Habían cenado juntos todos los días, salvo la noche en que Charlie había estado con Adam y Gray.
– ¿Quieres venir a mi casa a tomar una copa? -le preguntó Charlie sin problemas.
Carole aún no había estado allí. Siempre iban fuera, y habían estado en bastantes restaurantes, algunos de los cuales les gustaban y otros no.
– Me gustaría, pero no voy a quedarme mucho rato -contestó Carole, sonriendo. -Estoy molida.
– Y yo.
El taxi fue a toda velocidad por la Quinta Avenida y se detuvo en la dirección que había dado Charlie. Aún llevaba el disfraz de león, y Carole la peluca y la cara verdes. El portero les sonrió y los saludó como si él llevara traje y corbata y ella vestido de noche. Subieron en el ascensor en silencio, sonriendo. Charlie abrió la puerta del apartamento, dio las luces y entró. Ella lo siguió y miró a su alrededor. Era una casa elegante, preciosa. Por todas partes había hermosas antigüedades, la mayoría de ellas heredadas, y otras que había adquirido Charlie en el transcurso de los años. Carole cruzó lentamente el salón y contempló la vista del parque.
– Es precioso, Charlie.
– Gracias.
No cabía duda de que era un apartamento bonito, pero a Charlie últimamente lo deprimía. Todo le parecía viejo y cansino, y cuando volvía allí reinaba un terrible silencio. En la última temporada se sentía más feliz en el barco, salvo las horas que pasaba con Carole.
Carole se detuvo ante una mesa llena de fotografías mientras Charlie iba a buscar vino y encendía las demás luces. Había varias de sus padres, una preciosa de Ellen, y muchas de sus amigos. Y una muy graciosa de Charlie, Gray y Adam en el barco aquel verano, mientras habían estado en Cerdeña con Sylvia y sus amigos, pero solo aparecían los Tres Mosqueteros, nadie más. Había otra foto del Blue Moon de perfil, atracado en el puerto.
– Menudo barco -dijo Carole mientras Charlie le ofrecía una copa de vino.
Charlie aún no le había dicho nada del barco; estaba esperando el momento oportuno. Le daba vergüenza, pero sabía que tarde o temprano tendría que contarle lo del yate. Al principio le parecía pretencioso, pero como se estaban viendo con tanta frecuencia y explorando la posibilidad de salir realmente juntos, quería ser sincero con ella. No era ningún secreto que era muy rico.
– Gray, Adam y yo pasamos el mes de agosto en el barco todos los años. Esa foto es de Cerdeña. Lo pasarnos muy bien ese verano -dijo un poco nervioso. Carole asintió con la cabeza, tomó un sorbo de vino y se sentó con él en el sofá.
– ¿De quién es? -preguntó cómo sin darle importancia. Le había contado a Charlie que a toda su familia le gustaba navegar y que ella había estado en muchos veleros cuando era más joven. Charlie esperaba que le gustara su barco, a pesar de que era de motor, y los navegantes los llamaban «apestosos» por eso, pero sin duda era una auténtica belleza. -¿Lo alquiláis? -Actuaba con normalidad, y Charlie sonrió al mirarle la cara pintada de verde. Él tenía un aspecto igualmente ridículo vestido de Icón, con las peludas patas y la cola sobre el sofá, y Carole se echó a reír. -Qué pintas tenemos.
– No, no lo alquilamos.
Charlie contestó a la segunda pregunta antes que a la primera.
– ¿Es de Adam?
Charlie le había dejado caer que Adam tenía un éxito enorme en su profesión y que su familia tenía dinero. Negó con la cabeza y contestó, tomando aliento:
– Es mío.
Se hizo un silencio sepulcral mientras Carole lo miraba directamente a los ojos.
– ¿Tuyo? No me lo habías dicho -dijo Carole, con una expresión de absoluta sorpresa. Era un yate enorme.
– Me daba miedo que no te pareciera bien. Cuando nos conocimos acababa de volver de pasar una temporada en él. Todos los veranos paso tres meses en Europa y un par de semanas en el Caribe en invierno. Es maravilloso.
– Me lo puedo imaginar -replicó Carole, pensativa. -¡Vaya, vaya, Charlie…!
Era un indicio evidente de la enorme riqueza de Charlie, que contrastaba tremendamente con la forma de vida, el trabajo y las convicciones de Carole. La fortuna de Charlie no era ningún secreto, pero ella vivía de un modo mucho más sencillo y discreto. El centro de su mundo estaba en el corazón mismo de Harlem, y no en un yate flotando perezosamente en el Caribe. Charlie sabía que, en espíritu, ella era mucho más espartana que él, y no quería que pensara mal de él por los lujos que se permitía en la vida. No quería espantarla.
– Espero que esto no rompa nuestra relación -dijo en voz baja. -Me gustaría que vinieras al barco algún día. Se llama Blue Moon.
Se sintió un poco mejor tras habérselo contado, pero no sabía cómo se sentía ella. Parecía horrorizada.
– ¿Qué tamaño tiene? -preguntó Carole por pura curiosidad.
– Setenta metros.
Carole soltó un silbido y tomó un buen sorbo de vino.
– ¡Por Dios! Yo trabajando en Harlem y tú con ese yate… Qué incongruencia. Pero, por otro lado, me has dado un millón de dólares para los niños -añadió, como perdonándole su excentricidad. -Supongo que si no tuvieras tanto dinero, no podrías habernos ayudado, así que vaya lo uno por lo otro.
– Eso espero. No quiero que se interponga entre nosotros algo tan ridículo como un barco.
Carole lo miró con expresión solemne y llena de cariño.
– Claro que no, o al menos eso espero -dijo. Charlie no era nada fanfarrón, y Carole comprendió la importancia que tenía su barco para él. Simplemente era un barco enorme. -Pasas mucho tiempo fuera en verano -añadió, pensativa.
– Podrías venirte conmigo el año que viene -dijo Charlie. -Y no tengo que estar tanto tiempo fuera. Este año no tenía ninguna razón de peso para volver, y por eso me quedé en el barco más que de costumbre. A veces me da miedo volver. Me siento muy solo. -Recorrió el apartamento con la mirada y después volvió a mirar a Carole, sonriéndole. -Lo paso bien en el barco, sobre todo con Gray y Adam. Estoy deseando que los conozcas. -Pero ni Carole ni él estaban aún preparados. Los dos necesitaban más tiempo para afianzar su relación, y de repente Charlie la rodeó con un brazo, algo que llevaba días deseando hacer. -Bueno, ya conoces mi secreto más oscuro: que tengo un yate.
– ¿Sólo eso?
– Sí. No he estado nunca en la cárcel, nunca me han acusado de ningún delito, ni de ninguna falta menor. No tengo hijos, ni legítimos ni ilegítimos, nunca me he declarado en quiebra, no me he casado ni le he quitado la novia a nadie. Me cepillo los dientes todas las noches antes de acostarme, incluso si estoy borracho, cosa que no sucede con frecuencia, e incluso utilizo seda dental. Pago el aparcamiento. Bueno, vamos a ver qué más…
Se detuvo un momento para tomar aliento, y Carole se echó a reír. La cola del disfraz de león estaba toda erguida en el sofá.
– Qué aspectazo tienes con esa cola.
– Pues tú, cielo, estás preciosa con esa cara verde. -E inmediatamente la besó, y fue entonces Carole la que se quedó sin aliento. Había sido una tarde llena de sorpresas, hasta el momento agradables, a pesar de la impresión que le habían causado las dimensiones del yate. Parecía más un transatlántico que un barco. -Llevo años deseando besar a una mujer con la cara verde y los labios pintados de negro -susurró, y Carole se echó a reír.
Charlie volvió a besarla, y Carole le devolvió el beso con igual pasión. Charlie empezaba a despertar cosas en ella que llevaba años enteros olvidando y reprimiendo. Se dedicaba en cuerpo y alma a su trabajo, olvidándose de todo lo demás, pero entre los brazos de Charlie empezó a recordar la dulzura de los besos y la dulzura, aún mayor, de las caricias de un hombre.
– Gracias -le susurró al oído mientras Charlie la estrechaba entre sus brazos.
Hasta entonces tenía tanto miedo de hacer aquello con Charlie, de estar tan cerca, de correr el riesgo de volver a enamorarse… Charlie le había permitido traspasar el umbral de su mundo íntimo, con suma dulzura, y se sentía bien con él, de la misma manera que él con ella.
Charlie la llevó por todo el apartamento para enseñarle sus tesoros, las cosas que más apreciaba: fotografías de sus padres y de su hermana, cuadros que había comprado en Europa, entre otros un Degas que tenía colgado sobre la cama. Carole lo contempló unos momentos, y Charlie la sacó del dormitorio. Le parecía que todavía era demasiado pronto para quedarse allí, pero el cuadro de Degas los llevó a hablar de ballet, y Carole le dijo que cuando era joven bailaba.
– Me lo tomé muy en serio hasta los dieciséis años, y después lo dejé -dijo con pesar, pero Charlie se explicó entonces la elegancia de sus movimientos.
– ¿Por qué lo dejaste?
Carole sonrió avergonzada y contestó:
– Crecí demasiado. Me habrían relegado para siempre a la última fila del cuerpo de ballet. Las primeras bailarinas son bajitas, o por lo menos lo eran. Creo que ahora son más altas, pero no tanto como yo.
Su estatura tenía ciertas desventajas, pero no para Charlie, a quien le encantaba que fuera tan alta y tan ágil. Parecía elegante y femenina a la vez, y Charlie era considerablemente más alto que ella, de modo que no le importaba.
– ¿Te gustaría ir al ballet un día de estos?
A Carole se le iluminaron los ojos cuando se lo preguntó, y Charlie le prometió que irían. Había tantas cosas que quería hacer con ella… La diversión solo acababa de empezar.
Se quedó casi hasta medianoche, y Charlie la besó varias veces más. Acabaron en la cocina, donde tomaron un tentempié antes de que Carole se marchara. No habían cenado como es debido, solo un montón de dulces y caramelos. Prepararon unos bocadillos y se sentaron a la mesa, charlando.
– Sé que te va a parecer absurdo, Charlie, -Iba a intentar explicarle lo que sentía. -Toda la vida he detestado las excentricidades, la arrogancia y el esnobismo de los ricos. Yo nunca he querido ser especial, a menos que lo ganara por mí misma, pero no por alguien con quien estuviera relacionada. Quería ayudar a los pobres y a la gente que nunca ha tenido suerte. Me siento culpable cuando hago cosas que los demás no pueden hacer, o cuando me gasto más dinero que ellos, y por eso no lo hago. Bueno, tampoco puedo, pero si pudiera, no lo haría.
Soy así.
Charlie ya lo sabía, y no le sorprendió. Como Carole nunca hablaba de su familia, no sabía si tenían dinero. A juzgar por cómo vivía y a lo que se dedicaba, sospechaba que no. Quizá un poco, pero no mucho. Aparte de su aire aristocrático, nada en ella daba a entender que fuera de buena familia. Quizá una familia sólida con medios modestos, que tendrían que haber estirado un poco para enviarla a Princeton.
– Comprendo -dijo Charlie en voz baja cuando terminaron los bocadillos. -¿Te horroriza que tenga un barco?
– No -contestó Carole, pensativa. -Es algo que yo no haría aunque pudiera, pero estás en tu derecho de gastarte tu dinero en lo que quieras. Haces mucho bien a la gente por mediación de la fundación. Yo pienso que debería vivir casi en la miseria y dar lo que tengo a otros.
– A veces tienes que guardar un poquito y disfrutarlo.
– Lo hago, pero prefiero devolverlo. Me siento culpable por tener un sueldo en el centro. Pienso que otros lo necesitan más que yo.
– Pero tienes que comer.
Charlie se sentía mucho menos culpable que ella. Había heredado una enorme fortuna a edad temprana y durante muchos años había aceptado plenamente sus responsabilidades, pero disfrutaba del lujo, de sus cuadros, de los objetos que coleccionaba, y sobre todo de su barco. Nunca pedía disculpas a nadie por ello, salvo a Carole en aquel momento, de forma indirecta. Sus filosofías de la vida eran muy distintas, pero esperaba que no tanto.
– A lo mejor llevo las cosas un poco al extremo -reconoció Carole. -La austeridad me permite pensar que estoy expiando mis pecados.
– Yo no veo ningún pecado -replicó Charlie con seriedad. -Lo que veo es una mujer maravillosa que entrega su vida entera a los demás y que trabaja sin descanso. No te olvides de divertirte un poco.
– Me divierto contigo, Charlie -dijo ella con dulzura. -Siempre lo paso bien cuando estamos juntos.
– Yo también.
Charlie sonrió y volvió a besarla. Le encantaba besarla, y quería llegar más lejos, pero no se atrevía. Sabía que Carole tenía mucho miedo a atarse a alguien, a que volvieran a herirla, y también él tenía que enfrentarse a sus propios temores. A él le preocupaba lo mismo, siempre a la espera de que apareciera el defecto imperdonable. En el caso de Carole era evidente, no estaba oculto. Lo llevaba por delante, como una bandera. Tenían experiencias diferentes. Ella era trabajadora social, estaba dedicada en cuerpo y alma a su trabajo en Harlem y el mundo de Charlie le molestaba. No era una debutante ni un personaje de la alta sociedad, e incluso condenaba cómo vivía Charlie, aunque a él lo aceptaba plenamente como persona. Pero el gran interrogante que se le planteaba a Charlie era si podría vencer sus reservas y aceptar también su forma de vida. Si iban a estar juntos, y a seguir juntos, Carole tendría que resolver esa contradicción, y él también. De momento pensaba que sí podían, y también de momento dependía más de Carole que de él. Era ella quien tendría que estar dispuesta a perdonar la frivolidad y la excentricidad del mundo de Charlie y no sentir deseos de huir de él.
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