– Bueno, ¿dónde has estado últimamente? -preguntó su madre en cuanto se hizo el silencio, para que todos pudieran oírle enumerar sitios como Las Vegas y Atlantic City, donde había apuestas, prostitución y bandas enteras de mujeres de vida alegre, todas las cuales habían ido allí para que Adam se aprovechara de ellas.
– Pues aquí y allá -contestó Adam con vaguedad. Se conocía el truco. Resultaba difícil evitar los escollos, pero siempre lo intentaba, -En agosto estuve en Italia y Francia -le recordó a su madre.
Habría sido absurdo contarle que había estado en Atlantic City la semana anterior, resolviendo otro problema urgente. Por suerte, su madre no tenía ni idea de dónde había estado en Rosh Hashaná ni había esperado que fuera a casa. Adam solo se molestaba en ir en Yom Kipur. Miró a su hermana, que le sonrió. En unos segundos de alucinación la vio con el pelo de punta, mechones blancos y enormes colmillos. Siempre pensaba en ella como la novia de Frankenstein. Tenía dos hijos, un chico y una chica, a los que Adam raramente veía, que eran iguales que Gideon y ella. Asistía a la ceremonia de Bar Mitzvá de todos, pero después no volvía a verlos. Sus sobrinos y sus sobrinas eran unos extraños para él, y, como reconocía ante Charlie y Gray, lo prefería. Insistía en que todos los miembros de su familia eran bichos raros, precisamente lo que ellos pensaban de él.
– ¿Qué tal en Lake Mohonk? -le preguntó a su madre.
No sabía por qué seguían yendo allí. Su padre había ganado una fortuna en la Bolsa hacía cuarenta años y podrían haber ido a cualquier parte del mundo. A su madre le gustaba fingir que todavía eran pobres y, como detestaba los aviones, nunca se arriesgaban a ir muy lejos.
– Muy bien -contestó la madre, buscando otro tema para pincharlo.
Normalmente usaba cualquier cosa que él dijera para darle la paliza. El truco de Adam consistía en no ofrecerle información, aparte de la que ella encontraba en los tabloides, que compraba religiosamente, o lo que veía en la televisión. Solía enviarle recortes con las fotos más desagradables, en las que Adam aparecía detrás de un cliente esposado y a punto de entrar en la cárcel. Siempre le adjuntaba notitas: «Por si acaso no lo habías visto…». Cuando eran especialmente espantosas, se las enviaba separadas, por triplicado, con notitas que siempre empezaban con: «Creo que se me había olvidado enviarte…».
– ¿Cómo te encuentras, papá?
Esa solía ser la siguiente tentativa de Adam de entablar conversación, siempre con la misma respuesta. De pequeño estaba convencido de que unos seres extraterrestres habían sustituido a su padre por un robot con una pieza defectuosa que le dificultaba el habla. Era capaz de hablar, pero primero había que darle un empujoncito, y después uno se daba cuenta de que se le había agotado la pila. La respuesta invariable de su padre, tras unos momentos, era «bastante bien», mientras miraba fijamente el plato, nunca a su interlocutor, y seguía comiendo. Abstraerse y negarse a participar en una conversación era el único recurso de su padre para soportar cincuenta y siete años de matrimonio con su madre. Ben, su hermano, cumpliría cincuenta y cinco años aquel invierno, Sharon acababa de cumplir cincuenta, y Adam había sido un accidente que tuvo lugar nueve años más tarde, alguien a quien al parecer ni siquiera merecía que se le dirigiera la palabra, salvo cuando hacía algo mal.
No recordaba que su madre le hubiera dicho que lo quería ni una sola vez, ni que le hubiera dedicado una palabra cariñosa desde que nació. Era motivo de ignominia e irritación desde su más tierna infancia. Lo más amable que habían hecho por él era hacer caso omiso de su existencia; lo peor, reñirlo, reprenderlo y pegarle, todo lo cual Había corrido a cargo de su madre mientras se hacía mayor, y seguía haciéndolo cuando ya había cumplido los cuarenta. Lo único que había suprimido con los años eran los azotes.
– Bueno, ¿con quién sales ahora, Adam? -le preguntó su madre cuando Mae llevó la ensalada.
Adam supuso que, como no había ido a la sinagoga y tenía que castigarlo por ello, sacaba temprano la artillería pesada. Por norma, esperaba hasta el postre y el café para lanzarle aquella andanada. Había aprendido hacía tiempo que no existía ninguna respuesta correcta. Todo el mundo se le echaría encima si decía la verdad, sobre ese tema o cualquier otro.
– Con nadie. He estado muy liado -respondió con vaguedad.
– Ya se nota -replicó la madre dirigiéndose rápidamente y muy erguida hacia el aparador.
Era delgada y enjuta y disfrutaba de una forma física extraordinaria para sus setenta y nueve años, mientras que el padre empezaba a ponerse un poco rechoncho. Sacó un ejemplar del Enquirer y se lo pasó a todos los invitados para que lo vieran. Aún no le había enviado a Adam los recortes. Al parecer lo había reservado para la festividad, de modo que todo el mundo pudiera disfrutarlo, y no solo Adam.
Adam vio que era una fotografía suya en el concierto de Vana. A su lado había una chica con la boca abierta de par en par y los ojos cerrados, chaqueta de cuero y unos pechos a punto de reventar la blusa negra. Llevaba una falda tan corta que parecía, que no llevaba nada.
– ¿Quién es esa? -preguntó su madre en un tono que daba a entender que Adam les ocultaba algo.
Adam se quedó mirando la fotografía unos momentos. Al principio no le dijo nada, pero después lo recordó. Maggie. La chica a la que le había proporcionado un asiento junto al escenario y a la que había acompañado después a su casa. Estuvo tentado de decirle a su madre que no se preocupara, que no tenía importancia porque no se había acostado con ella.
– Una chica que estaba a mi lado en el concierto -contestó sin dar más explicaciones.
– ¿No habías salido con ella?
Adam se debatió entre el alivio y la decepción. Tendría que buscar otra arma.
– No. Fui con Charlie.
– ¿Con quién?
La madre siempre fingía no acordarse. Para Adam, olvidar los nombres de sus amigos era otra forma de rechazo.
– Charles Harrington.
El que siempre finges no recordar, le habría gustado añadir.
– Ah, ese. Debe de ser gay. No se ha casado.
Había dado en el blanco con ese dardo. Ya dominaba la situación. Si él decía que no era gay, querría saber cómo lo sabía, lo que podría resultar comprometedor, y si, abandonando toda precaución, le daba la razón, para quitársela de en medio, inevitablemente le devolvería la pelota más adelante. Adam lo había intentado con otros temas. Lo mejor era no decir nada. Se limitó a sonreír a Mae cuando volvió a pasar el pan, y ella le guiñó un ojo. Ella era su única aliada y siempre lo había sido.
Cuando al fin se levantaron de la mesa, Adam se sentía como si hubiera pasado una temporada en el infierno. El nudo que tenía en el estómago se hizo del tamaño de un puño al verlos ocupando los mismos sillones en los que estaban sentados antes de la cena. Miró a su alrededor y se dio cuenta de que no podía más. Se quedó de pie junto a su madre, por si acaso ella sentía la necesidad imperiosa de darle un abrazo, cosa que no ocurría con frecuencia.
– Perdona, mamá, pero tengo un dolor de cabeza espantoso. Me da la impresión de que va a acabar en migraña. Tengo que conducir un buen rato, así que me voy marchar.
Lo único que quería era salir pitando de allí.
Su madre se quedó mirándolo unos momentos con los labios fruncidos y asintió con la cabeza. Ya lo había castigado debidamente por no haber ido a la sinagoga con ellos. Era libre de marcharse. Había desempeñado su papel de chivo expiatorio, como era su obligación, papel que ella le había asignado toda la vida, desde que había tenido la osadía de llegar en un momento en el que creía que ya había cumplido sobradamente con la tarea de tener hijos. Había supuesto una agresión tan inesperada como inoportuna contra sus meriendas y sus partidas de bridge, por la cual había recibido el merecido castigo. Desde siempre. Y continuaba recibiéndolo. Siempre había supuesto un incordio para ella, jamás un motivo de alegría.
Los demás habían seguido el ejemplo de la madre. A los catorce años, Ben sintió una gran vergüenza cuando ella volvió a quedarse embarazada, y a Sharon, a los nueve, le indignó aquella intrusión en su vida. Su padre se dedicaba a jugar al golf y no tenía tiempo para otra cosa. Y, como venganza, decidieron que lo criara una niñera y nunca pudiera ver a su familia. Pero el castigo que le impusieron resultó una suerte para él. La mujer que se ocupó de él hasta los diez años era cariñosa y bondadosa, la única persona decente de su infancia. Hasta su décimo cumpleaños, cuando la echaron sin permitirle que se despidiera. Adam seguía preguntándose a veces qué habría sido de ella, pero suponía que habría muerto, porque ya no era joven cuando lo cuidaba. Se había sentido culpable durante años por no intentar buscarla, o al menos escribirle, para darle las gracias por su bondad.
– Si no bebieras tanto ni salieras con esas mujeres de vida alegre no tendrías migrañas -proclamó su madre.
Adam no sabía qué tenían que ver las mujeres de vida alegre con las migrañas, pero era más sencillo no preguntarlo.
– Gracias por la cena. Ha sido estupenda.
No tenía ni idea de lo que había comido. Probablemente carne asada. En aquella casa nunca se fijaba en lo que comía. Se limitaba a cumplir.
– Llámame algún día -dijo su madre en tono severo.
Adam asintió con la cabeza y resistió la tentación de preguntarle para qué. Era otra pregunta a la que nadie podría haber contestado. ¿Por qué iba a llamarla? Pero de todas maneras lo hacía, por respeto y costumbre, una vez a la semana o así, siempre con la esperanza de que no estuviera en casa y pudiera dejarle el recado, preferiblemente a su padre, quien apenas era capaz de intercalar tres palabras entre hola y adiós, que casi siempre eran: «Se lo diré».
Adam se despidió de cada uno de ellos, y después de Mae, en la cocina. Salió y subió al Ferrari con un profundo suspiro.
– ¡Me cago en diez! -dijo en voz alta. -Cómo detesto a esa gente.
Entonces empezó a sentirse mejor y pisó a fondo el acelerador. Diez minutos más tarde iba por la autopista de Long Island sobrepasando con mucho el límite de velocidad, pero con el estómago mejor. Intentó hablar con Charlie, aunque fuera solo para oír la voz de un ser humano normal, pero no estaba, y le dejó un mensaje absurdo en el contestador. Y de repente se puso a pensar en Maggie. Su fotografía del Enquirer era espantosa. Él la recordaba con mejor aspecto. Era una chica mona, a su manera. Siguió pensando en ella unos minutos y se preguntó si debería llamarla. Probablemente no, pero sabía que algo tenía que hacer aquella noche para restablecer sus tripas y su ego, tan maltrechos. Podía llamar a muchas otras chicas, y eso hizo en cuanto llegó a casa, pero ninguna estaba en casa. Era viernes, y todas las mujeres que conocía debían de haber salido con alguien. Lo único que necesitaba era un poco de calor humano, alguien a quien sonreír, con quien hablar y que lo apoyara. Ni siquiera necesitaba sexo; solo alguien que reconociera que él también era un ser humano. Ver a su familia lo dejaba sin fuerzas, como si unos vampiros le hubieran chupado la sangre. Necesitaba una transfusión.
Consultó su agenda en el apartamento. Llamó a siete mujeres y le respondieron los contestadores automáticos. Entonces volvió a pensar en Maggie. Supuso que estaría trabajando, pero por si acaso se decidió a llamarla. Ya eran más de las doce, y quizá hubiera vuelto a casa. Rebuscó en todos los bolsillos de la cazadora de cuero que llevaba la noche del concierto de Vana hasta que encontró el trozo de papel en el que le había apuntado su teléfono. Maggie O'Malley. Marcó el número. Sabía que era absurdo recurrir a ella, pero tenía que hablar con alguien. Su madre lo volvía loco. Detestaba a su hermana. No, ni siquiera la detestaba. Le caía fatal, casi tanto como él a ella. Lo único que había hecho en su vida era casarse y tener dos hijos. Se habría conformado con hablar con Gray o con Charlie, pero sabía que Gray estaba con Sylvia, y era demasiado tarde para llamar. Y recordó que Charlie iba a pasar el fin de semana fuera, así que llamó a Maggie. Sintió una creciente oleada de pánico, como le ocurría siempre que iba a casa de sus padres, y el dolor de cabeza se convirtió en auténtica migraña. Cuando estaba con su familia le volvían los peores recuerdos de la infancia. Dejó que el teléfono sonara unas doce veces, pero no contestó nadie. Al final saltó un contestador automático con los nombres de varias chicas, y dejó su nombre y su número para Maggie, pensando que no debería haberse molestado en llamarla. Como toda la gente que conocía, Maggie habría salido aquella noche, y en cuanto colgó se dio cuenta de lo estúpido que había sido al llamarla. Era una perfecta desconocida. No podía explicarle lo que suponía ver a su familia, ni el dolor que siempre le había causado su madre. Maggie era una tontorrona con la que había salido aquella noche a falta de alguien mejor. No era más que una camarera. Al verla en el recorte de prensa con el que su madre lo había torturado se acordó de ella, pero se alegró de que no contestara. Ni siquiera se había acostado con ella, y la única razón para haber conservado su número de teléfono era que se le había olvidado sacarlo de la cazadora y tirarlo.
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