– ¿Qué os parece si zarpamos y anclamos cerca de la playa? Después podemos ir a almorzar al Club 55 en la lancha -propuso Charlie, y los otros dos asintieron. Era lo que solían hacer en Saint Tropez.

Charlie tenía todos los juguetes imaginables para sus invitados: esquís acuáticos, motos acuáticas, un velero pequeño, tablas de windsurf y equipo de submarinismo. Pero lo que más les gustaba era hacer el vago. Dedicaban la mayor parte del tiempo a comer, cenar, beber, las mujeres y nadar un poco. Y a dormir mucho, sobre todo Adam, que siempre llegaba agotado y decía que únicamente dormía como Dios manda en el barco de Charlie, en agosto. Era la única época del año en la que no tenía preocupaciones. Le enviaban faxes desde el despacho todos los días, y correos electrónicos, y los revisaba, pero sus secretarias, ayudantes y socios sabían que en agosto no había que molestarlo más de lo absolutamente imprescindible. Y ¡ay de ellos si lo hacían! Era la única temporada en la que Adam abandonaba el control del bufete e intentaba no pensar en sus clientes. Cualquiera que lo conociera bien y que supiera cuánto trabajaba sabía que necesitaba aquel descanso. Su trato resultaba mucho más agradable cuando volvía en septiembre, Superaba sin esfuerzo las siguientes semanas, incluso los siguientes meses, gracias a los buenos momentos pasados con Gray y Charlie.

Los tres se habían conocido por sus actividades filantrópicas. La fundación de Charlie estaba organizando una función benéfica con el fin de recaudar fondos para una casa de acogida para mujeres y niños maltratados en el Upper West Side. El presidente intentaba localizar a una estrella del rock dispuesta a actuar desinteresadamente y se puso en contacto con Adam, representante del artista en cuestión. Adam y Charlie almorzaron juntos para tratar el asunto y descubrieron su admiración mutua. Cuando tuvo lugar la función, ya se habían hecho amigos. Adam consiguió que su representado donara el millón de dólares de la actuación, algo insólito. En la misma ocasión se subastó un cuadro donado por Gray, obra suya, lo que le supuso un gran sacrificio, puesto que equivalía a los ingresos de seis meses. A continuación se ofreció a pintar un mural en la casa de acogida financiada por la fundación de Charlie.

Fue entonces cuando conoció a Charlie, que los invitó a Adam y a él a cenar en su apartamento para darles las gracias. Los tres hombres no podían ser más diferentes, pero aun así descubrieron vínculos entre ellos: las causas que defendían y el hecho de no estar casados ni manteniendo una relación seria en aquellos momentos. Adam acababa de divorciarse. Charlie había roto recientemente su segundo compromiso de boda e invitó a los dos al barco que poseía entonces, en el que tenía pensado pasar su luna de miel, para que le hicieran compañía durante el mes de agosto. Pensó que un viaje con sus dos nuevos amigos le serviría de distracción, y resultó incluso más agradable de lo que se esperaba. Lo pasaron estupendamente. La chica con la que Gray había estado saliendo había intentado suicidarse en junio y se había marchado con uno de los alumnos de Gray en julio. En agosto, Gray se sintió muy aliviado al poder salir de la ciudad, y muy agradecido por la oportunidad que le brindaba Charlie. En aquellos momentos andaba aún peor de dinero que de costumbre. Y Adam había pasado una primavera tremenda, con las lesiones de dos deportistas de élite y la cancelación de una gira de una banda de lama internacional que acabó en una docena de pleitos.

El viaje en el barco de Charlie fue perfecto, y desde entonces lo repetían anualmente. El de este año prometía ser igual: Saint Tropez, Montecarlo para jugar un poco, Portofino, Cerdeña, Capri y dondequiera que les apeteciera detenerse por el camino. Sólo llevaban dos días en el barco, y los tres estaban ilusionados.

Charlie disfrutaba plenamente de la compañía de sus amigos, y ellos de la suya. Y el Blue Moon era el emplazamiento ideal para compartir diversión y travesuras.

– Entonces, ¿qué, chicos? ¿Comemos en el Club 55 y nadarnos un poco antes? -insistió Charlie, para poder contarle los planes al capitán.

– Pues claro. Venga -replicó Adam poniendo los ojos en blanco al oír su móvil francés, al que no hizo el menor caso. Ya atendería el mensaje más tarde. Mientras estaba en Europa, solo se llevaba un teléfono, lo cual suponía una mejora enorme en comparación con la serie de artilugios y papeles con los que cargaba en Nueva York. -Es mucho trabajo, pero alguien tiene que hacerlo -añadió sonriente.

– ¿A alguien le apetece un Bloody Mary? -preguntó Charlie con fingida inocencia mientras hacía un gesto al camarero indicándole que se marchaban.

El sobrecargo, un apuesto joven neozelandés que había estado pendiente todo el rato, asintió con la cabeza y desapareció para comunicárselo al capitán y hacer la reserva para el almuerzo. No le hacía falta preguntar nada. Sabía que Charlie querría desembarcar a las dos y media para comer. La mayoría de las veces prefería almorzar a bordo, pero el ambiente de Saint Tropez resultaba demasiado tentador, y todo personaje medianamente importante iba a comer al Club 55 y a cenar a Spoon.

– El mío que sea un Bloody Mary virgen -dijo Gray sonriendo al camarero. -He pensado que puedo retrasar unos días mi ingreso en rehabilitación.

– Pues el mío que sea picante y fuertecito, y pensándolo bien, de tequila -dijo Adam con una amplia sonrisa, ante lo que Charlie se echó a reír.

– Yo voy a tomar un Bellini -dijo Charlie. Era un combinado de champán y zumo de melocotón, una forma sosegada de empezar un día de libertinaje.

A Charlie le encantaban los habanos y el buen champán, y había una buena provisión de ambos en el barco.

Los tres hombres se relajaron bebiendo en la cubierta mientras se alejaban del puerto, a motor, evitando cuidadosamente las embarcaciones más pequeñas y los barquitos llenos de turistas que contemplaban boquiabiertos el barco y le sacaban fotos. En el extremo del puerto se había congregado la habitual multitud de paparazzi a la espera de la llegada de yates para ver quién iba a bordo. Seguían a los famosos en motos, acosándolos sin cesar, y tomaron una última foto del Blue Moon mientras se alejaba, suponiendo, sin equivocarse, que aquel super-yate volvería por la noche. En la mayoría de las ocasiones fotografiaban a Charlie mientras paseaba por la ciudad, pero él raramente daba pábulo a les chismorreos de los tabloides. Aparte de la opulencia y el tamaño de su yate, Charlie llevaba una vida relativamente tranquila y evitaba a toda costa los escándalos. Simplemente era un hombre muy rico de viaje con dos amigos, de los que ningún lector de los tabloides había oído hablar. A pesar de las grandes estrellas que conocía y a las que representaba, Adam siempre se mantenía en segundo plano. Y Gray Hawk no era más que un pintor medio muerto de hambre.

Eran tres hombres solteros, amigos íntimos, dispuestos a divertirse durante el mes de agosto. Estuvieron nadando media hora antes del almuerzo. Después, Adam se montó en una de las motos acuáticas para dar una vuelta y gastar un poco de energía, mientras Gray dormía en cubierta y Charlie se fumaba un habano. Era una vida perfecta. A las dos y media se subieron a la lancha para comer en el Club 55. Como ocurría con frecuencia, allí estaba Alain Delon, y también Gerard Dépardieu y Catherine Deneuve, sobre la que los tres amigos hablaron largo y tendido. Todos coincidieron en que seguía siendo guapísima, a pesar de su edad. Respondía al tipo que le gustaba a Charlie, solo que era considerablemente mayor que las mujeres con las que salía, que por lo general no sobrepasaban los treinta, cuando no eran incluso más jóvenes. Raramente salía con mujeres de su edad. Pensaba que las mujeres de cuarenta y tantos eran para los hombres de sesenta, o de más edad. Y a Adam le gustaban muchísimo más jóvenes.

Gray dijo que él habría sido feliz con Catherine Deneuve, a cualquier edad. Le gustaban las mujeres de su edad, o incluso algo mayores, si bien Catherine Deneuve no podía ser candidata, porque parecía completamente normal y relajada hablando y riendo con sus amigos. La mujer que andaba buscando Gray, o en la que se habría fijado, estaría llorando calladamente en un rincón, o hablando entre sollozos por el móvil, con expresión angustiada. La chica que Adam tenía en mente sería unos diez años mayor que su hija adolescente, y a él le tocaría pagarle unos implantes de pechos y una operación de nariz. Para Charlie, la chica de sus sueños iba adornada por una aureola y llevaba zapatitos de cristal, pero en la ocasión definitiva, cuando sonaran las campanadas de medianoche, ella no saldría corriendo, ni desaparecería; se quedaría en el baile, prometería no abandonarlo jamás y bailaría entre sus brazos eternamente. Aún albergaba la esperanza de encontrarla, algún día.

CAPÍTULO 02

El capitán fondeó el Blue Moon en el extremo del muelle de Saint Tropez aquella tarde. Supuso toda una hazaña, porque no era fácil encontrar sitio en temporada alta. Debido a su tamaño, tenía que estar en primera fila, y en cuanto lo amarraron Charlie se arrepintió de haber entrado en el puerto con el barco en lugar de haber ido en la lancha, como prefería hacer. Los paparazzi se abalanzaron en tropel, atraídos por las dimensiones del yate. Hicieron un montón de fotografías a los tres hombres cuando entraban en un coche que los estaba esperando. Charlie no les hizo caso, y Adam tampoco, pero Gray saludó con la mano.

– Pobres diablos. Qué forma tan asquerosa de ganarse la vida -se compadeció, mientras Adam, que detestaba a la prensa, gruñía.

– Parásitos. Buitres. Eso es lo que son-dijo.

La prensa creaba continuamente problemas a sus clientes. Había recibido una llamada de su despacho aquella misma tarde. Habían sorprendido a uno de sus clientes saliendo de un hotel con una mujer que no era su esposa, y se había armado la de Dios es Cristo. La airada esposa había llamado diez veces al bufete y amenazaba con el divorcio. No era la primera vez que su marido lo hacía, y ella quería un acuerdo de divorcio carísimo o cinco millones de dólares para seguir casada con él. Todo muy bonito. A Adam ya no le sorprendía nada. Lo único que quería en aquel momento era encontrar a las chicas brasileñas y bailar samba hasta la madrugada. Ya se ocuparía de todas las demás estupideces cuando volviera a Nueva York. De momento no tenía el menor interés en los tabloides ni en las infidelidades de sus clientes. Ya lo habían hecho antes y volverían a hacerlo muchas veces. Era su tiempo, no el de ellos. Tiempo de descansar. Había desconectado su contador.

Fueron a comprar a la ciudad, durmieron la siesta y cenaron en el Spoon del hotel Byblos, donde apareció una espectacular supermodelo rusa con pantalones de seda blanca y un minúsculo bolero de cuero, desabrochado y sin nada debajo. Todo el restaurante le vio los pechos, y parecían encantados. A Charlie le divirtió, y Adam se rió.

– Tiene unos pechos increíbles -comentó Gray mientras pedían la cena y un vino excelente.

– Sí, pero no son auténticos -dijo Adam con ojo clínico, impertérrito pero también divertido.

Había que tener valor para sentarse a cenar en un restaurante con las tetas fuera, aunque no era la primera vez que veían una cosa así. El año anterior había entrado en un restaurante una chica alemana con una blusa de malla tan transparente que apenas se notaba, y todo el mundo se quedó sin respiración. Ella estaba allí tan tranquila cenando, hablando, riendo y fumando, prácticamente desnuda de cintura para arriba, y a todas luces disfrutando del revuelo que causaba.

– ¿Cómo sabes que no son auténticos? -preguntó Gray con interés.

La chica tenía unos pechos grandes y firmes, con los pezones respingones. A Gray le habría encantado dibujarlos, y ya estaba un poco achispado. Habían estado bebiendo Margaritas en el barco antes de salir, como comienzo de otra noche de disipación y libertinaje.

– Tú créeme -contestó Adam con segundad. -Yo ya llevo pagados unos cien pares. No, cien y medio. Hace un par de años salí con una chica que solo quería uno. Decía que el otro estaba bien, y que solo quería que el más pequeño fuera a juego.

– Es curioso -dijo Charlie, divertido; cató el vino e hizo un gesto de asentimiento al sumiller. Era bueno, más que bueno. Era un Lynch-Bages de una cosecha excelente. -En lugar de llevártelas a cenar y a ver una película, ¿las invitas a pechos nuevos?

– No, cada vez que salgo con una aspirante a actriz se descuelga con que le pague un par nuevo. Es más fácil que discutir sobre el asunto. Después se van tranquilamente, si les gusta lo que les han puesto.

– Antes los hombres les regalaban a las mujeres collares de perlas o pulseras de diamantes a modo de premio de consolación, y ahora les regalan implantes, o eso parece -replicó Charlie secamente.