Pero sabía que, si no cedía, podía romper la especie de trato que tenía con ella. Pensaba que no tenía otra opción, y Charlie lo sintió por los dos. Comprendía cuánto significaban para Sylvia sus hijos, de los que se sentía tan orgullosa, y también que estaba enamorada de Gray.

– Bueno, a ver si lo solucionáis -dijo Charlie con cariño. -Sería una lástima que lo dejarais. -Gray parecía tan feliz desde que estaba con Sylvia… Y Charlie les contó lo de Carole. -Gray, he seguido tu consejo, y espero que tú hagas lo mismo, que te comprometas un poquito. Como no lo hagas, te arrepentirás.

– Seguro que sí-repuso Gray, con aire de resignación. Estaba decidido a pagar el precio por su decisión e incluso perder a Sylvia con tal de no conocer a sus hijos.

– Pues yo os tengo que contar una cosilla -dijo Adam con cierta timidez, y sus amigos lo miraron. -¿Te acuerdas de Maggie, cuando estuvimos en el concierto de Vana? -dijo, dirigiéndose a Charlie, que asintió con la cabeza. -Acaba de venirse a vivir a casa -añadió, medio avergonzado, medio orgulloso, y sus amigos se quedaron atónitos.

– ¿Que ha hecho qué? -le preguntó Charlie. Recordaba el aspecto de Maggie aquella noche y que le había dado lástima. Parecía buena chica, un alma cándida. -¿Tú? ¿El que dice «no voy a volver a atarme, quiero mi libertad y un millón de mujeres»? ¿Y cómo ha sido?

Maggie no le había dado la impresión de ser una lianta, pero a saber. Desde luego, algo había hecho para cambiar tanto a Adam.

– Va a clases nocturnas para entrar en la facultad de derecho, y pensé que así podría ayudarla en sus estudios -contestó Adam, intentando no darle importancia, pero sus amigos soltaron una carcajada.

– Eso cuéntaselo a otro.

– Vale, vale… Me gusta… la quiero… no sé… Empezamos a salir y, cuando quise darme cuenta, resulta que no quería perderla de vista ni un minuto. Todavía no se lo he dicho, pero voy a llevarla a Las Vegas este fin de semana. Nunca ha estado allí.

Maggie no había estado en ninguna parte, y Adam estaba dispuesto a que eso cambiara.

– ¿Le has contado lo del barco? -le preguntó Charlie.

Adam iba a ir en avión a San Bartolomé para reunirse con Charlie en el barco el veintiséis de diciembre, como todos los años, tras pasar la Navidad con sus hijos.

Adam negó con la cabeza, intentando hacer creer que no le preocupaba.

– Pensaba decírselo este fin de semana. -Esperaba que estuviera tan encantada después de aquellos días que no le montara una bronca por lo del barco. -No puedo cambiarlo todo. Llevamos diez años haciendo ese viaje. ¿Y tú? ¿Se lo has dicho a Carole?

– No, pero se lo diré. No me gustan las vacaciones -dijo

Charlie con convicción.

– Y a mí no me gustan los niños -dijo Gray con igual convicción.

– ¿Quieres venir con nosotros a San Bartolomé? -le propuso Charlie. -Si no vas a estar con Sylvia, podrías venirte.

– Tampoco me gusta el Caribe -replicó Gray avergonzado, y se echó a reír. -Joder, si es que entre los tres tenemos suficiente equipaje para montar una compañía aérea.

Pero nadie llega a donde ha llegado en la vida ni recorre un largo y duro camino sin pagar un precio. Y los tres habían pagado su cuota.

– A mí no me gusta el matrimonio -terció Adam con una sonrisita.

– Vuelve a decírmelo el año que viene por estas fechas -dijo Charlie, riéndose. -Joder, pero si eres la última persona en este planeta de quien me hubiera esperado que se pusiera a vivir con una mujer. ¿Qué ha pasado con todas las demás, con las que siempre andas haciendo malabarismos?

Charlie sentía gran curiosidad. Adam nunca estaba con menos de cuatro mujeres a la vez; en algunas ocasiones con cinco, y en otras con seis, si se le daba bien. Y hasta con siete había llegado a estar.

– Las he dejado por ella. -Parecía avergonzado. -Es que no quiero que ella me haga lo mismo, y pensaba que lo estaba haciendo. Pues no, resulta que iba a clase, pero yo pensaba que había otro y, francamente, casi me volví loco. Fue entonces cuando me di cuenta de que me había enamorado. Me gusta vivir con ella.

– Yo solo me quedo en casa de Sylvia. Todavía no estoy viviendo con ella -les informó Gray, orgulloso de no haberse rendido.

– Pues lo que pasa con eso es que tienes la ropa repartida por media ciudad y nunca encuentras los zapatos que quieres cuando los necesitas y donde los necesitas -le tradujo Adam. -Y tampoco vas a «quedarte» mucho más en su casa si te niegas a conocer a sus hijos. Bueno, eso pienso yo. Yo diría que es un asunto muy importante para ella. Para mí también lo sería. Me daría algo si la mujer de mi vida se negase a conocer a mis hijos. Sería como romper el trato de convivencia.

Gray lo comprendía, pero de todos modos negó con la cabeza.

– ¿Tus hijos conocen a Maggie? -le preguntó Charlie a Adam con interés.

– Todavía no, pero será pronto, seguramente antes de las vacaciones. Ya no me gustan las madres, por cierto, o por lo menos lo demostré el día de Acción de Gracias. Fui a casa de mis padres, y como siempre, tuve que aguantar todas las gilipolleces que me soltaron. Bueno, pues me levanté y me fui antes de comer. Pensaba que a mi madre le daría un ataque, pero parece ser que no. Por el contrarío, desde entonces está de lo más educada cuando la llamo.

– ¿Y qué dijo tu padre? -preguntó Gray.

– Se quedó dormido.

El resto de la cena transcurrió sin nada digno de mencionar. Hablaron de política, de negocios, de inversiones y por Gray de arte. Iba a hacer una exposición en abril, pero ya había vendido tres cuadros que estaban colgados en la galería. Sylvia había acertado plenamente abriéndole aquella puerta, y él le estaba muy agradecido… pero no lo suficiente para conocer a sus hijos. Había ciertas cosas que Gray sencillamente no podía hacer. Adam y Charlie hablaron entusiasmados sobre las dos semanas que iban a pasar en el Blue Moon e intentaron animar a Gray para que los acompañara, pero él declinó la invitación. Dijo que tenía mucho trabajo para la exposición.

Gray volvió a su apartamento aquella noche. Maggie estaba dormida cuando Adam entró en casa, y Charlie se fue a la suya, contento por los días que iba a pasar en el barco. Iba a marcharse cuatro días antes de Navidad, la forma ideal de fingir que esas fiestas no existían.

CAPÍTULO 21

Adam le contó a Maggie lo del fin de semana en Las Vegas a la mañana siguiente, y Maggie se puso contentísima. Además, no iba a trabajar esos días, y aunque tenía que preparar un trabajo para la escuela, dijo que se llevaría los libros y lo haría mientras Adam estuviera ocupado. Le echó los brazos al cuello, sin poder creer la suerte que tenía. Iban a ir en el avión privado de Adam.

Y de repente lo miró horrorizada.

– ¿Y qué me voy a poner?

Desde que vivía con él no tenía acceso al vestuario de sus compañeras de piso, aunque de todos modos no podrían haberle prestado ropa adecuada. Adam ya lo había pensado. Sonriendo, le dio una tarjeta de crédito.

– Vete de compras -le dijo con generosidad.

Maggie se quedó mirándolo unos momentos y se la devolvió.

– No puede ser -dijo con tristeza. -Vale, soy pobre, pero no me rebajo, -Sabía que otras mujeres lo habían aceptado de Adam, pero, pasara lo que pasase, ella nunca lo haría. Algún día también ella tendría dinero, y hasta entonces se arreglaría con lo que ganaba, que consistía en el sueldo y las propinas del Pier 92. -Gracias, cielo, ya pensaré algo.

Adam sabía que lo haría, pero siempre le daba mucha pena. La vida de Maggie era mucho más difícil que la suya, y siempre lo había sido. Quería ayudarla más, y ella no lo dejaba. Pero la respetaba por eso. Era una mujer completamente distinta de todas las que había conocido.

Iban a ir a Las Vegas el viernes por la tarde, y Maggie apenas podía contener su entusiasmo. Volvió a echarle los brazos al cuello y le dio las gracias. A Adam le encantaba hacer cosas así por ella. Estaba deseando enseñarle sitios y que todo le resultara especial. Quería compensarla por la dureza de la vida que había llevado, y ella siempre se lo agradecía y no esperaba nada. Después del viaje a Las Vegas, Adam le dijo que quería celebrar la Janucá con ella y con sus hijos, y a su madre le comunicó que no iba a ir a su casa. Al fin habían cambiado las cosas.

Carole ya estaba preparada cuando Charlie pasó a recogerla para ir al baile de las debutantes. Charlie se quedó boquiabierto al verla. Llevaba un vestido de satén rosa, sandalias plateadas de tacón y el pelo recogido en un elegante moño italiano. Le había pedido una chaquetilla de visón a su madre, y el vestido lo había comprado en Bergdorf. También llevaba unos pendientes y una pulsera de diamantes que habían sido de su abuela, un bolsito plateado y guantes largos, blancos, de cabritilla.

Charlie se quedó largo rato allí clavado, mirándola. El iba de frac y pajarita, y hacían una pareja que llamaba la atención. Carole parecía una mezcla de Grace Kelly y Urna Thurman, con un toque de Michelle Pfeiffer, y Charlie estaba a medio camino entre Gary Cooper y Cary Grant.

Cuando entraron en el salón de baile del Waldorf Astoria atrajeron todas las miradas. Carole estaba divina, nada que ver con la mujer de vaqueros y zapatillas Nike del centro infantil, ni con la de la cara pintada de verde y la peluca de la fiesta de Halloween. Pero lo bueno era que a Charlie le encantaban esas tres facetas suyas, y le gustaba estar con ella tan arreglada en público.

Les presentaron a todas las debutantes, y Carole le contó en voz baja a Charlie su presentación en aquel mismo sitio. Dijo que estaba muerta de miedo al principio, pero que al final lo había pasado bien.

– Seguro que estabas preciosa. -Charlie la miraba con admiración. -Pero ahora más. Esta noche estás maravillosa -añadió, muy en serio, mientras giraban lentamente a los sones de un vals. Los dos bailaban con elegancia; en momentos como aquellos afloraba su vida anterior: su educación, la escuela de baile y las fiestas de presentación en sociedad, todo lo que Carole rechazaba e intentaba olvidar; pero aquella noche había vuelto a su mundo, si bien solo para una breve visita. Charlie sabía que no iba a convencerla para que lo hiciera muy a menudo, pero no le importaba. También él estaba un poco harto, pero le gustaba tener la posibilidad de elegir de vez en cuando.

Poco antes de la cena Carole vio a sus padres, le indicó a Charlie quiénes eran y se dirigieron con cortesía a su mesa. Estaban sentados entre los herederos de las grandes familias de Nueva York, y el padre de Carole se levantó en cuanto los vio. Era un hombre alto, de aspecto distinguido, y guardaba un gran parecido con Carole. Cuando esta los presentó le tendió una mano a Charlie, con un rostro que parecía tallado en hielo. Charlie lo había conocido hacía bastantes años, pero dudaba que lo recordase.

– Conocía a su padre -dijo Arthur Van Horn en tono grave. -Estuvimos juntos en Andover. Lamenté profundamente lo ocurrido. Fue una trágica pérdida.

Para Charlie no era un tema agradable, y Carole intentó distraerlo. Su padre tenía una habilidad especial para estropearlo todo; el pobre era así. También le presentó a su madre, que le estrechó la mano con un silencio glacial, inclinó ligeramente la cabeza, y se dio media vuelta. Nada más.

Charlie y Carole bailaron un rato más y después se sentaron a su mesa.

– En fin, me ha dejado un tanto planchado -reconoció Charlie, y Carole se echó a reír.

Sus padres solían saludar así a la gente, y Charlie no tenía nada que ver.

– Y ten en cuenta que, a su entender, han estado de lo más cariñosos. -Eran caricaturas de la clase alta a la que pertenecían. -Creo que mi madre nunca me dio un abrazo ni un beso. Entraba en la habitación de los niños, como ella la llamaba, como si fuera a ver los animales del zoológico, y como le daba miedo que la atacaran o algo, nunca se quedaba mucho tiempo. Nunca la vi más de cinco minutos seguidos. Si alguna vez tengo hijos, pienso tirarme al suelo con ellos, ensuciarme a base de bien y besarlos y abrazarlos hasta que digan basta.

– Así era mi madre, como tú has dicho que serías con tus hijos.

Por eso a Charlie le había dolido aún más su muerte. Ella siempre le decía que lo quería, como Ellen, su hermana. Su padre fue su consejero y su mejor amigo hasta que murió. Aún más: su ídolo. Y perderlo fue terrible. Perdió todo su mundo. Recordaba a su padre como un hombre feliz, afable, que se parecía a Clark Cable y a quien le encantaban los yates. Probablemente fue por eso por lo que Charlie se compró uno, en memoria de su padre. Quería tener barcos que a él le hubieran gustado. Le dijo a Carole que le parecía curioso que esas cosas te acompañaran hasta la edad adulta, e incluso durante toda la vida.