– Tú sabes navegar, y se te da muy bien el windsurf -dijo Charlie.

Carole había aprendido rápidamente, y había hecho submarinismo con él varias veces, y buceo con Adam. Todos habían disfrutado de las comodidades y los placeres del barco.

– De pequeña me encantaba navegar -dijo Carole con nostalgia.

No le apetecía nada tener que dejar a Charlie al día siguiente. Había sido tan bonito compartir el camarote con él, despertarse a su lado y dormirse abrazados por la noche… Lo iba a echar en falta cuando volviera a Nueva York. Para ella era una de las grandes ventajas de la vida conyugal. No le gustaba nada dormir sola, y en los buenos tiempos disfrutaba plenamente de la compañía de su pareja. Pensaba que a Charlie también le gustaba dormir con ella, y que no le importaba aquella intrusión en su camarote.

– ¿Cuándo piensas volver? -preguntó, sonriéndole. Ella pensaba que se iba a quedar otra semana en el barco.

– No lo sé -respondió Charlie con incertidumbre.

Parecía preocupado, y volvió a mirar a Carole. Llevaba toda la semana pensando en ellos dos. Era perfecta en muchos aspectos: buena educación, buena familia, inteligente, divertida, elegante, seria, amable con sus amigos, y encima lo hacía reír. Le encantaba hacer el amor con ella. En realidad no había nada que no le gustara de Carole, y era precisamente eso lo que le daba miedo. Lo más terrible era que no tenía ningún defecto imperdonable. Siempre acababa encontrándolo, y le servía de escotilla de salvamento; pero en esta ocasión no era así. Le angustiaba que al final no quisiera sentar la cabeza, y entonces todo el mundo se sentiría herido, como pasaba siempre. Al fin había conocido a una mujer a la que no quería hacer daño, ni que ella se lo hiciera a él, pero parecía que no había forma de evitarlo en cuanto la relación llegaba a la intimidad. No sabía qué decisión tomar.

– Algo te tiene preocupado -dijo Carole con dulzura, deseosa de saber qué ocurría.

Charlie titubeó unos momentos, y al final asintió con la cabeza. Siempre era honrado con ella,

– He estado pensando en nosotros. -Sonó como una sentencia de muerte, y Carole se asustó al mirarlo a la cara. Parecía atormentado.

– ¿Sobre qué? -Charlie sonrió por entre el humo del puro. No quería inquietarla sin motivo, pero estaba preocupado.

– No paro de plantearme qué hacen juntas dos personas con fobia al compromiso como nosotros. A lo mejor llega a hacernos daño.

– No si tenemos cuidado con las heridas y las cicatrices de cada uno.

Ella sí tenía cuidado. Ya sabía qué era lo que afectaba a Charlie. A veces simplemente necesitaba su propio espacio. Llevaba solo toda la vida. A veces Carole se daba cuenta de que quería estar solo, y entonces salía del camarote, o lo dejaba a solas en cubierta. Intentaba ser sensible a sus necesidades.

– ¿Y si no quisiera casarme? -le preguntó Charlie con toda sinceridad.

No lo tenía muy claro. Quizá fuera demasiado tarde. Tenía casi cuarenta y siete años, y no sabía si podría adaptarse a aquellas alturas. Tras toda una vida de buscar a la mujer perfecta, ahora que creía haberla encontrado, no sabía si él era el hombre adecuado. Quizá no, o a esa conclusión estaba llegando.

– Yo he estado casada, y no fue para tirar cohetes -dijo Carole, sonriendo con tristeza.

– Algún día querrás tener hijos.

– A lo mejor sí o a lo mejor no. Ya tengo niños en mi trabajo, y a veces me parece que es suficiente. Cuando me divorcié aseguré que no volvería a casarme. No estoy empeñada en casarme, Charlie. Soy feliz con las cosas tal y como están.

– Pues no deberías. Necesitas algo más -replicó Charlie, sintiéndose culpable. No sabía si él sería el hombre que pudiera ofrecérselo, y si no lo era, pensaba que debía dejarla marchar. Llevaba tiempo dándole vueltas al asunto. La gran evasión. De una u otra forma, al final siempre ocurría lo mismo.

– ¿Por qué no dejas que sea yo quien decida lo que necesito? Si tengo algún problema, ya te lo diré, pero de momento no lo tengo.

– Y después, ¿qué? ¿Nos destrozamos el uno al otro? Es peligroso dejar que las cosas sigan su curso sin más.

– Pero ¿qué dices, Charlie?

Solo de escucharlo le entraba pánico. Se sentía cada día más unida a él, sobre todo tras aquella semana de vivir juntos. Podía convertirse en una costumbre, muy fácilmente, y lo que le estaba diciendo la asustaba de verdad. Daba la impresión de estar a punto de echar a correr.

– No lo sé -contestó Charlie, apagando el puro en el cenicero. -No sé ni lo que digo, Vamos a la cama.

Hicieron el amor y los dos se quedaron dormidos sin volver a hablar sobre el asunto.

La mañana siguiente llegó demasiado pronto. Tenían que levantarse a las seis, y Charlie aún dormía cuando Carole saltó de la cama. Se duchó y ya estaba vestida cuando él se despertó. Se quedó en la cama, mirándola. Carole tuvo la terrible sensación de que lo veía por última vez. No había hecho nada mal durante el viaje, ni se había puesto demasiado pegajosa. Sencillamente había dejado que la vida siguiera su curso, pero la mirada de temor, culpabilidad y pesar de Charlie era inconfundible. Mal presagio.

Charlie se levantó para despedirlos. Se puso unos pantalones cortos y una camiseta y se quedó en cubierta, observando cómo bajaban la lancha para llevarlos al puerto. Él se iba a Anguilla aquel mismo día. Besó a Carole antes de que subiera a la lancha y la miró a los ojos. A ella le dio la impresión de que le estaba diciendo algo más que adiós. No lo había presionado para saber cuándo pensaba volver. Creía que era mejor no hacerlo y tenía razón. Le parecía que Charlie se sentía como si se encontrase al borde de un terrible abismo.

Charlie le dio unas palmaditas en la espalda y un abrazo a Adam, y un beso en ambas mejillas a Maggie. Ella se disculpó por los mareos, y Charlie los despidió con la mano.

Carole se volvió a mirarlo desde la lancha. Tenía el terrible presentimiento de que no iba a volver a verlo. Se puso las gafas oscuras cuando llegaron al puerto para que no la vieran llorar.

CAPÍTULO 25

La vida empezó a ir a toda velocidad para Adam y Maggie en cuanto volvieron a Nueva York. Adam tenía tres clientes nuevos, sus hijos dijeron que querían verlo con más frecuencia, especialmente tras haber conocido a Maggie, y su padre sufrió un ataque al corazón. Salió del hospital al cabo de una semana, y su madre lo llamaba por teléfono no menos de diez veces al día. ¿Por qué no iba a verlos más a menudo? ¿Acaso no le importaba nada su padre? ¿Qué le pasaba? Su hermano iba allí todos los días. Desesperado, Adam le recordó que su hermano vivía a cuatro manzanas de distancia.

Maggie estaba igualmente enloquecida. Se acercaban los exámenes finales, tenía que preparar dos trabajos para las clases y trabajaba como una posesa en el Pier 92. Adam le decía que buscara un empleo mejor, pero las propinas que sacaba allí eran estupendas. Y, encima, durante las dos primeras semanas después de la vuelta del viaje tuvo la gripe.

No lograba quitársela de encima pero no podía faltar más días al bar o la despedirían. Se hallaba trabajando una tarde cuando Adam volvió a casa y se encontró una nota, en la que decía que la mujer de la limpieza había dejado el trabajo. El apartamento estaba hecho un asco. Sabía lo cansada que regresaría Maggie, así que decidió sacar la basura y recoger los cacharros antes de que ella volviera. Vació la papelera del cuarto de baño de Maggie en una bolsa de plástico grande, y cuando iba a atarla con un nudo algo le llamó la atención. Era una varilla de un azul muy vivo. Ya las había visto antes, pero hacía tiempo que no. Mucho tiempo. La sacó con cuidado y se quedó mirándola, incrédulo. Se sentó en el retrete y siguió mirándola. Volvió a tirarla a la bolsa de basura y la ató, con expresión sombría. Cuando Maggie volvió a casa, estaba hecho un basilisco. Ella se fue directamente a la cama, diciendo que se encontraba fatal.

– No me extraña -contestó Adam entre dientes. Había limpiado el apartamento de arriba abajo, y en esos momentos pasaba la aspiradora.

– Pero ¿qué haces? -preguntó Maggie, y Adam siguió zascandileando por la habitación.

– La mujer de la limpieza lo ha dejado.

– No tienes por qué hacerlo tú. Ya lo haré yo.

– ¿Ah, sí? ¿Cuándo?

– Dentro de un rato. Acabo de volver a casa. Por Dios, Adam, ¿qué pasa? ¿Por qué vas por ahí como si te hubieran puesto un cohete en el culo?

– ¡Estoy limpiando la casa! -gritó Adam.

– ¿Porqué?

Adam se volvió bruscamente hacia ella, rabioso.

– Porque si no, podría matar a alguien, y no me gustaría que fueras tú.

– ¿Por qué estás tan cabreado?

Maggie había pasado un día terrible en el trabajo y se sentía enferma.

– Estoy cabreado contigo. Por eso estoy cabreado.

– Pero ¿qué demonios he hecho yo? Yo no le he dicho a la mujer que se fuera.

– ¿Cuándo pensabas decirme que estás embarazada? ¿Por qué te callabas esa bonita noticia? Por Dios, Maggie, he encontrado tu prueba del embarazo en la basura, y es positiva, ¡maldita sea! -Estaba fuera de sí. -¿Cuándo fue?

– En Yom Kipur, creo -respondió Maggie en voz baja.

Desde aquel día habían tenido cuidado. Fue la única vez que no lo habían tenido. A partir de entonces tomaban precauciones, cuando ya era demasiado tarde.

– Estupendo -dijo Adam, tirando la aspiradora. -En Yom Kipur. No, si tenía razón mi madre. Tendría que haber ido a la sinagoga y no haberte llamado.

Se desplomó en un sillón, y Maggie se echó a llorar.

– Qué egoísta eres.

– Peor es que estés embarazada y no me lo hayas dicho. ¿Se puede saber cuándo pensabas contármelo?

– Me he enterado esta mañana, y no quería que te enfadaras. Iba a decírtelo esta noche.

Y de pronto Adam la miró y cayó en la cuenta de lo que había dicho.

– ¿Cómo que en Yom Kipur? ¿Lo dices en broma? Yom Kipur fue en septiembre. Estamos en enero. ¿No querrás decir Janucá?

Maggie no era judía, y evidentemente se había equivocado de fecha.

– No, Yom Kipur. Tuvo que ser el primer fin de semana que vine aquí. Fue la única vez que no tuvimos cuidado.

– Maravilloso. ¿Y no te has dado cuenta de que no tenías la regla durante los últimos tres meses?

– Pensaba que era por los nervios. Me pasa muchas veces. Una vez no me vino durante seis meses.

– ¿Y estabas embarazada?

– No. Hasta ahora nunca había estado embarazada.

Maggie parecía destrozada.

– Todavía mejor. El primero. Mira, Maggie, es lo que nos hacía falta. Y encima, cuando abortes, te pasarás seis meses llorando y hecha polvo. -Ya había pasado por aquello, demasiadas veces, y no quería pasar por lo mismo, ni con ella, ni con nadie. La miró con recelo. -¿Qué es esto? ¿Me estás tendiendo una trampa para que me case contigo? Pues te aviso que no va a funcionar.

Maggie saltó de la cama y casi lo fulminó con la mirada.

– ¡No te estoy tendiendo ninguna trampa! ¡Nunca te he pedido que te casaras conmigo, ni te lo pienso pedir! Me he quedado embarazada, y tú tienes tanta culpa como yo.

– ¿Cómo demonios puedes llevar tres meses sin saber que estás embarazada? -Parecía increíble. -Ya ni siquiera puedes abortar, o no fácilmente. Es un lío tremendo después de los tres meses.

– Pues ya me encargaré yo sola. ¡Y no quiero casarme contigo!

– ¡Mejor, porque yo tampoco! -le gritó Adam.

Maggie entró furiosa en el cuarto de baño y le dio con la puerta en las narices. Estuvo allí encerrada dos horas y, cuando salió, Adam estaba en la cama, viendo la televisión, y no le dirigió la palabra. Ninguno de los dos había cenado. Maggie había vomitado, llorando.

– ¿Por eso te mareaste en el barco? -le preguntó Adam, sin mirarla.

– A lo mejor. Pensé que podía ser por eso, y también cuando volvimos. Por eso me he hecho la prueba.

– Al menos no has esperado otros seis meses. Quiero que vayas a un médico -dijo Adam, mirándola al fin. La pobre estaba hecha un asco. Notó que había llorado; tenía los ojos enrojecidos y la cara muy pálida. -¿Tienes médico?

– Una chica del trabajo me ha dado un teléfono -contestó Maggie, sollozando.

– No quiero que vayas a cualquier matasanos. Mañana me enteraré de alguien.

– Y entonces, ¿qué? -preguntó Maggie. Parecía asustada.

– Ya veremos qué dice.

– ¿Y si es demasiado tarde para abortar?

– Entonces ya hablaremos. En ese caso, a lo mejor tengo que matarte. -Lo decía en broma; se había calmado un poco, pero Maggie volvió a estallar en llanto. -Vamos, Maggie, por favor… Claro que no voy a matarte, pero estoy muy disgustado.

– Y yo -repuso Maggie, sollozando. -También es mi niño.

Adam soltó un gruñido y se dejó caer en la cama.