– ¿Carole?
– ¿Charlie?
Los dos parecían igualmente sorprendidos.
– Esto… bueno, quería felicitarte el día de Acción de Gracias -dijo Charlie, casi atragantándose.
– Pensaba que no volvería a saber nada de ti -repuso Carole, estupefacta. Habían pasado casi cuatro semanas. -¿Estás bien?
– Sí, bien -contestó Charlie, tumbado en la cama y paladeando la voz de Carole con los ojos cerrados. Le dio la impresión de que Carole estaba temblando, y así era, tumbada en su cama, al volver a oír la voz de Charlie. -Lo he celebrado con Sylvia y Gray. -Algo de lo que le habían dicho debía de haberle llegado a lo más hondo, porque sabía que, si no, no la habría llamado. Por primera vez en su vida había echado el freno, se había parado a mirar a su alrededor y había dado media vuelta. Estaba en el último tramo, de nuevo con tierra a la vista. -Ha estado muy bien. Y tú, ¿qué tal?
Carole suspiró y sonrió. Qué alivio, poder hablar de cosas mundanas.
– Como siempre. Nadie de mi familia agradece lo que tiene. Se consideran tan maravillosos, tienen tanta confianza en sí mismos que te da vergüenza ajena. Ni se les pasa por la cabeza que haya otras personas que no tienen lo mismo que ellos, y que a lo mejor ni siquiera lo desean. Para nosotros no es una celebración familiar, sino que somos maravillosos por ser la familia Van Horn. A mí me pone mala. El año que viene voy a celebrar Acción de Gracias en el centro, con los niños. Prefiero comer emparedados de pavo o de mantequilla de cacahuete con mermelada, que a lo mejor es lo que tenemos cuando se acabe el dinero que tú nos diste, a tomar champán y faisán. Se me atragantan. Y encima detesto el faisán, desde siempre.
Charlie sonrió. Sylvia y Gray tenían razón, y seguramente él se había equivocado. Carole llevaba como una carga ser una Van Horn. Quería ser como los demás, y él a veces sentía lo mismo.
– A mí se me ocurre una idea mejor -dijo con tranquilidad.
– Dime -repuso Carole, conteniendo el aliento. No tenía ni idea de lo que iba a contarle, pero le encantaba el sonido de su voz. Y todo lo demás de Charlie.
– Pues a 4o mejor el próximo año podríamos celebrar Acción de Gracias juntos, con Sylvia y Gray. El pavo estaba muy bueno.
Charlie sonrió al recordar la tarde que había pasado con ellos, tan agradable y tan íntima, y que habría sido aún mejor si Carole hubiera estado allí.
– Me encantaría -dijo Carole con lágrimas en los ojos, y decidió presentar cara a su deslealtad. No pensaba en otra cosa desde hacía cuatro semanas. Sus motivos habían sido lícitos, pero sabía que había obrado mal. Si quería estar con Charlie, y amarlo, tenía que decirle la verdad, por mucho que a él no le gustara o por mucho que lo atemorizara. Tenía que confiar en él lo suficiente para que comprendiera quién era realmente ella, costara lo que costase. -Siento haberte mentido. Fue una estupidez -añadió con tristeza.
– Ya lo sé. Yo también cometo estupideces, como todo el mundo. A mí me daba miedo decirte lo del barco.
Había sido un pecado de omisión, no de obra, pero Charlie lo había cometido por las mismas razones. A veces resultaba muy difícil vivir allí fuera, en el mundo, visible para todos, como un enorme blanco al que cualquiera podía apuntar. También a veces Charlie tenía la sensación de llevar una diana pintada en la espalda, y parecía que a Carole le ocurría lo mismo. No resultaba fácil vivir así.
– Me gustaría ver tu barco algún día -dijo Carole con cierta prudencia. No quería pasarse; simplemente se sentía agradecida por el hecho de que Charlie la hubiera llamado, mucho más agradecida de lo que Charlie podía imaginarse, mientras derramaba lágrimas sobre la almohada. Incluso había rezado para que Charlie volviera a ella, y por una vez en su vida sus oraciones habían sido escuchadas. La última vez que lo había hecho, cuando su matrimonio se vino abajo, no funcionó; pero claro, al final, Dios sabe lo que se hace.
– Pues lo verás -le prometió Charlie. No se le podía ocurrir nada mejor que estar con Carole en el Blue Moon. -Oye, ¿qué vas a hacer mañana?
– Pues no tenía nada pensado, pero me gustaría pasarme por el centro. La oficina está cerrada, pero los críos están allí, y se ponen un poco nerviosos durante los puentes y tal. Lo pasan mal durante las fiestas.
– Lo mismo que me pasa a mí-dijo Charlie con toda sinceridad. -Es que detesto las fiestas, es lo que más odio en el mundo. -Le traían demasiados recuerdos de los seres queridos que había perdido. El día de Acción de Gracias era tremendo, pero la Navidad era aún peor. -¿Nos vemos mañana para comer?
– Estupendo -repuso Carole sonriendo de oreja a oreja, encantada.
– Si quieres, primero nos pasamos por el centro. No voy a llevar el reloj de oro -dijo Charlie en tono burlón.
– Mejor ponte el traje de león. Te lo has ganado a pulso, por el valor que has demostrado -contestó Carole con admiración por el hecho de que Charlie la hubiera llamado.
– Pues sí -dijo Charlie. Le había costado mucho trabajo, pero se alegraba. Sabía que se lo debía a Sylvia y Gray. Gracias a ellos había reunido suficiente valor para llamarla. -Te paso a buscar a mediodía.
– Vale, Charlie. Y oye… gracias.
– Buenas noches -dijo Charlie con dulzura.
CAPÍTULO 18
A Adam se le antojó una eternidad el trayecto por la autopista de Long Island en el Ferrari. No había pasado la noche con Maggie porque no quería enfrentarse a sus comentarios, por certeros que fueran, cuando tuviera que marcharse a ver a su familia. La había llevado a su casa la noche anterior, y sabía que iba a pasar el día sola, pero él no podía hacer nada. Pensaba que hay cosas en la vida que no se pueden cambiar ni evitar. Era su código ético, su sentido de la responsabilidad para con su familia, por doloroso que le resultara. Pasar el día de Acción de Gracias con su familia era una responsabilidad que no podía eludir, por mucho que le costara. Desde luego que Maggie tenía razón, pero eso no cambiaba las cosas. Ir a pasar el día con ellos era como ponerse ante un pelotón de fusilamiento. A pesar del fastidio, se sintió agradecido por el embotellamiento que lo retrasaba, como si fuera un aplazamiento de la sentencia de muerte. También le habría venido bien un pinchazo en una rueda.
Llegó casi con media hora de retraso. Su madre le dirigió una mirada asesina cuando entró por la puerta, a modo de bienvenida.
– Lo siento, mamá. Hay un tráfico temible. He llegado lo antes que he podido.
– Si hubieras salido antes, habrías llegado antes. Seguro que si hubiera sido para ver a una mujer, lo habrías hecho.
Zas. La primera en la frente, y Adam sabía que no sería la última. No tenía sentido intentar responder, y se quedó callado. Uno a cero, como siempre.
El resto de la familia ya había llegado. Su padre estaba resfriado. Sus sobrinos y sobrinas se encontraban fuera. Su cuñado tenía nuevo trabajo. Su hermano hizo comentarios supuestamente socarrones sobre el trabajo de Adam. Su hermana se quejaba, para variar. Nadie hablaba de nada que le interesara. Su madre dijo que había leído en alguna parte que Vana le daba a las drogas y que por qué quería clientes como ella, y qué clase de bufete era en el que estaba metido, que defendía a drogadictos y putas.
A Adam se le encogió el estómago, como era de esperar, no más de lo normal, pero de todos modos era algo muy molesto. Su madre se puso a hablar de que ella se estaba haciendo mayor, que ya no iba a durar mucho y que todos debían aprovechar el poco tiempo que le quedaba. La hermana de Adam tenía la mirada clavada en el infinito. El hermano dijo que, según tenía entendido, los Ferrari era una auténtica porquería últimamente. La madre ensalzó con verdadero entusiasmo las virtudes de Rachel. El padre se quedó dormido antes de comer. Por culpa de las pastillas para el resfriado, según explicó la madre, quien a continuación hizo un comentario supuestamente gracioso sobre la ruptura de Adam con Rachel, y que si él hubiera sido más atento, no lo habría dejado, encima por un episcopaliano. ¿Es que no le preocupaba que un cristiano estuviera criando a sus hijos? ¿Qué le pasaba? Si ni siquiera había ido a la sinagoga en Yom Kipur. Con todo lo que se habían esforzado por darle una buena educación, no iba al templo, ni siquiera en las fiestas, y salía con mujeres que parecían prostitutas. A lo mejor quería convertirse. El tiempo se detuvo de repente para Adam ante aquella palabrería. Oyó la voz de Maggie. Pensó en ella, en el mísero apartamento de Nueva York en el que estaba. Justo cuando Mae entró para decir que la comida estaba servida, él se levantó, y su madre se quedó mirándolo.
– ¿Qué te pasa? Pareces enfermo.
Adam se había puesto más blanco que el papel.
– Sí, eso me parece.
– A lo mejor tienes gripe -dijo su madre, volviéndose a continuación para decirle algo al hermano de Adam.
Adam se limitó a quedarse allí, inmóvil, mirándolos. Maggie tenía razón, y él lo sabía,
– Tengo que irme -dijo, dirigiéndose a todos los que estaban en la habitación, pero mirando a su madre.
– Pero ¿te has vuelto loco? Si todavía no has comido -dijo la madre, mirándolo con severidad.
Pero, viera lo que viese, no era realmente Adam. A quien veía era al pequeño Adam, al que se había pasado la vida riñendo, la criatura que se había interpuesto de golpe en su vida y en sus partidas de bridge, a quien había censurado desde el mismo día en que nació; no al hombre que había llegado a ser, con sus logros, sus decepciones y su dolor. A nadie de aquella familia le importaba el dolor que pudiera sentir Adam, ni siquiera cuando Rachel lo dejó. Al fin y al cabo, era culpa suya, como siempre. Y sí, a lo mejor salía con mujeres que parecían putas, pero ¿y qué? Se portaban con él mucho mejor que toda su familia junta, y no le daban por saco. Lo único que ellas querían era que les pagara operaciones de tetas y de nariz, y darle un par de palos a su tarjeta de crédito. Y Maggie ni siquiera quería eso. No quería nada, salvo a él. Su padre se despertó y miró a su alrededor. Vio a Adam en medio de la habitación.
– ¿Qué pasa? ¿Ocurre algo?
Todos se habían quedado inmóviles mirando a Adam, que dijo, dirigiéndose a su padre:
– Me marcho. No puedo seguir con esto.
– Siéntate -le dijo su madre, como si aún tuviera cinco años y se hubiera levantado de la mesa en un momento inoportuno. Pero no era un momento inoportuno; era el que mejor venía a cuento, y ya iba siendo hora. Maggie tenía razón: no debería haber ido n casa de sus padres. Si no podían respetarlo, si no les importaba un pimiento quién era, si ni siquiera eran capaces de comprenderlo, si pensaban que se merecía todas las putadas que le había hecho Rachel y las que seguía haciéndole, pues quizá no eran su familia, o no se merecían serlo. Sí, tenía a sus hijos, y eso era lo único que le importaba, pero los niños no estaban allí. Los que estaban en aquella casa eran extraños, y siempre lo habían sido. Y así querían ellos que siguiera la situación. Bien. Ya iba siendo hora. Tenía nada menos que cuarenta y un años.
– Lo siento, papá -dijo Adam con calma. -No puedo seguir con esto.
– ¿Seguir con qué? -Su padre parecía confuso. Con las pastillas para el resfriado se había aturullado un poco más, pero no tanto. A Adam le dio la impresión de que sabía perfectamente lo que ocurría, pero que no tenía intención de enfrentarse a ello. Como siempre. Le resultaba más fácil, y aquel día no iba a ser distinto. -¿Adónde vas?
– Me voy a casa -respondió Adam, mirando a los que estaban en aquella habitación, a quienes siempre le habían hecho la vida imposible, a quienes siempre le habían cerrado las puertas. Y en aquel momento él decidió salir por la puerta.
– Estás enfermo -dijo su madre, mientras Mae se quedaba en el umbral de la puerta, sin saber qué decir. -Ve al médico. Es que necesitas medicación o algo, un terapeuta. Estás pero que muy enfermo, Adam.
– Solo cuando vengo aquí, mamá. Cada vez que salgo de esta casa se me pone el estómago en la boca. No tengo ninguna necesidad de volver aquí para ponerme malo. No estoy dispuesto. Que lo paséis bien. Es el día de Acción de Gracias.
Dio media vuelta y salió de la habitación sin añadir palabra, sin esperar a más insultos. Ya estaba bien. Mae le guiñó un ojo cuando salió. Nadie intentó detenerlo, y nadie dijo nada. Sus sobrinos apenas lo conocían, a su familia no le importaba, y ya no quería que a él le importara su familia. Se los imaginó mirándose unos a otros mientras oían alejarse el Ferrari y después entrando en el comedor, Nadie volvió a mencionar su nombre.
Adam aceleró. Había menos tráfico para volver a la ciudad, y al cabo de media hora entraba en la carretera de F. D. R., sonriente. Se sentía libre, por primera vez en su vida, realmente libre. Se echó a reír. Quizá su madre tuviera razón y estuviera loco, pero en su vida se había sentido más cuerdo. Y tenía el estómago estupendamente. Tenía un hambre de lobo. Y lo único que deseaba en ese momento era a Maggie.
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