– Por la misma razón que tú no me contaste lo del yate. Porque pensabas que me asustaría, o me escandalizaría o me produciría rechazo, o a lo mejor porque tenías miedo de que fuera detrás de tu dinero. Pues no es así, tonto. Yo tengo el mío. Y todo lo que he dicho sobre lo incómoda que me siento en tu mundo es verdad. He odiado ese mundo toda mi vida, me crié en él y llegó a salirme hasta por las orejas. No quiero saber nada de tanta vanidad, de tanta ostentación y pretenciosidad. Me encanta lo que hago. Quiero a esos niños, y eso es lo único que ahora quiero. No quiero una vida de lujo. No la necesito. La detestaba cuando la tenía. Renuncié a todo eso hace cuatro años, y ahora soy mucho más feliz. Y no pienso volver a ese mundo, ni por ti ni por nadie. Daba la impresión de que iba a empezar a echar humo por las orejas.

– Pero tú naciste en ese mundo, formas parte de ese mundo, aunque no lo quieras. ¿Por qué he tenido yo que arrastrarme y pedirte perdón? Al menos podrías haberme evitado eso. AI menos podrías haberme dicho quién eres, en lugar de dejarme en ridículo. ¿Cuándo pensabas contármelo, si es que pensabas contármelo? ¿O tenías intención de seguir fingiendo que eres doña Sencillita para siempre y dejar que me pusiera de rodillas ante ti pidiéndote perdón por lo que tengo, por cómo vivo y por quién soy? Y ahora que lo pienso, tampoco creo que vivas en un apartamento. Toda la casa es tuya, ¿verdad?

Sus ojos lanzaban chispas. Le había mentido en todo. Carole agachó la cabeza unos instantes y lo miró.

– Sí. Iba a mudarme a Harlem cuando abrí el centro, pero mi padre no lo consintió. Se empeñó en que comprara esa casa, pero no sabía cómo explicártelo.

– Al menos alguien de tu familia tiene sentido común, ya que tú no. Allí te habrían matado, y todavía podrían hacerlo. Por Dios, que no eres la madre Teresa de Calcuta. Eres una niña rica, como yo fui un chico rico demasiado temprano. Y ahora soy un hombre rico. Y ¿sabes una cosa? Que si a la gente no les gusta, que se jodan. Porque es lo que soy. A lo mejor tú también dejas de pedir perdón un día de estos, pero hasta que eso ocurra y te des cuenta de que está bien ser quien eres, no puedes ir por ahí mintiéndole a la gente y fingiendo ser quien no eres. Ha sido una estupidez, algo asqueroso, y me has hecho sentir como un imbécil. Llamé al dichoso despacho de antiguos alumnos de Princeton hace unos días y les dije que habían cometido un error y te habían eliminado de la lista. Me dijeron que no habías estudiado allí, porque yo pensaba que te apellidabas Parker, claro. Y entonces pensé que eras una farsante. Pero no eres una impostora; solo una mentirosa. En una relación, las dos partes deben ser honradas, sea lo que sea la honradez. Sí, tengo un barco. Sí, tengo un montón de dinero. Como tú. Y sí, eres una Van Horn. ¿Y qué cono? Pero si me mientes así una vez, no me puedo fiar de ti, no te creo, y a decir verdad, no quiero estar contigo. Hasta que comprendas quién eres, creo que no tenemos nada más que decirnos.

Estaba tan alterado que temblaba de pies a cabeza, igual que ella. A Carole le dolía que hubiera salido así a la luz, pero en cierto sentido sentía alivio. Detestaba la idea de mentirle. Una cosa era no contarle quién era a la gente del centro, pero no contárselo a él era totalmente distinto.

– Charlie, solo quería que me quisieras por mí misma, no por el apellido de mi padre.

– ¿Qué te creías? ¿Que andaba detrás de tu dinero? Eso es absurdo y tú lo sabes. Has convertido esta relación en una farsa, y que me mintieras es una tremenda falta de respeto hacia mí.

– Solo te he mentido sobre mi apellido y el mundo del que vengo. No es tan importante. Sigo aquí, y te pido perdón. No debería haberlo hecho, tienes razón, pero lo he hecho. A lo mejor simplemente tenía miedo. Y como empezaste a conocerme como Carole Parker, me resultaba mucho más difícil explicarte quién soy de verdad. Por Dios, que no he matado a nadie, ni te he robado dinero.

– Has robado mi confianza, que es peor. -Lo siento, Charlie. Creo que me estoy enamorando de ti. AI pronunciar estas palabras empezaron a rodarle las lágrimas por las mejillas. A sus ojos, ella había metido la pata hasta el fondo, y se sentía fatal. Adoraba a Charlie.

– No te creo -contestó él, casi escupiéndole las palabras. -Si estuvieras enamorándote de mí, no me habrías mentido.

– Cometí un error. La gente comete errores a veces. Tenía miedo. Solo quería que me quisieras por mí misma.

– Ya había empezado a quererte, pero Dios sabe quién eres de verdad. Había empezado a enamorarme de Carole Parker, una chica sencilla sin dinero ni nada a su nombre. Ahora resulta que eres otra persona. Una puñetera heredera, encima.

– ¿Y es tan terrible? ¿No puedes perdonármelo?

– Tal vez no. Lo terrible es que me mintieras, Carole. Eso es lo terrible.

Desvió los ojos y se puso a mirar el parque por la ventana. Se quedó así un buen rato, dándole la espalda. Habían dicho más que suficiente para una noche, quizá para siempre.

– ¿Quieres que me marche? -preguntó Carole con voz entrecortada.

Charlie no contestó inmediatamente; después asintió con la cabeza y por fin habló.

– Sí. Se acabó. No podría confiar en ti. Has estado mintiéndome durante casi dos meses, un montón de tiempo.

– Lo siento -dijo Carole en voz baja.

Charlie aún le daba la espalda. No quería volver a verla. Era demasiado doloroso. En el aire flotaba el defecto imperdonable.

Carole salió calladamente del apartamento y cerró la puerta. Seguía temblando cuando entró en el ascensor y cuando llegó abajo. Se dijo que todo aquello era ridículo. Charlie estaba enfadado con ella porque era rica, cuando en realidad él era aún más rico. Pero no se trataba de eso, y lo sabía. Estaba furioso con ella porque le había mentido.

Volvió a su casa en taxi, con la esperanza de que él la llamara aquella noche, pero no fue así. No la llamó ni aquella noche ni al día siguiente. Revisaba constantemente el buzón de voz. Pasaron semanas, y él siguió sin llamaría. Por último, comprendió que no volvería a hacerlo. Lo que Charlie le había dicho aquella noche era verdad, que para él todo había acabado y que no podía confiar en ella. Por buenas que hubieran sido sus intenciones, Carole había roto la sagrada confianza entre ellos, la esencia de una relación. No quería volver a verla, ni a hablar ni a estar con ella. Sabía que estaba enamorada de él, pero también que eso no cambiaría nada. Charlie se había marchado para siempre.

CAPÍTULO 16

Dos semanas antes del día de Acción de Gracias, Adam y Maggie estaban pasando una noche tranquila en casa de Adam cuando de repente ella sacó a colación el tema de aquella fiesta. No había pensado en el asunto hasta entonces, pero ahora que pasaban tanto tiempo juntos quería pasar el día con él, y se preguntó si estaría con sus hijos. Aún no los conocía, y los dos coincidían en que era demasiado pronto. Pasaban juntos casi todas las noches, y a Adam le encantaba estar con ella; pero, como le había dicho, era la prueba de circulación en carretera de su relación y tenían que dar un buen paseo.

– ¿El día de Acción de Gracias? -Adam la miró sin comprender. -¿Por qué?

– ¿Vas a ir con tus hijos?

– No, se los lleva Rachel con sus suegros, a Ohio. En vacaciones nos turnamos, y este es mi año libre.

Maggie le sonrió. Esperaba que eso supusiera una buena noticia para ella. Hacía años que no celebraba ese día como es debido, con personas a las que quería. En realidad desde que era pequeña. En una ocasión había preparado un pavo con su madre, que estaba tan borracha que se desmayó antes de que la comida estuviera lista. Maggie acabó comiendo sola en la cocina, pero al menos su madre estaba allí, aunque fuera en la habitación de al lado, inconsciente.

– ¿Crees que podríamos pasar el día juntos? -preguntó, acurrucándose junto a él y mirándolo.

– No, imposible -respondió Adam, con expresión sombría.

– ¿Porqué?

Maggie se lo tomó como un rechazo. Las cosas iban realmente bien entre ellos, y la brusquedad de su respuesta la pilló por sorpresa e hirió sus sentimientos.

– Porque tengo que ir a casa de mis padres. Y no puedo llevarte.

Con un apellido como O'Malley, a su madre le daría un ataque al corazón. Y, además, no era asunto suyo con quién salía.

– ¿Y por qué vas a ir? Creía que lo habías pasado fatal en Yom Kipur.

No entendía la lógica de Adam.

– Claro que sí, pero eso no tiene nada que ver. En mi familia hay que hacer acto de presencia en las celebraciones. Es como una orden de detención. No es por pasar un buen rato, sino por tradición y obligación. A pesar de que me ponen los nervios de punta, para mí la familia es importante. La mía es asquerosa, pero de todos modos pienso que tengo que aparecer y presentar mis respetos. Sabe Dios por qué, pero creo que se lo debo. Mis padres son viejos y no van a cambiar, así que hago de tripas corazón y voy. ¿Tú no tienes adonde ir? ¿Qué vas a hacer?

Se lo preguntó con tristeza. Detestaba que le recordaran que tenía que pasar otro día espantoso con ellos. Siempre había detestado las vacaciones. Su madre conseguía estropeárselas todas. Lo único bueno era que sus padres celebraban la Janucá, no la Navidad, y podía pasar ese día con sus hijos. Por lo menos eso era divertido, al contrario que las celebraciones en Long Island.

– Quedarme en casa, sola. Las demás van a casa de sus padres.

Y, naturalmente, ella no tenía adonde ir.

– No hagas que me sienta culpable -dijo Adam, casi gritando. -Bastante tengo con mi madre. Maggie, de verdad que siento que no tengas adonde ir, pero yo no puedo hacer nada. Tengo que ir a casa.

– No lo entiendo -insistió Maggie. -Te tratan como a un trapo, o eso me has dicho, o sea que ¿por qué tienes que ir?

– Porque creo que es mi deber -respondió Adam, tenso. No quería tener que defender sus decisiones ante Maggie. Bastante difícil le resultaba ya. -No tengo otra opción.

– Claro que la tienes -lo contradijo Maggie.

– No, no la tengo. No quiero volver a discutirlo contigo. Así son las cosas. Esa noche iré a casa de mis padres. Podemos hacer algo el fin de semana.

– No se trata de eso. -Estaba presionándolo, y a Adam no le gustaba nada. Empezaba a pisar terreno peligroso. -Si esto es una relación, quiero pasar las vacaciones contigo -continuó Maggie, aun sabiendo el riesgo que corría. -Llevamos juntos dos meses.

– Maggie, no insistas -le advirtió Adam. -No tenemos una relación. Estamos saliendo, que no es lo mismo.

– Usted perdone -replicó Maggie sarcásticamente. -¿Desde cuándo?

– Conocías las normas cuando empezamos. Tú llevas tu vida y yo la mía. Nos vemos cuando nos viene bien a los dos. Resulta que en Acción de Gracias a mí no me viene bien. Ojalá. De verdad, ojalá pudiera. Y, si pudiera, me encantaría pasar el día contigo. Acción de Gracias con mis padres es un mal trago para mí, Vuelvo a casa con dolor de estómago, migraña y hasta el culo de todo, pero así estén cayendo chuzos de punta, me esperan.

– Pues vaya mierda -repuso Maggie con un mohín.

– Pues sí. Para los dos.

– ¿Y a qué viene esa chorrada de que esto no es una relación y que nos vemos a medio camino o no sé qué?

– Eso es lo que estamos haciendo. Por no hablar de que nos vemos todos los fines de semana, que no es ninguna tontería.

– Pues entonces es una relación, ¿no?

Siguió insistiendo, sin fijarse en las señales de peligro que le hacía Adam, cosa rara en ella, pero estaba muy disgustada por lo del día de Acción de Gracias, por no poder pasarlo con él. Le infundía coraje para desafiarlo, a él y a sus «normas».

– Una relación es para las personas que quieren acabar casándose. Yo no quiero, y te lo he dicho. Nosotros salimos, y a mí me va bien.

Maggie no añadió ni media palabra, y a la mañana siguiente volvió a su apartamento. Adam se sintió culpable durante toda la tarde por lo que había dicho. Tenían una relación. El no veía a nadie más y ella tampoco, que él supiera. Sencillamente no quería reconocerlo, pero tampoco quería herir los sentimientos de Maggie. Y no le gustaba nada no poder estar con ella en Acción de Gracias. Lo horrorizaba todo aquello y se sentía fatal. Cuando la llamó, Maggie estaba trabajando, y le dejó un mensaje cariñoso en el contestador.

No tuvo noticias de ella ni siquiera después del trabajo, y tampoco se presentó en su apartamento. La llamó por la noche, y no la encontró. Después la llamó cada hora, hasta medianoche. Pensó que no respondía para castigarlo, hasta que contestó una de sus compañeras de piso y le dijo que no estaba. La siguiente vez que llamó le dijeron que estaba durmiendo. Ella no lo llamó. Y a la tarde siguiente Adam echaba humo por las orejas. Por último decidió llamarla al trabajo, algo que raramente hacía.