Antes de terminar la frase tuvo otra contracción. Los dolores eran incontenibles y constantes.
– Vale. Un momento. Voy a levantarme. No te asustes. Todo va bien.
Sabía que tenía que saltar de la cama y ponerse los pantalones, pero tenía la cabeza como un bombo.
– No va bien… El niño viene… ¡ya!
– ¿Ya?
Adam se incorporó de golpe y la miró.
– ¡Ya! -gritó.
– No puedes tenerlo ya. Lo esperas para dentro de dos semanas… Maldita sea, Maggie… Te dije que no bailaras tanto.
Pero Maggie no podía oírlo. Lo miró, desencajada, y Adam saltó de la cama.
– ¡Llama al 911! -dijo Maggie sin aliento, entre dos contracciones.
– Joder… Sí, vale.
Adam llamó, y le dijeron que enviarían enfermeros inmediatamente, que dejara abierta la puerta, se quedara junto a ella y le dijera que no empujara, sino que soplara.
Se lo dijo a Maggie, que no empujara, que soplara, y ella le gritaba entre una contracción y otra, que ya eran prácticamente seguidas.
– Maggie… cielo… por favor, sopla. ¡Sopla! ¡No empujes!
– Yo no estoy empujando. Es el niño -dijo, haciendo una terrible mueca, y de repente soltó un chillido espeluznante. -¡Adam! Ya sale…
Adam le mantuvo abiertas las piernas y vio cómo su hijo llegaba al mundo justo cuando aparecieron los enfermeros. El niño había nacido sin ayuda, y Maggie se quedó apoyada en las almohadas, exhausta, mientras Adam lo sujetaba. Al mirar al niño, los dos lloraron.
– ¡Buen trabajo! -exclamó el enfermero jefe, ocupando el lugar de Adam mientras otro enfermero limpiaba al bebé y lo dejaba sobre el vientre de Maggie. Adam los miró a los dos, atónito, sin poder dejar de llorar. Maggie sonrió, tranquila, como si no hubiera pasado nada, mientras la tapaban. Después cortaron el cordón umbilical, y el niño miró a Adam como si ya se hubieran visto en alguna parte.
– ¿Ya tiene nombre el jovencito? -preguntó el segundo enfermero.
– Charles Gray Weiss -contestó Adam, mirando a su esposa con adoración. -Has estado maravillosa -le susurró, arrodillándose en el suelo, junto a su cabeza.
– Estaba tan asustada… -dijo ella en voz baja.
– Y yo tan borracho -contestó Adam, riéndose. -¿Por qué no me has despertado antes?
– Pero ¡si lo he intentado!
Le sonrió, con su hijo en brazos.
– La próxima vez que me hables cuando me estoy quedando dormido, te prometo que te haré caso.
La ambulancia esperaba abajo, pero antes de marcharse llamaron a Carole y Charlie. Los despertaron y les contaron que había nacido el niño, y ellos se alegraron enormemente. De todos modos tenían que levantarse pronto para ir a Mónaco.
Adam llamó a Jacob y Amanda desde el hospital, y el médico dio de alta a Maggie y el niño esa misma noche. Estaban los dos bien, y ella quería estar en casa con Adam. Dijo que había sido el día más bonito de su vida. El bebé era perfecto.
Adam casi se había quedado dormido, con el niño en el moisés, al lado de la cama, cuando Maggie le dio un golpecito. Se incorporó inmediatamente, sobresaltado, y miró a su mujer.
– ¿Qué pasa? ¿Estás bien?
Había cumplido su promesa. Estaba completamente despierto.
– Sí, bien. Solo quería decirte que te quiero.
– Y yo también te quiero -repuso él. Volvió a tumbarse y la estrechó entre sus brazos. -Te quiero mucho, Maggie Weiss.
Y los dos se quedaron dormidos, sonriendo.
CAPÍTULO 30
Todos subieron a bordo del Blue Moon el primero de agosto, como tenían previsto. Maggie y Adam fueron con el niño y una niñera, como Charlie los había invitado a hacer. Empezaron en Montecarlo, como siempre, jugaron una noche, siguieron hasta Saint Tropez y, cuando se hartaron, fueron a Portofino. Las chicas fueron de compras, los hombres bebieron, todos nadaron y pasearon por la plaza por la noche, tomando helado. Bailaron en las discotecas, y, entre salida y salida y comida y comida, Maggie cuidaba al niño. El día que salieron de Nueva York había cumplido dos meses. Tenía unos ojos grandes y brillantes, y un cuerpecito robusto. Era rubio, como Maggie.
La mañana después de su llegada a Portofino, Sylvia y Gray subieron hasta la iglesia de San Giorgio, y por la noche cenaron todos en el restaurante en el que se habían conocido. Acababan de volver de un viaje con los hijos de Sylvia, y en esta ocasión Gray estaba más relajado. Había hablado con Emily de técnicas pictóricas, y Gilbert y él se habían hecho muy amigos. Reconoció ante Charlie que Sylvia tenía razón: sus hijos eran estupendos. «Tenía razón en muchas cosas», le confesó a su amigo.
Los demás brindaron por la pareja aquella noche. Hacía justo un año que se habían conocido.
– Yo sigo pensando que deberíais casaros -dijo Adam mientras abrían otra botella de vino.
Oficialmente llevaban viviendo juntos siete meses. Sylvia dijo que no le parecía suficiente tiempo, que solo se conocían desde hacía un año. Los demás silbaron, riéndose: Charlie y Carole habían salido ocho meses antes de casarse, Adam y Maggie cuatro, y les iba bien. Mejor que bien. Los cuatro no podían ser más felices.
– No hace falta que nos casemos -insistió Sylvia, y Gray le dijo, riéndose, que parecía él cuando le daba miedo conocer a sus hijos.
– No quiero fastidiar una buena relación -dijo Sylvia con dulzura.
– No la vas a estropear -replicó Charlie. -Y Gray es un buen hombre.
– No me lo plantearía ni dentro de un año -aseguró Sylvia, risueña.
– Vale -terció Adam. -Volveremos el año que viene, el mismo mes, y ya veremos qué hacéis entonces.
Los demás volvieron a brindar a la salud de Sylvia y Gray.
CAPÍTULO 31
Aquel día hacía un calor increíble y el cielo estaba completamente azul, sin una sola nube. Si nadie hablaba, se oían los insectos y los pájaros, y el variopinto grupo subía por la colina. Hacía demasiado calor hasta para moverse, y solo eran las once de la mañana.
La primera era una mujer con falda blanca con bordado de ojales y blusa de amplias mangas, también blanca, y sandalias rojas, como el ramo de rosas que llevaba, con un enorme sombrero de paja y un montón de pulseras de turquesa. Junto a ella iba un hombre de melena blanca, con pantalones blancos y camisa azul. Y detrás de ellos dos parejas, las dos mujeres en avanzado estado de gestación.
Los seis entraron en la iglesia de San Giorgio de Portofino. Los esperaba el sacerdote. Era el segundo matrimonio de la novia, pero antes no se había casado por la iglesia, y el novio nunca se había casado.
Hicieron los votos de matrimonio con toda solemnidad, observados por sus cuatro amigos. Cuando el sacerdote le dijo al novio que podía besar a la novia, él se echó a llorar, Sylvia y Gray se volvieron hacia sus amigos. Maggie y Carole estaban embarazadas. Charlie y Adam parecían orgullosos, no solo de las mujeres con las que se habían casado, sino de que aquella pareja amiga se hubiera decidido al fin. Se quedaron un buen rato en la iglesia, encendieron velas, volvieron a bajar lentamente la colina y se pararon en la plaza. Sylvia y Gray iban de la mano.
Celebraron el enlace en el restaurante en el que se habían conocido hacía dos años, tal día como aquel. Los seis habían recorrido un largo camino. Todos habían llegado lejos, con bien, y tenían la suerte de haberse conocido.
– ¡Por Sylvia y Gray y una vida de felicidad! -dijo Charlie, brindando, y miró a su esposa. Su hijo nacería en diciembre, y era el primero. Maggie y Adam esperaban el segundo en octubre, tras dos años de vida en común.
Los dos últimos años habían sido plenos y felices para todos ellos, con nacimientos y bodas, y a sus otros hijos también les había ido bien. Sus respectivas carreras iban viento en popa, Maggie estaba estudiando para acceder a la facultad de derecho, y el centro infantil de Carole había crecido, como sus corazones. Se habían librado de un pesado equipaje y empezaban a viajar más ligeros gracias al cariño que se profesaban mutuamente.
Volvieron al barco por la tarde y nadaron. Después cenaron allí mismo. A Sylvia y Gray les encantaba compartir la luna de miel con sus amigos. A todos les gustaba estar juntos. Y cuando zarparon de Portofino, rumbo a otros puertos, los solteros dejaron finalmente de serlo.
Danielle Steel
Danielle Fernande Dominique Schuelein-Steel, nacida el 14 de agosto de 1947 en Nueva York, EE. UU., es una de las autoras de best-sellers en los Estados Unidos.
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