios religiosos con ellos, y esa era la intención que tenía, como todos los años, pero lo había llamado uno de sus deportistas de élite, presa del pánico. Habían detenido a su mujer por robar en una tienda y reconoció que su hijo, de dieciséis años, traficaba con cocaína. Si, era Yom Kipur para sus padres, pero un jugador de fútbol de Minnesota no tenía ni puñetera idea sobre Yom Kipur y necesitaba a ayuda de Adam. Él siempre estaba al pie del cañón, y en aquella ocasión no fue distinto.

Iban a enviar al chico a Hazelden a la mañana siguiente, y por suerte Adam conocía al ayudante del fiscal del distrito que llevaba el caso de la mujer del futbolista. Habían llegado a un acuerdo por cien horas de servicio comunitario, y el fiscal había accedido a no difundirlo en la prensa. El deportista al que Adam representaba le dijo que le debía la vida. Y Adam se puso en camino a las seis y media. Tardó una hora en llegar a la casa de sus padres en Long Island. Se había perdido los servicios religiosos en la sinagoga, pero al menos llegaba a tiempo para la cena. Sabía que su madre estaría furiosa, y él estaba contrariado. Era el único día del año en que realmente le gustaba ir a la sinagoga para expiar sus pecados del año anterior y recordar a los difuntos. El resto del tiempo la religión significaba muy poco para él, pero le encantaban las tradiciones y agradecía que Rachel observara todas las festividades con los niños. Jacob había alcanzado la edad de Bar Mitzvá el verano anterior, y la ceremonia en la que leyó pasajes de la Tora en hebreo la había hecho llorar. Jamás se había sentido tan orgulloso, y recordó las lágrimas de su padre mientras él leía.

Pero sabía que aquella noche no habría momentos tan tiernos. Su madre estaría furibunda porque no había llegado a tiempo para ir a la sinagoga con ellos. Siempre tenía algo de lo que quejarse. Para ella no significaba nada que se ocupara de sus clientes en momentos difíciles. Estaba enfadada con su hijo menor desde el divorcio. Se sentía más unida a Rachel de lo que jamás lo había estado con él, y Adam pensaba que prefería a su ex esposa que a él.

Acababan de volver de la sinagoga y estaban todos en el salón cuando entró Adam. Llevaba un traje azul oscuro de Brioni de corte impecable, camisa blanca hecha a medida, corbata y zapatos relucientes. Cualquier madre se habría derretido al verlo. Tenía buen tipo y era guapo, con un toque exótico. En raras ocasiones, cuando era más joven, su madre decía que parecía un joven luchador israelí por la libertad, y de vez en cuando dejaba escapar que se sentía orgullosa de él. Últimamente lo único que decía era que había vendido su alma para vivir en Sodoma y Gomorra y que llevaba una vida ignominiosa. Censuraba cuanto hacía Adam, desde las mujeres con las que salía hasta los clientes a los que representaba, pasando por los viajes de negocios a Las Vegas para ver combates de boxeo o asistir a conciertos de raperos. Incluso censuraba a Charlie y Gray, de quienes decía que eran dos desgraciados que no se habían casado ni se casarían jamás y se juntaban con mujeres de vida fácil. Y cuando veía fotos de Adam en los tabloides con una de las mujeres con las que salía, detrás de Vana o de cualquiera de sus clientes, lo llamaba para decirle que era una verdadera vergüenza. Adam estaba seguro de que aquella noche no iba a ser mejor.

No asistir a los servicios religiosos de Yom Kipur era algo tremendo para la madre de Adam. Tampoco había ido a casa de sus padres en Rosh Hashaná. Estaba en Atlantic City, solucionando una disputa por un contrato que había estallado cuando uno de los músicos más importantes a los que representaba se presentó borracho en el escenario y se cayó redondo. Las festividades religiosas judías no significaban nada para sus clientes, pero para su madre sí, y mucho.

Su madre tenía una expresión dura corno el granito cuando Adam entró en el salón, y él estaba pálido, por el estrés y la angustia. Siempre que iba a casa de sus padres volvía a sentirse como un crío, un recuerdo que no le resultaba agradable. Desde el mismo día de su nacimiento lo habían hecho sentirse como un intruso, como una persona frustrante.

– Hola, mamá. Siento llegar tan tarde -dijo mientras se acercaba a ella. Se inclinó para darle un beso y ella retiró la cara. Su padre estaba en el sofá, con la mirada clavada en el suelo. Aunque había oído entrar a Adam no levantó los ojos. Nunca lo hacía, Adam besó a su madre en la coronilla y se apartó. -Perdonadme todos. No he podido evitarlo. He tenido un problema con un cliente. Su hijo está vendiendo drogas, y su mujer ha estado a punto de ir a la cárcel.

Para la madre de Adam aquella excusa no era nada, simplemente más carnaza.

– Bonita gente, esa para la que trabajas -dijo, en un tono tan cortante que podría haber trinchado un pollo entero. -Te sentirás orgulloso.

Su voz destilaba sarcasmo, y Adam vio a su hermana mirar de soslayo a su marido, y su hermano frunció el ceño y se dio media vuelta. Sabía que iba a ser otra de esas grandes veladas que lo dejaban con dolor de estómago durante días.

– Da de comer a mis hijos -replicó Adam, intentando adoptar un tono desenfadado mientras se dirigía al aparador a ponerse una copa. Vodka con hielo, a palo seco.

– ¿Es que no puedes ni siquiera esperar a sentarte para tomarte una copa? No puedes ir a la sinagoga en Yom Kipur ni saludar como es debido a tu familia, y ya estás bebiendo. Adam, cualquier día vas a acabar en Alcohólicos Anónimos.

Poco podía decir Adam. Con Charlie y Gray habría bromeado, pero nada de lo que ocurría en su familia era una broma. Allí sentados, parecían estar en pleno ritual fúnebre, esperando a que la criada les dijera que la cena estaba servida. Era la misma mujer afroamericana que llevaba trabajando para ellos treinta años, aunque Adam no comprendía por qué. Su madre aún la llamaba «la schwartze», aunque hablaba yidis mejor que Adam. Era la única persona a la que le gustaba ver en sus escasas visitas a casa de sus padres. Se llamaba Mae. La madre de Adam siempre preguntaba, con expresión de asco: «Pero ¿qué nombre es ese, Mae?».

– ¿Qué tal la sinagoga? -preguntó Adam cortésmente, intentando entablar conversación mientras Sharon, su hermana, hablaba en voz baja con Bárbara, su cuñada, y Ben, su hermano, hablaba de golf con su cuñado, que se llamaba Gideon pero no le caía bien a nadie, de modo que todos hacían como si no tuviera nombre. En aquella familia, si uno no daba la talla no tenía nombre.

Ben era médico, y Gideon solo vendía seguros. El hecho de que Adam se hubiera licenciado cum laude perdía todo valor ante otro hecho: que estuviera divorciado porque su mujer lo había dejado, circunstancia de la que solo él era culpable, según su madre. Si fuera un hombre como es debido, ¿por qué iba a dejarlo una chica como Rachel? Y había que ver con qué mujeres salía desde entonces. Siempre era la misma canción, y Adam se la sabía de memoria. Era un juego en el que nunca podía ganar. Seguía intentándolo, pero no sabía por qué.

Al poco rato entró Mae para decirles que la cena estaba servida, y, mientras se sentaban en los sitios de costumbre, Adam vio a su madre mirándolo desde el otro extremo de la mesa. Aquella mirada podría haberlo fulminado. Su padre se colocó enfrente, y las dos parejas a ambos lados. Sus hijos aún estaban comiendo en la cocina, y Adam todavía no los había visto. Habían estado jugando al baloncesto y fumando cigarrillos a escondidas fuera. Los hijos de Adam nunca iban allí. Su madre los veía a solas, con Rachel, cuando le parecía. Adam siempre se sentaba entre su padre y su hermana, como si le hubieran hecho un hueco en el último momento, y siempre le tocaba la pata de la mesa. En realidad no le importaba, pero parecía una señal del cielo el hecho de que en aquella familia no hubiera sitio para él, sobre todo en los últimos años. Desde que se había divorciado de Rachel y había pasado a ser socio del bufete, poco antes, lo trataban como a un paria, causa de dolor y vergüenza para todos, en especial para su madre. Sus logros, muy considerados en el mundo exterior, no importaban nada en aquella casa. Lo trataban como a un extraterrestre, y allí sentado, sintiéndose como un marciano, fue palideciendo por minutos, deseando volver a su casa de inmediato. Lo peor era que aquella era su casa, por mucho que le costara creerlo. Todos le hacían que se sintiera como si fuera un extraño, un enemigo.