Se paró en el supermercado camino del apartamento de Maggie. Tenían todo lo que necesitaba, y compró un pavo precocinado, prerrellenado, precosido, todo menos precomido, con la guarnición tradicional. Se llevó todo el tinglado de gelatina de arándanos, batatas, guisantes, galletas que solo había que calentar, puré de patatas y tarta de calabaza para el postre. Por 49,99 dólares adquirió todo lo que necesitaba. Diez minutos más tarde llamaba a la puerta de Maggie, que contestó con cautela. No esperaba a nadie, y se quedó pasmada al oír a Adam. Apretó el timbre inmediatamente para dejarlo entrar y le abrió la puerta del apartamento en bata. Estaba hecha un asco, sin peinar y con manchurrones de rímel en la cara. Adam vio que había llorado. Maggie lo miró, confusa y extrañada.
– ¿Qué ha pasado? ¿Cómo es que no estás en Long Island?
– Vístete. Vamos a casa.
– ¿Adónde? -Adam parecía enloquecido. Llevaba traje gris marengo, camisa blanca, corbata y zapatos relucientes. Iba impecable, pero sus ojos lanzaban destellos. -¿Estás borracho?
– No. No podría estar más sobrio. Anda, vístete. Nos vamos.
– ¿Adónde?
No se movió, y Adam recorrió el apartamento. Era espantoso, peor de lo que se imaginaba. No se le había ocurrido que pudiera vivir en un sitio así. Había dos camitas plegables sin hacer en el dormitorio y sacos de dormir en dos desvencijados sofás en el cuarto de estar. Las dos únicas lámparas de la habitación tenían las pantallas rotas. Todo estaba desparejado y sucio, las persianas rotas y arrancadas, la alfombra mugrienta y en medio de la habitación colgaba una bombilla desnuda de un cable pelado. Los muelles de los sofás estaban hundidos y llegaban hasta el suelo, y un cajón naranja hacía las veces de mesita. Adam era incapaz de imaginarse cómo se podía vivir así, ni que Maggie pudiera salir de aquel agujero con un aspecto medianamente decente. Había ropa sucia tirada en el suelo del cuarto de baño y platos sucios por todas partes, Al subir, en el pasillo había notado olor a gatos y orina. Se le encogió el corazón al ver a Maggie allí, en bata, una bata deshilachada y vieja que la hacía parecer una niña.
– ¿Cuánto pagas por este apartamento? -le preguntó sin rodeos. Prefirió no decir «pocilga», pero eso era.
– Mí parte son 175 dólares -contestó Maggie avergonzada.
Nunca lo había dejado subir, y él no se lo había pedido. Adam empezó a sentirse culpable también por eso. Aquella mujer dormía en su cama casi todas las noches, le había dicho que la quería y cuando ella lo dejaba volvía a aquel agujero. Era peor que lo de Cenicienta teniendo que limpiar la casa de su madrastra y fregar el suelo de rodillas. Era una auténtica pesadilla, y el resto del tiempo lo pasaba en el Pier 92, donde no paraban de pellizcarle el culo.
– No puedo pagar más -añadió en tono de disculpa, y Adam tuvo que contener las lágrimas.
– Vamos, Maggie -dijo con dulzura. La rodeó con los brazos y la besó. -Vamos a casa.
– ¿Y qué vamos a hacer? ¿No tienes que ir a casa de tus padres?
Pensó que a lo mejor no había ido todavía y que había pasado a verla antes de salir de la ciudad. En sus sueños, Adam le pedía que fuera a casa de sus padres con él, pero no comprendía hasta qué punto habría sido una experiencia totalmente deprimente.
– Ya he ido y he vuelto. Me he marchado, sin más. He vuelto para estar contigo. No soporto más esa mierda.
Maggie le sonrió. Se sentía orgullosa de él, y Adam lo sabía. Y él también se sentía orgulloso. Era lo más valiente que había hecho en su vida, y gracias a Maggie. Ella le había abierto los ojos, y al ver y oír, Adam ya no pudo más. Ella le había recordado que sí tenía elección.
– ¿Vamos a comer fuera? -preguntó Maggie, pasándose la mano por el pelo.
Estaba hecha un adefesio, y no esperaba ver a Adam hasta la noche.
– No, voy a prepararte la comida de Acción de Gracias en casa. Venga, vamos.
Se sentó en uno de los sofás, que se hundió hasta el suelo. Todo parecía tan sucio que no le hizo ninguna gracia sentarse. No entendía cómo se podía vivir allí; jamás se le había pasado por la cabeza que hubiera gente viviendo así, y mucho menos Maggie. Se le encogía el corazón solo de pensarlo.
Maggie tardó veinte minutos en vestirse. Se puso unos tejanos, una cazadora Levis y unas botas, se lavó la cara y se peino. Dijo que se ducharía y se maquillaría en casa de Adam, y que allí tenía ropa como es debido. No le gustaba dejarla en el apartamento, porque sus compañeras se la ponían sin pedirle permiso y luego no se la devolvían, ni siquiera los zapatos. Tras haber visto dónde vivía Maggie, a Adam le parecía inconcebible que estuviera siempre tan guapa. Había que ser poco menos que un mago para salir de un agujero inmundo como aquel y parecer, actuar y sentirse como un ser humano, pero ella lo conseguía.
Adam bajó la escalera detrás de Maggie, y a los dos minutos iban como una flecha en el Ferrari camino de la casa de Adam. Maggie lo ayudó a llevar la comida y a prepararla, y después se duchó e hicieron el amor. Maggie puso la mesa mientras Adam trinchaba el pavo, y cenaron en la cocina, los dos en albornoz. Después volvieron a la cama, y Adam la abrazó, pensando en todo lo que había ocurrido aquel día. Habían avanzado mucho en aquel largo camino.
– Pues supongo que tenemos una relación -dijo, estrechándola entre sus brazos y sonriéndole.
– ¿Por qué dices eso? -preguntó Maggie, y le devolvió la sonrisa. Le parecía tan maravilloso como ella a él.
– Bueno, hemos pasado un día festivo juntos, ¿no? A lo mejor incluso hemos iniciado una tradición, pero el año que viene tendremos que vestirnos, porque vendrán mis hijos, y no pienso llevarlos a casa de mi madre.
Todavía tenía que tomar una decisión sobre Janucá, pero para eso faltaban varias semanas. No quería apartar a los niños de sus padres, pero tampoco estaba dispuesto a seguir sacrificándose ni a dejar que lo torturasen. Aquella época había tocado a su fin. Existía una mínima posibilidad de que el hecho de haberse largado de aquella casa les hubiera dado una lección y empezaran a tratarlo mejor, pero lo dudaba. Lo único que sabía en aquel momento es que se sentía feliz con Maggie y que no le dolía el estómago. Y no era poco; aún más, era un enorme progreso.
Hasta el domingo por la noche Adam no le pidió a Maggie lo que llevaba pensando todo el fin de semana. Suponía un gran paso, pero no podía consentir que volviera a aquel agujero después de lo que había visto. Se sentía aterrado, pero al fin y al cabo no significaba casarse, se decía.
En esos momentos recogían los platos de la cena, antes de que Maggie se marchara. Habían terminado los restos del pavo a mediodía, que estaban riquísimos. El mejor día de Acción de Gracias para Adam hasta la fecha, y sin duda también para Maggie.
– Oye, ¿y si te vinieras a vivir aquí? O sea… para ver qué tal… cómo nos va… Te pasas aquí la mayor parte del tiempo… y así podría ayudarte con los deberes…
Se calló cuando Maggie lo miró, confusa. Estaba emocionada, pero le daba miedo.
– No sé -dijo, perpleja. -No quiero depender de ti, Adam. Lo que has visto es lo único que puedo pagar. Si me acostumbro a esto y un día me das una patada en el culo y me echas de aquí, me costará mucho trabajo volver a lo de antes.
– Pues no vuelvas. Quédate aquí. Maggie, no pienso darte una patada en el culo ni echarte de aquí. Te quiero, y de momento funciona.
– Precisamente de eso se trata. Tú lo has dicho: de momento. ¿Y si empieza a no funcionar? Ni siquiera puedo contribuir al alquiler.
Aquellas palabras enternecieron a Adam, y contestó, encantado:
– Ni falta que hace. La casa es mía.
Maggie sonrió y le dio un beso.
– Te quiero. No quiero aprovecharme de ti. No quiero nada de ti, solo a ti.
– Ya lo sé. Pero yo quiero que te vengas a vivir aquí. Te echo de menos cuando no estás. -Puso cara de perrito desamparado. -Cuando no estás me duele la cabeza. -Además, le gustaba saber dónde andaba Maggie.
– Ya está bien de culpabilidad judía. -Maggie se levantó, lo miró y asintió lentamente. -Vale… Me vengo aquí, pero voy a mantener el apartamento una temporada, por si acaso. Si no nos funciona o nos hartamos el uno del otro, volveré allí.
No era una amenaza, sino una actitud muy sensata, y Adam la respetó aún más.
Maggie se quedó allí aquella noche, y justo cuando Adam se acurrucó junto a ella, a punto de quedarse dormido, le dio un golpecito en un hombro y él abrió un ojo. Maggie tenía la costumbre de querer discutir asuntos tremebundos o tomar decisiones capaces de cambiarle la vida justo cuando a él le entraba el sueño. Ya le había pasado con otras mujeres, y pensaba que era cuestión de cromosomas, algo genético. Las mujeres querían hablar cuando los hombres querían dormir.
– ¿Sí? ¿Qué pasa? -Apenas podía mantenerse despierto.
– Entonces, ¿qué es esto ahora? -Parecía completamente despierta.
– ¿Eh?¿Qué?
– Pues que si estamos viviendo juntos y hemos celebrado el día juntos, supongo que es una verdadera relación, ¿no? O si estamos viviendo juntos, ¿cómo lo llamas?
– Lo llamo dormir… Me hace falta, y a ti también… Te quiero. Ya hablaremos mañana… Se llama vivir juntos, y está muy bien…
Casi se había quedado dormido.
– Sí, desde luego -repuso Maggie, sonriendo, demasiado excitada para dormirse. Se quedó allí mirando a Adam, que se dio la vuelta y se puso a roncar.
CAPÍTULO 19
Charlie recogió puntualmente a Carole el viernes a mediodía y la llevó a comer a La Goulue. Era un restaurante de moda de Madison Avenue, con buen menú y una clientela muy animada. Ya no se sentía tan obligado a llevarla a restaurantes más modestos, ahora que sabía quién era, y a los dos les apetecía ir a un sitio agradable. Comieron estupendamente y después dieron un paseo por Madison Avenue, viendo escaparates.
Carole se abrió a él sobre su vida anterior, por primera vez. Gray tenía razón. La sangre azul y las casas elegantes no suponían necesariamente una infancia feliz. Le habló de lo fríos y distantes que eran sus padres, de la frialdad entre ellos y de que para ella eran emocional y físicamente inaccesibles. La había criado una niñera, nunca veía a sus padres, y al parecer su madre era un bloque de hielo con forma humana. No había tenido hermanos con los que consolarse; era hija única. Le dijo que pasaba semanas enteras sin ver a sus padres, y que ellos estaban profundamente disgustados por el rumbo que le había dado a su vida. Había llegado a odiar todo lo que representaba su mundo, la hipocresía, la obsesión por lo material, la indiferencia hacia los sentimientos de los demás y la falta de respeto por cualquiera que no llevara aquella clase de vida. Al oírla, saltaba a la vista que había sido una niña solitaria. Al final había pasado de la glacial indiferencia de su familia a los malos tratos del hombre que había sido su marido, quien, como sospechaba Gray, se había casado con Carole por ser ella quien era. Cuando la dejó, ella quiso divorciarse no solo de él, sino de todo lo que lo había arrastrado hacia ella y de una serie de valores que Carole había detestado toda su vida.
– No lo puedes hacer, Carole -dijo Charlie con dulzura. Él también había deseado hacerlo en muchas ocasiones, aunque no hasta tal extremo, pero ella había pagado un precio más alto. -Tienes que aceptar quién eres. Haces una labor maravillosa con los niños con los que trabajas, y no necesitas prescindir de todo lo que eres para eso. Puedes disfrutar de los dos mundos.
– No disfruté de mi infancia, nunca -replicó Carole con toda honradez. -Lo detestaba todo desde muy pequeña. Querían jugar conmigo por quién era yo o no querían jugar conmigo precisamente por ser quien era. Nunca sabía qué podía esperar de la gente, y me costaba mucho trabajo averiguarlo.
Charlie comprendió cómo debía de sentirse, y mientras seguían paseando recordó una cosa. Vaciló en contárselo tan pronto, después de tanto tiempo sin verse, pero era como si nunca se hubieran separado. Iban del brazo por Madison Avenue, charlando. Charlie tenía la sensación de formar parte de la vida de Carole, y a ella le ocurría otro tanto con él.
– A lo mejor me matas por esto -empezó a decir Charlie con cautela mientras cruzaban la Setenta y dos en dirección norte.
El tiempo había cambiado y hacía frío, pero el aire era limpio y vigorizante. Carole llevaba un gorro de lana, y guantes y bufanda de cachemir, y Charlie se subió el cuello del abrigo.
– Todos los años voy a una fiesta -prosiguió-que, por lo que me has contado, seguramente a ti no te gustaría, pero pienso que tengo que ir, y este año además presentan en sociedad a las hijas de dos amigos míos. Todos los años voy al baile del Hospital, donde presentan a las debutantes. Aparte de las evidentes complicaciones sociales, siempre es una fiesta agradable. ¿Querrías venir conmigo, Carole? -preguntó, esperanzado, y ella se rió. Después de los discursos que le había soltado sobre lo mucho que detestaba «su mundo», Carole sabía que seguramente a Charlie lo aterrorizaba invitarla a una fiesta a la que acudirían las chicas de sangre azul para ser «presentadas en sociedad». Era una tradición arcaica, esnob, pero que Carole conocía muy bien.
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