A las mujeres con las que salía Charlie jamás se les habría ocurrido pedirle que les regalara pechos nuevos ni ninguna de las cosas que costeaba Adam. Si los ligues de Charlie se hacían algún arreglillo, ellas sufragaban los gastos, y ni siquiera se hablaba del tema. No tenía noticia de que ninguna de las mujeres con las que había salido se hubiera sometido a cirugía estética. A las chicas de Adam, como las llamaban Gray y él, las habían remodelado de pies a cabeza. Y las mujeres de Gray requerían una lobotomía o sedación más que otra cosa. Gray les había costeado terapeutas, programas de rehabilitación, loqueros y minutas de abogados por órdenes de alejamiento a los anteriores hombres de sus vidas, que las acosaban o amenazaban con matarlas, a ellas o a él. Al final iba a resultar que lo de los implantes resultaba más sencillo. Después de la operación de estética, las mujeres de Adam le daban las gracias y desaparecían. Las de Gray siempre se quedaban una temporada, o lo llamaban cuando el nuevo hombre en su vida empezaba a maltratarlas. Raramente estaban con Gray más de un año. Las trataba demasiado bien. Las mujeres de Charlie siempre acababan como amigas y lo invitaban a sus bodas después de que él las dejaba al haber sacado a la luz su imperdonable defecto.

– A lo mejor yo debería probar con eso -dijo Charlie, riendo con la copa de vino en la mano.

– ¿Qué vas a probar? -preguntó Gray con expresión de perplejidad. La rusa y sus pechos lo tenían mareado.

– Pagar los implantes. Podría ser un bonito regalo de Navidad, o de boda.

– Sería de mal gusto -replicó Adam, moviendo la cabeza. -Ya es bastante con que lo haga yo. Las chicas con las que tú sales tienen demasiada clase para pedirte que les regales unas tetas.

Las mujeres con las que salía Adam lo necesitaban para abrirse camino como actrices o modelos. A Adam le daba igual lo de la clase, e incluso le habría supuesto un impedimento. Para él, las mujeres con las que salía Charlie solo le habrían dado quebraderos de cabeza. Al contrarío que Charlie, él no quería quedarse colgado de nadie, mientras que Gray dejaba que las cosas pasaran, porque no tenía planes en firme sobre nada, y vivía la vida tal y como llegaba. Adam lo tenía todo programado y planeado.

– Sería un regalo más original, desde luego. Yo estoy harto de regalarles objetos de porcelana -dijo Charlie, sonriendo entre el humo del puro.

– Confórmate con no tener que pagarles la pensión alimenticia y la pensión de los niños. La porcelana es mucho más barata, puedes creerme -replicó Adam en tono cortante.

Había dejado de pasarle k pensión alimenticia a Rachel cuando ella volvió a casarse, pero su ex mujer se había llevado la mitad de lo que él tenía, y seguía aportando una cuantiosa suma para el mantenimiento de sus hijos, algo que no le importaba en absoluto. Pero se arrepentía de haberle concedido tanto a Rachel en el divorcio. Lo había puesto en un buen aprieto hacía diez años, cuando se divorciaron, y eso que él ya era socio del bufete. Se llevó mucho más de lo que a su juicio se merecía. Sus padres habían contratado a un abogado estupendo. Y Adam seguía guardándole rencor al cabo de diez años. No había llegado a reponerse del daño que le había hecho, y probablemente nunca lo superaría. En su opinión, estaba muy bien pagar implantes pero no una pensión alimenticia. Nunca jamás.

– Pues, si a eso vamos, a mí me parece terrible que haya que regalarles nada -intervino Gray. -Yo preferiría regalarle algo a una mujer porque quiero, en lugar de pagarle el abogado, el terapeuta o un arreglo de nariz -añadió con aire inocente.

Teniendo en cuenta lo poco que Gray tenía, siempre que se enrollaba con alguien acababa soltando una fortuna en comparación con lo que ganaba, a pesar de lo cual siempre quería ayudarlas. Era como la Cruz Roja a la hora de salir con alguien. Adam era el trapichero, que establecía límites claros e imponía compensaciones. Charlie era el príncipe azul, atento y romántico. Claro que Gray decía que él también era romántico, pero las mujeres con las que se relacionaba no lo eran; estaban demasiado desesperadas y necesitadas para que les importara el romanticismo. Pero le habría gustado un poco de romanticismo en su vida, si lograba liarse con una mujer cuerda, algo que parecía cada día más improbable. Adam aseguraba que no le quedaba ni una sola célula romántica en el cuerpo y se enorgullecía de ello. Decía que prefería el buen sexo al mal romance.

– ¿Y por qué no se puede tener todo? -preguntó Gray, empezando con la tercera copa del excelente vino. -¿Por qué no sexo y romance al mismo tiempo, e incluso alguien que te quiera y a quien tú quieras?

– A mí me suena estupendo -dijo Charlie.

Pero, en su caso, quería que la mezcla incluyera sangre azul. Reconocía sin ambages que en cuestión de mujeres era un esnob. Adam le tomaba el pelo diciéndole que no quería mancillar su sangre con la de una campesina. A Charlie no le gustaba cómo lo expresaba Adam, pero ambos sabían que era verdad.

– Pues yo creo que los dos estáis en la nubes -declaró Adam con cinismo. -El romanticismo es lo que lo jode todo. Solo sirve para que uno se lleve una decepción, que todos acaben cabreándose y se monte la de Dios es Cristo. Si sabes que solo va de sexo y de pasarlo bien, no le haces daño a nadie.

– Ya. Entonces, ¿cómo es que todas tus chicas se cabrean cuando se largan? -preguntó Gray con sencillez. Y tenía su punto de razón.

– Porque las mujeres nunca creen lo que uno les dice. En cuanto les digo que no pienso casarme jamás, se lo toman como un reto y se ponen a buscar el vestido de boda. Por lo menos, yo soy sincero. Si no me creen, es su problema. Yo lo digo muy claro, y si no me quieren hacer caso, allá ellas. Pero Dios sabe que lo digo, bien alto y bien claro.

Esa era otra de las ventajas de salir con mujeres muy jóvenes. A las chicas de veintidós años normalmente no les interesaba casarse, sino pasarlo bien, hasta que empezaban a rondar los treinta, y entonces empezaban a preocuparse por cómo iban las cosas a su alrededor. Las más jóvenes querían ir a bares y clubes, comprarse ropa y cargarlo a la cuenta de Adam, ir a conciertos y restaurantes caros. Si se las llevaba a Las Vegas un fin de semana, cuando tenía que ver a algún cliente, a las chicas les parecía que estaban en el mismísimo paraíso.

Sin embargo, la familia de Adam tenía una actitud distinta. Su madre no paraba de acusarlo de que salía con putas, sobre todo cuando veía a su hijo en los tabloides. Adam la corregía y le explicaba que eran actrices y modelos, lo cual, según su madre, eran una y la misma cosa. A su hermana le daba un poco de vergüenza cuando salía el tema de conversación en las reuniones familiares, pero nada más. A su hermano le parecía gracioso, pero llevaba años diciéndole que ya iba siendo hora de que sentara la cabeza. A Adam le importaba un comino lo que pensara su familia. El pensaba que sus vidas eran terriblemente aburridas. La suya no lo era. Y en cada ocasión se reafirmaba en su convicción de que le tenían envidia porque él lo pasaba bien y ellos no. Sus padres no lo envidiaban, pero no aprobaban su conducta por una cuestión de principios. Y como era de esperar, bien porque rechazaba a Adam o simplemente para fastidiarlo, su madre se había puesto de parte de Rachel, o eso pensaba a veces Adam. A su madre Rachel le caía bien, y también su nuevo marido, y siempre le recordaba a Adam que veía a su ex mujer y que mantenía contacto con ella porque era la abuela de los niños. En cualquier discusión o pelea, la madre siempre se ponía en contra de Adam. No lo podía evitar. Era el espíritu de la contradicción y tenía que oponerse a todo como fuera. Adam sospechaba que, a pesar de todo, lo quería, pero que parecía sentir la necesidad de criticarlo y de hacerle la vida imposible. Hiciera lo que hiciera, a su madre no le gustaba.

Su madre seguía echándole a él la culpa del divorcio e insistía en que tenía que haberle hecho algo espantoso a Rachel para que lo hubiera abandonado por otro. Nunca le había demostrado cariño a su hijo por el hecho de que su esposa lo hubiera engañado con otro y lo hubiera dejado. Era culpa de Adam. Bajo tantas críticas y descalificaciones, Adam sospechaba que se sentía orgullosa de lo mucho que su hijo había logrado, pero ella nunca lo reconocía.

Eran más de las once cuando salieron del restaurante y se fueron a dar una vuelta por Saint Tropez. Las calles estaban abarrotadas, y había gente en los cafés, restaurantes y bares al aire libre. De varios clubes nocturnos salía una música atronadora. Pasaron a tomar una copa en Chez Nano y después entraron en Les Caves du Roy, a la una, cuando empezaba a animarse la cosa. Por todas partes había mujeres con blusas de espalda al aire, vaqueros ceñidos, vestiditos y camisas transparentes, pelo hábilmente alborotado y sandalias de tacón muy sexy. Adam se sentía como un niño delante de una pastelería, e incluso Charlie y Gray estaban disfrutando. Gray era mucho más tímido a la hora de ligar. Normalmente eran las mujeres quienes iban en su busca. Y Charlie era infinitamente más selectivo, pero le encantaba observar el ambiente.

Hacia la una y media ya estaban bailando los tres, aún relativamente sobrios. Las chicas brasileñas no aparecieron, pero a Adam no le importó. Bailó al menos con una docena de mujeres y al final se quedó con una jovencita alemana que le dijo que sus padres tenían una casa en Ramatuelle, una localidad cercana a Saint Tropez. Parecía como de catorce años, hasta que se puso a bailar con Adam, porque entonces empezó a saltar a la vista que sabía lo que se hacía y lo que quería y que era bastante mayor. Lo que quería era a Adam. Poco menos que le hizo el amor en la pista. Ya eran más de las tres de la mañana, y Charlie empezó a bostezar. Gray y él volvieron al barco minutos después. Adam dijo que él se iría por su cuenta, puesto que aquella noche habían atracado en el muelle, y Charlie le dio una radio por si acaso tenía que llamar. Adam asintió y siguió bailando con la chica alemana, que era pelirroja y dijo llamarse Ushi. Adam le guiñó un ojo a Charlie cuando Gray y él salieron, y Charlie sonrió. Adam se estaba divirtiendo, y mucho.

– ¿Qué vamos a hacer mañana? -preguntó Gray mientras se dirigían al barco.

Seguía oyéndose la música, pero en el barco había tranquilidad, una vez que cerraron las puertas. Charlie le ofreció un brandy a Gray antes de acostarse, pero Gray dijo que no podía con más. Fueron a cubierta y estuvieron un rato fumando puros, observando a la gente que pasaba por el muelle o que charlaba en los yates cercanos. Saint Tropez era la ciudad de la fiesta continua; parecía que la gente estaba despierta toda la noche.

– Yo había pensado que fuéramos a Portofino, o a lo mejor pararnos en Montecarlo.

Al cabo de pocos días el jolgorio de Saint Tropez resultaba aburrido, a menos que uno tuviera amigos, y ellos no los tenían. Era divertido ir a los restaurantes y los clubes nocturnos, pero había muchos otros sitios a los que querían ir, algunos tan alegres como Saint Tropez, y otros un poco más tranquilos. Montecarlo era más elegante y sobrio, y a los tres les gustaba ir al casino,

– A lo mejor Adam quiere quedarse un par de noches más para ver a esa chica alemana -dijo Gray, preocupado por su amigo. No quería echarle a perder la diversión ni el posible idilio. Charlie lo conocía mejor y tenía una actitud más cínica. Si realmente conocía a Adam, y si los anteriores viajes servían de algo, con que pasara una noche con ella sería más que suficiente. Eran casi las cuatro cuando Charlie y Gray se fueron a sus respectivos camarotes. Había sido una noche larga, pero también divertida. Charlie se quedó dormido inmediatamente, y ninguno de los dos oyó a Adam cuando volvió a las cinco de la mañana. Charlie y Gray estaban desayunando en la cubierta de popa cuando aparecieron Adam y Ushi, sonrientes. La chica pareció avergonzarse, pero solo un poco, al ver a los otros dos hombres.

– Buenos días -dijo cortésmente, y Charlie pensó que aparentaba dieciséis años a plena luz del día. No iba maquillada, pero tenía una figura espectacular en vaqueros y una camiseta ceñida, con las sandalias doradas de tacón en la mano y la cabellera pelirroja larga y tupida. Adam la rodeaba con un brazo.

La camarera les preguntó qué querían desayunar, y Ushi se empeñó en que solo muesli y café. Adam pidió beicon, huevos y tortitas. Parecía de muy buen humor, y sus dos compañeros intentaban no dirigirse sonrientes miradas de complicidad.

Los cuatro charlaron amigablemente, y en cuanto Ushi hubo terminado de desayunar, el sobrecargo llamó un taxi. Adam la llevó a dar una vuelta por el barco, y mientras la acompañaba al taxi, a la chica le hacían los ojos chiribitas.

– Te llamaré -prometió Adam con vaguedad, y le dio un beso. Había sido una noche inolvidable, pero sus dos amigos sabían que Adam se olvidaría muy pronto de la chica y que al cabo de un año, si se les antojaba, tendrían que recordársela,