– ¿Dónde estuviste anoche? -le preguntó, intentando parecer más tranquilo de lo que se sentía.
– Pensaba que solo salíamos juntos. ¿No decías que nada de preguntas? Tengo que comprobarlo, pero creo que así son las normas, puesto que no tenemos una relación.
– Oye, lo siento. Fue una estupidez. Es que estaba enfadado por lo de Acción de Gracias. Me siento como un gusano por dejarte sola.
– Eres un gusano por dejarme sola -lo corrigió ella.
– Maggie, ya está bien, por favor. Tengo que ir a Long Island. Lo juro por Dios, no tengo otra opción.
– Sí la tienes. No me importa si estás con tus hijos. Eso lo entiendo, pero deja de pasar las fiestas con tus padres para que te castiguen.
– Son mis padres, y tengo que ir. Oye, ven esta noche a casa. Te haré la cena y lo pasaremos bien.
– Tengo cosas que hacer. Llegaré a las nueve.
Parecía muy serena.
– ¿Qué tienes que hacer?
– No me hagas preguntas. Iré en cuanto pueda.
– ¿De qué va todo esto?
– Tengo que ir a la biblioteca -contestó Maggie, y Adam replicó, bufando:
– Es la excusa más absurda que he oído en mi vida. Muy bien. Nos vemos esta noche. Ven cuando quieras.
Colgó y sintió deseos de decirle que no fuera, pero quería verla y saber qué pasaba. Al menos dos noches a la semana no la encontraba en su casa cuando la llamaba. Si estaba viendo a alguien más, él quería saberlo. Maggie era la primera mujer a la que le era fiel desde hacía años. Y empezaba a pensar si no lo estaría engañando.
La esperaba, sentado en el sofá y tomando una copa, cuando apareció Maggie. Eran casi las diez, y Adam iba por la segunda copa. Había estado mirando el reloj cada cinco minutos. Maggie le dirigió una mirada de disculpa al entrar.
– Perdona. He tardado más de lo que pensaba. He venido lo antes posible.
– ¿Qué has estado haciendo? Dime la verdad.
– Creía que no íbamos a hacernos preguntas -contestó ella, nerviosa.
– [Déjate de gilipolleces! -le gritó Adam. -Sales con alguien, ¿verdad? Maravilloso. Perfecto, Durante los últimos once años he tenido poco menos que un harén. Apareces tú, y por primera vez desde hace años soy fiel. ¿Y qué haces tú? Tirarte a otro. -Adam -dijo Maggie en voz baja, mirándolo a los ojos desde enfrente, -no me estoy tirando a nadie. Lo juro.
– Entonces, ¿dónde estás cuando te llamo por la noche? No vuelves hasta casi las doce. Nunca estás en tu casa, y aquí tampoco.
Echaba chispas por los ojos y le iba a estallar la cabeza. Él con dolor de cabeza y la mujer por la que estaba loco follando con otro. No sabía si llorar o gritar. Quizá fuera justicia poética, por lo que él le había hecho a otras mujeres, pero cuando le pasaba a él no le gustaba nada. Estaba loco por Maggie.
– ¿Dónde has estado esta noche?
– Ya te lo he dicho -contestó ella con calma. -En la biblioteca.
– Maggie, por favor… al menos no me mientas. Ten huevos para decirme la verdad.
Al ver la desesperación reflejada en sus ojos, Maggie comprendió que no le quedaba más remedio. Tenía que decirle la verdad. No quería, pero si pensaba que se veía con otro, tenía derecho a saber lo que hacía cuando no estaba con él.
– Voy a clases preparatorias de derecho -dijo en voz baja pero con firmeza, y Adam se quedó mirándola. -¿Que vas adonde? Sin duda no había oído bien.
– Quiero terminar la secundaria y estudiar derecho, y voy a tardar como cien años en obtener la licenciatura. Solo puedo con dos asignaturas al semestre. De todos modos, no puedo permitirme más. Tengo una beca parcial. -Exhaló un profundo suspiro. Sentía gran alivio tras haberle contado la verdad. -Esta noche he estado en la biblioteca, porque tengo que entregar un trabajo. Hay parciales la semana que viene.
Adam siguió mirándola con incredulidad y al final su cara se distendió con una sonrisa.
– Es una broma, ¿no?
– No, no es ninguna broma. Llevo ya dos años.
– ¿Por qué no me lo habías contado?
– Porque pensaba que te reirías de mí.
– ¿Y por qué demonios me iba a reír?
– Porque no quiero ser camarera el resto de mi vida, y tampoco busco a un hombre que me rescate. No quiero depender de nadie. Quiero valerme por mí misma.
Al oír aquellas palabras a Adam casi se le llenaron los ojos de lágrimas. Todas las mujeres que había conocido o con las que había salido querían embaucar al primer desgraciado que apareciera, incluido él, y Maggie se deslomaba trabajando, sirviendo mesas, iba a clase dos veces a la semana y aspiraba a estudiar derecho. Jamás le había pedido ni un centavo. Y con más frecuencia de lo que a él le habría gustado se presentaba con algo de comer y un regalito para él. Era una mujer fantástica.
– Ven aquí -dijo, haciéndole una señal. Maggie fue hasta donde estaba sentado, y Adam la rodeó con sus brazos. -Quiero que sepas que me pareces fantástica, la mujer más increíble que he conocido en mi vida. Te pido perdón por haber sido un gilipollas, y también por haber estado a punto de dejarte sola en Acción de Gracias, pero te prometo que lo celebraremos el jueves, y que no volveré a darte la brasa preguntándote dónde has estado. Y otra cosa -añadió con naturalidad, pero con una ternura en los ojos que Maggie no había visto nunca. -Quiero que sepas que te quiero.
– Yo también te quiero -susurró Maggie. Adam nunca se lo había dicho. -Entonces, ¿qué pasa con las reglas?
– ¿Qué reglas?
Adam parecía perplejo.
– Pues las reglas. ¿Significa que solo salimos o que ya tenemos una relación?
– Significa que te quiero, Maggie O'Malley. Que le den por saco a las reglas. Ya lo veremos más adelante.
– ¿Sí?
Parecía ilusionada.
– Claro que sí. Y la próxima vez que te hable de reglas, recuérdame que soy un imbécil. Por cierto, ¿de qué es el trabajo?
– Agravios.
– Joder. Bueno, mañana me enseñas qué has hecho. Esta noche estoy demasiado borracho.
Pero los dos sabían que no estaba tan borracho, sino que le apetecía más llevarla a la cama y hacer el amor. Desde luego, para eso no estaba demasiado borracho.
– ¿De verdad me vas a ayudar?
– Por supuesto. Vas a terminar derecho en un tiempo récord.
– No puedo -replicó Maggie muy seria. -Tengo que trabajar.
No estaba pidiendo ayuda, sino constatando un hecho.
– Ya hablaremos de eso en otra ocasión.
La levantó en brazos y la llevó al dormitorio.
– ¿Lo has dicho en serio? -le preguntó Maggie cuando la dejó en la cama. -¿O es que estás borracho?
– No, Maggie. No estoy borracho. Y lo he dicho en serio. Te quiero. Lo que pasa es que a veces tardo un poco en darme cuenta de las cosas.
Aunque no estaba nada mal para él, dos meses. Maggie le sonrió, y Adam apagó la luz.
CAPÍTULO 17
Gray llamó a Charlie a su despacho la semana anterior al día del Acción de Gracias, y le dio la impresión de que estaba inusualmente apagado.
– ¿Qué vas a hacer en Acción de Gracias?
– Pues nada, la verdad -contestó Charlie.
Él también lo había estado pensando. Las festividades siempre le habían resultado difíciles y no le gustaba hacer planes. Para él eran días en que las personas con familia se reunían y compartían el calor del hogar, y para quienes no la tenían, ocasiones para sentir el frío y el vacío de cuanto habían perdido y no volverían a tener.
– Sylvia y yo habíamos pensado si te gustaría cenar con nosotros. Ella va a preparar el pavo, o sea que será bastante bueno. Charlie se echó a reír. -Pues sí que me gustaría.
Sería una forma agradable y nada dolorosa de pasar el día con su amigo.
– Y si quieres, que venga Carole.
– No creo que sea necesario, pero gracias -contestó Charlie, tenso.
– ¿Tiene otros planes?
Gray notó que pasaba algo.
– Supongo, La verdad es que no lo sé.
– Eso no suena muy bien -dijo Gray, preocupado por Charlie.
– No, desde luego. Tuvimos una pelea tremenda hace dos semanas, y lo de Carole y yo ya es historia. Fue divertido mientras duró.
– Cuánto lo siento. Supongo que descubriste un defecto imperdonable.
Siempre le pasaba lo mismo. No fallaba.
– Sí, podría llamarse así. Me ha mentido, y yo no puedo estar con una mujer en la que no confío.
– Supongo que no.
Gray lo conocía lo suficiente para saber que, una vez descubierto el defecto imperdonable, Charlie salía corriendo. Ya había cumplido. Le dijo que fuera a cenar a casa de Sylvia a las seis, y colgaron unos minutos después. Le contó a Sylvia la mala noticia sobre Carole aquella noche. Sylvia también lo lamentó.
– Siempre hace lo mismo -le dijo Gray, entristecido. -Siempre anda buscando algo, sea lo que sea, que signifique que la mujer no es ninguna santa ni ningún ángel, y entonces, ¡zas!, Charlie se larga. No puede perdonar las debilidades de las mujeres ni reconocer que puede seguir queriéndolas y dejarlas un poco en paz. Nunca. Tiene tal miedo a que le hagan daño, se mueran o lo abandonen que las echa de su vida a la primera que estornuden. Es lo que hace, siempre.
– Sí, y Carole habrá estornudado -repuso Sylvia, con expresión pensativa.
Aunque no conocía bien a Charlie, tenía la impresión de saber muchas cosas de él por lo que le había contado Gray, ya que hablaba mucho de él. Más que amigos, eran hermanos y, en ambos casos, la única familia que tenían. Gray le había contado que tenía un hermano mucho más joven que él, que también habían adoptado sus padres adoptivos, pero que hacía muchos años que no lo veía ni sabía nada de él. Charlie era su hermano del alma, y por lo que Sylvia sabía, no le costaba trabajo imaginarse lo que había ocurrido en cada ocasión. Le aterrorizaba que la mujer en cuestión lo abandonara, razón por la cual él la plantaba primero.
– No es nada flexible, no cede en nada. -Los dos sabían, por experiencia propia, que en una relación hay que aceptar ciertas cosas. -Dice que Carole le ha mentido, pero ¿qué leches? ¿Quién no miente alguna vez? Son cosas que pasan, y todos hacemos tonterías.
Sylvia asintió con la cabeza; sentía curiosidad por lo que había ocurrido.
– ¿Sobre qué le mintió?
– No me lo dijo; pero, a juzgar por asuntos pasados, no será nada importante, pero a él le sirve de ejemplo o de excusa para ilustrar que podría mentirle sobre algo importante. Así es como suele funcionar, como en el teatro kabuki: gestos horribles, muchos ruidos, como si estuviera atacado. «No puedo creer que…» Pero a mí sí puedes creerme, yo me conozco la historia, y es una verdadera lástima, qué mierda. Va a acabar él solo cualquier día de estos.
En realidad ya estaba solo.
– A lo mejor es lo que quiere -dijo Sylvia pensativamente.
– No me gusta verlo así.
Gray sonrió a Sylvia con tristeza. Le habría gustado ver a su amigo tan feliz como estaba él. Todo entre Sylvia y él iba viento en popa, como ocurría desde que se habían conocido. A veces se reían porque nunca habían discutido por nada y ni siquiera habían tenido una primera pelea. Sabían que cualquier día pasaría algo, pero aquel momento aún no había llegado. Parecían encajar perfectamente en todos los sentidos, y seguían en plena luna de miel.
Charlie se presentó a las seis en punto el día de Acción de Gracias. Llevó dos botellas de un excelente vino tinto, una botella de Cristal y otra de Cháteau d'Yquem. Iba a ser una cena estupenda, con buena comida, buen vino y buenos amigos.
– ¡Por Dios, Charlie, si con esto casi podríamos abrir un bar! -exclamó Sylvia. -¡Y menuda calidad!
– Como supongo que mañana vamos a tener resaca, pues mejor a lo grande -repuso Charlie, sonriéndole.
Sylvia llevaba pantalones de terciopelo negro, jersey blanco, unos pequeños pendientes de diamantes y la larga melena negra recogida en un moño. Cada vez que sus ojos se encontraban con los de Gray sonreía con ternura. Charlie nunca había visto tan feliz a su amigo, y le llegó a lo más hondo del corazón. Ya se había acabado lo de las locas y chifladas, los ex novios sicóticos con amenazas de muerte, las mujeres que lo dejaban sin más o intentaban prenderle fuego a sus cuadros cuando se largaban de su casa. Sylvia era lo que cualquier hombre habría deseado, y para cualquiera que los viera juntos, saltaba a la vista que para ella Gray significaba lo mismo.
A Charlie le encantó que lo trataran tan bien, lo alivió infinitamente, pero al mismo tiempo se sintió excluido. Ante dos personas que se querían tanto, uno siempre nota lo que le falta, y para Charlie fue una experiencia agridulce. Sylvia había preparado una comida estupenda con la ayuda de Gray. La mesa estaba preciosa, la mantelería era una maravilla, y el centro de flores perfecto. Gray estaba muy feliz, disfrutando de la calidez de un amor compartido.
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