– ¿Cuándo? ¿Vas a ir a la discoteca esta noche? -preguntó Ushi mientras Adam se quedaba unos momentos junto al taxi. -A lo mejor nos marchamos -dijo en respuesta a la segunda pregunta, pero no a la primera.
Ushi le había dado su número de teléfono en Ramatuelle y le había dicho que pasaría allí todo el mes de agosto. Después volvería a Munich con sus padres. También le había dado su dirección en Alemania, porque Adam le había dicho que iba allí con frecuencia por cuestión de negocios. Ushi le había dicho que tenía veintidós años y que estudiaba medicina en Frankfurt.
– Si nos quedamos, pasaré por la discoteca, pero lo dudo. Intentaba ser mínimamente honrado con las mujeres con las que se acostaba y no darles falsas esperanzas, pero él también sabía que no podía hacerse demasiadas ilusiones. Aquella chica alemana, una perfecta desconocida, había ligado con él en una discoteca, habían pasado la noche juntos, a sabiendas de que lo más probable era que no volviera a verlo. Iba en busca de lo mismo que él, y al menos por una noche había conseguido lo que quería. Y también Adam. Había pasado una noche estupenda, pero a plena luz del día no cabía duda de que eran dos perfectos desconocidos, y que difícilmente volverían a verse. Ambos tenían las reglas bastante claras.
Adam le dio otro beso cuando la chica estaba a punto de subir al taxi, y ella se quedó unos momentos con expresión soñadora, y dijo:
– Adiós… Gracias…
Y Adam volvió a besarla.
– Gracias a ti, Ushi -le susurró Adam, dándole unas palmaditas en el trasero.
La chica se subió al taxi, saludó con la mano y desapareció. Otra diversión de una noche. Era una forma de pasar el tiempo, e indudablemente daba realce a sus vacaciones. El cuerpo de la chica era mucho mejor sin ropa, tal y como había sospechado Adam.
– Bueno, ha sido una bonita sorpresa -comentó Charlie con sonrisa irónica, al tiempo que Adam volvía a sentarse a la mesa del desayuno. -Me encanta que los invitados desayunen con nosotros, sobre todo sí son tan guapas. ¿Crees que deberíamos marcharnos antes de que sus padres vengan con una escopeta?
– No creo -replicó Adam sonriendo satisfecho. De vez en cuando le gustaba hacer del yate de Charlie una especie de fiesta. -Tiene veintidós años y estudia medicina. Y no es virgen.
Aunque a Adam le costara reconocerlo, Ushi parecía más joven de lo que era.
– Que desilusión -dijo Charlie en tono de broma, al tiempo que encendía un puro.
En verano, mientras estaba en el barco, a veces fumaba habanos incluso después del desayuno. Lo que más disfrutaban de la vida, aquellos tres amigos, era poder hacer lo que quisieran, por muy solos que se sintieran a veces. Era una de las grandes ventajas de estar solteros. Comían cuando les venía en gana, vestían como querían, bebían cuanto les apetecía y pasaban el tiempo con quienes querían. No había nadie a quien tuvieran que rendir cuentas, incordiar, molestar, pedir disculpas, a quien acoplarse ni con quien adquirir un compromiso. Lo único que tenían era los* unos a los otros, y de momento era todo cuanto querían. Para los tres, en aquella época la vida era perfecta.
– A lo mejor te encontramos una virgen en el próximo puerto en que nos paremos -añadió. -Por aquí me parece que no se encuentran fácilmente.
– Muy gracioso -replicó Adam, sonriendo y satisfecho por su conquista de la noche anterior. -Lo que te pasa es que tienes envidia. Por cierto, ¿dónde nos vamos a parar?
A Adam le encantaba la libertad con la que iban de un sitio a otro; era como llevar la casa o el hotel a cuestas. Podían vivir rodeados de lujos, decidir su itinerario y cambiarlo en cualquier momento, mientras les servía la tripulación, de trato impecable. Para los tres amigos, aquello era el paraíso. Era precisamente lo que le gustaba a Charlie de tener un yate y la razón por la que pasaba el verano y varias semanas del invierno en él.
– ¿Dónde os apetece ir? -preguntó Charlie. -Yo había pensado en Mónaco o Portofino.
Tras una larga discusión se decidieron por Mónaco, y Portofino al día siguiente. Montecarlo estaba prácticamente a tiro de piedra, a dos horas de Saint Tropez. Portofino estaba a unas ocho horas de viaje. Tal y como esperaba Charlie, Gray aseguró que a él le daba igual y Adam dijo que le apetecía ir al casino de Montecarlo.
Abandonaron el muelle justo después del almuerzo, que consistió en un excelente bufet de mariscos. Cuando se marcharon eran casi las tres, después de haberse detenido un rato para nadar, y después se dedicaron a dormitar en las tumbonas mientras se dirigían a Mónaco. Cuando llegaron estaban dormidos como troncos, y el capitán y la tripulación anclaron hábilmente el Blue Moon en el muelle, con defensas para protegerse de posibles golpes de las demás embarcaciones. Como siempre, el puerto de Montecarlo estaba lleno de yates tan grandes como el Blue Moon o más.
Charlie se despertó a las seis, vio dónde estaban y que sus amigos seguían durmiendo. Fue a su camarote a ducharse y cambiarse de ropa, y Gray y Adam se despertaron a las siete. Tras los placeres de la noche anterior, era comprensible que Adam estuviera agotado, y Gray no tenía costumbre de trasnochar tanto. Cuando viajaban juntos tardaba unos cuantos días en adaptarse a aquella vida nocturna. Pero, cuando salieron a cenar, los tres se sentían descansados.
El sobrecargo les había pedido un coche y les había hecho reserva en el Louis XV, donde cenaron espléndidamente, en un entorno mucho más serio que el del restaurante de la noche anterior en Saint Tropez. Los tres iban de chaqueta y corbata. Charlie llevaba un traje de lino de color crema, con camisa a juego, Adam vaqueros, blazer y mocasines cíe piel de cocodrilo sin calcetines. Gray se había puesto una camisa azul, pantalones de color caqui y una blazer vieja. Con el pelo blanco, parecía el mayor del trío, pero tenía una elegancia incontestable; a pesar de la corbata roja, y llevara lo que llevase, se notaba que era artista. Se pasó la cena gesticulando, habiéndoles animadamente sobre su juventud. Les describió la tribu de nativos con los que había vivido durante una breve temporada en la Amazonia. Era un buen contador de cuentos, pero para él aún constituía una pesadilla de la infancia, mientras otros chicos iban al colegio, montaban en bicicleta, repartían periódicos por las casas y asistían a bailes organizados por la escuela. En lugar de eso, él había vivido entre los pobres de la India, en un monasterio budista de Nepal y había leído las enseñanzas del Dalai Lama. No le habían dejado disfrutar de su niñez.
– Pero qué queréis que os diga… Mis padres estaban mal de la cabeza, pero supongo que por lo menos no eran aburridos. Adam pensaba que su juventud había sido más que normal y corriente y que no había comparación entre lo que Gray contaba y lo que él había vivido en Long Island. Charlie raras veces hablaba de su infancia. Había sido previsible, respetable y tradicional hasta la muerte de sus padres, y después desgarradora, aún más cuando murió su hermana, al cabo de cinco años. No le importaba hablar sobre ello con su terapeuta, pero sí con los amigos. Sabía que tenían que haber ocurrido cosas divertidas antes de la gran tragedia, pero ya no las recordaba: solo se había quedado con la tristeza. Le resultaba más fácil atenerse al presente, salvo cuando su terapeuta se empeñaba en que recordase. E incluso en esas ocasiones suponía una auténtica lucha evocar tantas cosas sin sentirse destrozado. Todo lo que poseía en el mundo, todas las comodidades que tenía no compensaban las personas que había perdido, ni la vida familiar que había desaparecido al mismo tiempo que ellas. Y, por mucho que lo intentaba, no lograba recrear aquella vida. Siempre acababan por escapársele la estabilidad y la seguridad de la familia y alguien que crease ese vínculo con él. Los dos hombres con los que viajaba eran lo más parecido a una familia en su vida actual y durante los veinticinco años desde la muerte de su hermana. Nunca había sentido tanta soledad como entonces, con el dolor de saberse solo en el mundo, sin nadie que lo quisiera ni se preocupara por él. Ahora al menos tenía a Adam y a Gray. Y sabía que, pasara lo que pasase, siempre tendría a uno de ellos a su lado, o a los dos, como ellos lo tendrían a él. A los tres les proporcionaba gran consuelo. Los unía un vínculo inquebrantable de confianza, cariño y amistad, y eso era inestimable.
Pasaron largo rato tomando café, fumando puros y hablando de sus vidas y, en el caso de Adam y Grey, de su infancia. A Charlie le llamaba la atención observar de qué forma tan diferente procesaban las cosas. Gray había aceptado hacía tiempo que sus padres adoptivos eran caprichosos y egoístas y, en consecuencia, ineptos como padres. Nunca había tenido sensación de segundad en su juventud, ni un verdadero hogar. Habían ido de un continente a otro, siempre en busca de algo, sin encontrarlo jamás. El los comparaba con los israelitas perdidos en el desierto durante cuarenta años, pero sin columna de fuego que los guiara.
Y cuando se asentaron en Nuevo México y adoptaron a Boy, Gray hacía tiempo que se había marchado. Había visto a su hermano en sus escasas visitas a casa, pero se había negado a establecer fuertes vínculos con él. No quería nada en su vida que lo atara a sus padres. La última vez que había visto a Boy fue en el funeral de estos, y después le perdió la pista a propósito. En ocasiones se sentía culpable, pero se negaba a pensar demasiado en ello. Acabó desprendiéndose de los últimos vestigios de una familia que únicamente le había causado dolor. Para él, la palabra «familia» solo evocaba dolor. De vez en cuando se preguntaba qué habría sido de Boy tras la muerte de sus padres. En cualquier caso, seguro que estaría mejor que con la vida que había llevado con aquellos progenitores tan irresponsables.
Hasta entonces se había resistido a la necesidad de sentirse responsable de él. Pensaba que a lo mejor se ponía en contacto con él algún día, pero aún no había llegado el momento, y dudaba de que llegara. Era mejor que Boy quedara como un recuerdo del pasado remoto, una parte de su vida de la que Gray no quería saber nada, si bien recordaba a su hermano como un buen chiquillo. Por otra parte, Adam sentía gran amargura hacia sus padres. Su versión de los hechos, en pocas palabras, era que su madre era una arpía y su padre un simple pelele en sus manos. Estaba enfadado con los dos por lo que habían aportado a su vida, o más bien lo que no habían aportado, y por la deprimente vida familiar.
Decía que lo único que recordaba de su infancia era la continua mala leche de su madre, que no paraba de incordiar a todo el mundo y se cebaba en él, porque era el pequeño, y que lo trataban como a un intruso por haber llegado demasiado tarde a la vida de sus padres. Su recuerdo más vivido era el de su padre, cuando no volvía a casa del trabajo. ¿Quién podría criticarlo? En cuanto se marchó a Harvard, a los dieciocho años, Adam no volvió a vivir en su casa. Ya era bastante con pasar las vacaciones con ellos. Aseguraba que la desagradable atmósfera que se respiraba en la casa había provocado un distanciamiento irreparable entre los tres hijos. Lo único que habían aprendido de sus padres era a criticar, a menospreciarse, a encontrarse defectos los unos a los otros, a sentir lástima los unos de los otros por sus respectivas vidas.
– En nuestra familia no había respeto. Mi madre no respetaba a mi padre, y creo que él la odia, aunque jamás lo reconocería, y entre los hermanos tampoco hay ningún respeto. Mi hermana me parece una aburrida y me da lástima, mi hermano es un gilipollas y un pedante y su mujer es como mi madre, y todos piensan que estoy rodeado de canallas y de putas. No respetan lo que hago, y ni siquiera quieren saber a qué me dedico. Solo les interesa saber con qué mujeres salgo, y no quién soy. Solo los veo en bodas, funerales y fiestas de guardar, y ojalá no tuviera que hacerlo, pero no se me ocurre ninguna excusa. Rachel lleva a los niños a verlos, así que yo no tengo que hacerlo. A ellos les cae mejor ella que yo, y siempre ha sido así. Incluso les parece bien que se casara con un cristiano, siempre y cuando eduque a los niños en el judaísmo. Según ellos, Rachel no puede hacerle daño a nadie, pero yo todo lo contrario. Y ahora, supongo que ya solo les doy por saco. Me da igual.
Su tono denotaba una gran amargura.
– Pero sigues viéndolos -comentó Gray con interés. -A lo mejor es que te importan. A lo mejor necesitas que te acepten, o quieres que te acepten. En ese caso, bien. Lo que pasa es que a veces tenemos que reconocer que nuestros padres no son capaces, que sencillamente no tenían ese amor que tanto necesitábamos cuando éramos niños, porque no les salía de dentro. Al menos los míos. Bastante tuvieron con las drogas cuando eran jóvenes, y después con ir en busca del Santo Grial o lo que fuera. Estaban locos. Creo que nos querían a mi hermana y a mí, a su manera, pero no sabían ser padres. Cuando adoptaron a Boy, mi hermano, sentí lástima de él. Tendrían que haberse comprado un perro cuando nosotros nos marchamos de casa, pero se sentían solos y por eso se llevaron al niño.
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