»Mi pobre hermana está en la India, Dios sabe dónde, viviendo en la calle con los pobres, porque es monja. Siempre quiso hacerse pasar por asiática, y ahora cree que lo es. No tiene ni idea de quién es, y nuestros padres tampoco. Ni yo, hasta que me alejé de ellos, y todavía me sigo cuestionando quién demonios soy. Creo que al final esa es la clave para todos nosotros: ¿quiénes somos, en qué creemos, cómo vivimos, es esta la vida que queremos llevar? Yo me lo pregunto todos los días, y no siempre tengo respuestas, pero al menos intento encontrarlas sin hacerle daño a nadie.
»Estoy convencido de que el problema de que las personas como mis padres tengan hijos o que los adopten es que no tienen por qué hacerlo. Es una farsa. A mí me pasa lo mismo, y por eso no quiero hijos ni nunca los he querido. Pero intento convencerme de que mis padres hicieron lo que pudieron, por mucho que para mí fuera horrible. Es que no quiero provocar el mismo sufrimiento, ni herir a nadie por la necesidad de reproducirme. En mi caso, creo que es mejor que no lo lleve más adelante, por la sangre y la locura.
Siempre se había sentido muy responsable con lo de no tener hijos, y no se arrepentía de su decisión. Se sentía completamente incapaz de cuidar de unos hijos y de cubrir sus necesidades. La sola idea de establecer un vínculo con ellos o que fueran a depender de él lo aterrorizaba. No quería decepcionarlos, ni que esperaran de él más de lo que podía ofrecerles. No quería hacer daño ni defraudar a nadie, como le había ocurrido a él en su juventud. No se le había pasado por la cabeza que en realidad las mujeres que rescataba y de las que se ocupaba continuamente eran como criaturas, como pájaros con las alas rotas. Sentía una imperiosa necesidad de cuidar de alguien, y ellas satisfacían esa necesidad. Adam pensaba que sería buen padre, porque era un hombre amable, inteligente y con sólidos valores morales, pero Gray no estaba de acuerdo con él.
– ¿Y tú, Charlie? -preguntó Adam, que era más osado a la hora de irrumpir por puertas sagradas y traspasar límites, allí donde ni siquiera los ángeles se atrevían a pisar. Adam siempre hacía preguntas dolorosas, que daban que pensar. -Cuando eras pequeño, ¿tu familia era normal? Gray y yo competimos por los padres más asquerosos del año, y no sé quiénes ganarían el primer premio, si los suyos o los míos. Desde luego, los míos eran mucho más tradicionales, pero no tenían mucho más que ofrecerme que los suyos.
Habían bebido bastante, y Adam le preguntó abiertamente a Charlie, sin cortarse, por la etapa de su juventud. No había secretos entre ellos, y Adam siempre había sido muy abierto y lo contaba todo, al igual que Gray. Charlie tenía un carácter más reservado y no demasiado comunicativo en cuanto a su pasado.
– La verdad, mi familia era perfecta -respondió Charlie con un suspiro. -Eran cariñosos, generosos, comprensivos… Mi madre era la mujer más cariñosa y sensible del mundo, además de inteligente, divertida y guapísima. Y mi padre era una bellísima persona. Yo lo consideraba un héroe, mi modelo en todos los sentidos. Eran maravillosos, como maravillosa fue mi infancia, pero se me murieron. Y todo acabó. Dieciséis años de felicidad, y de repente mi hermana y yo nos quedamos solos en una casa enorme, con un montón de dinero, criados que se ocupaban de nosotros y una fundación que ella tuvo que aprender a dirigir. Dejó Vassar para ocuparse de mí, y lo hizo maravillosamente durante dos años, hasta que me fui a la universidad. No tenía otra vida más que yo, y creo que ni siquiera salió con nadie durante esa época. Después me fui a Princeton, y ella ya estaba enferma, aunque yo no me enteré hasta más tarde, y después murió. Las tres mejores personas del mundo, muertas. Al oíros a vosotros me doy cuenta de la suerte que tuve, no por el dinero, sino por la clase de personas que eran. Fueron unos padres maravillosos, y Ellen estupenda. Pero las personas mueren, se marchan. Ocurren cosas, y de repente un mundo desaparece y todo cambia. Preferiría haber perdido el dinero que a ellos, pero no se puede elegir. Hay que jugar con las cartas que se reparten. Hablando de lo cual, ¿alguien se apunta a la ruleta? -preguntó en tono jovial, cambiando de tema, y los otros dos asintieron en silencio.
Era una historia muy triste, y Gray y Adam sabían que probablemente por eso Charlie nunca había mantenido una relación permanente. Debía de darle miedo que esa persona muriese, se marchase o lo abandonase. Él también lo sabía. Lo había hablado miles de veces con su terapeuta, pero no servía de nada. Por muchos años que acudiera a la terapia, sus padres habían muerto cuando él tenía dieciséis, y el último miembro de su familia que le quedaba, su hermana, había sufrido una muerte horrible cuando él contaba veintiuno. Después de aquello, le costaba trabajo confiar en nada ni en nadie. ¿Y si quería a alguien y ese alguien moría o lo abandonaba? Era más fácil descubrir sus defectos imperdonables y largarse antes de que lo dejaran a él. Aun con una familia perfecta cuando era pequeño, la muerte de sus padres y su hermana cuando era tan joven lo había condenado a una vida de terror para siempre jamás. Si se atrevía a volver a querer a alguien, seguro que moriría o lo abandonaría, e incluso si no lo hacía, o parecía una persona en la que se podía confiar, siempre se corría ese riesgo. La mera posibilidad aún lo aterrorizaba, y no estaba dispuesto a ofrecer su corazón a nadie sin estar seguro al ciento por ciento. Quería todas las garantías posibles. Y hasta la fecha, no había conocido a ninguna mujer con garantías, solo con la bandera roja, que le metía el miedo en el cuerpo. Por eso, si bien con suma educación, siempre acababa abandonándolas. Aún no había encontrado a ninguna por la que mereciera la pena arriesgarse, pero estaba seguro de que algún día la encontraría. Adam y Gray no estaban tan seguros. A los dos les parecía que Charlie seguiría siempre solo. Los tres encajaban a la perfección, porque todos estaban convencidos de lo mismo. Emparejarse durante algo más que una temporada suponía para los tres un riesgo excesivo. Era una maldición que les habían impuesto sus respectivas familias, y que ninguno de olios podía borrar ni exorcizar. La desconfianza y el temor con los que vivían eran los regalos que les habían dejado sus familias.
Charlie jugó al bacará mientras Gray observaba a Adam jugando a la veintiuna, y después los tres jugaron a la ruleta. Charlie le dejó algo de dinero a Gray, que ganó trescientos dólares apostando al negro. Le devolvió los cien dólares que le había dado Charlie, que insistió en que se lo quedara todo.
Cuando volvieron al barco eran las dos de la mañana, una hora temprana para ellos, y se fueron inmediatamente a sus respectivos camarotes. Había sido un día agradable y relajado entre amigos. Partirían para Portofino al día siguiente. Charlie le había dicho al capitán que salieran del muelle antes de que ellos se levantaran, alrededor de las siete. Así llegarían a Portofino a última hora de la tarde, y les daría tiempo de dar una vuelta. Era una de sus paradas preferidas en el viaje veraniego. A Gray le encantaban el arte y la arquitectura del lugar, y sobre todo le gustaba la iglesia de la colina. A Charlie le gustaban el relajado ambiente italiano, los restaurantes y la gente. Era un sitio excepcionalmente bonito. A Adam le fascinaban las tiendas, y el hotel Splendido en lo alto de la colina, que se asomaba al diminuto puerto. También le gustaban las preciosas chicas italianas que conocía todos los años allí, así como las de otros países que iban de turismo. Para todos ellos tenía un toque mágico, y al acostarse en sus camarotes aquella noche sonrieron antes de quedarse dormidos, pensando en la llegada a Portofino al día siguiente. Como cada año, el mes que pasaban juntos en el Blue Moon era como un trocito del paraíso.
CAPÍTULO 03
Llegaron a Portofino a las cuatro de la tarde, justo cuando estaban abriendo las tiendas después del almuerzo. Tuvieron que fondear fuera del puerto, porque la quilla del Blue Moon era demasiado profunda y las aguas del puerto demasiado superficiales. Había gente nadando alrededor de sus barcos, y lo mismo hicieron Adam, Gray y Charlie cuando se despertaron de la siesta. A las seis llegaron varios yates, también de gran tamaño, y se respiraba una atmósfera festiva. La tarde estaba preciosa, dorada. Cuando se aproximó la hora de la cena, ninguno quería bajar del barco, pero decidieron que debían hacerlo. Se sentían contentos y relajados, disfrutando del ambiente, y además la comida a bordo siempre era deliciosa. Pero los restaurantes de la ciudad también eran buenos. Había varios sitios magníficos para comer, muchos de ellos en el puerto, entre las tiendas. Las tiendas de Portofino eran incluso más sofisticadas que las de Saint Tropez: Cartier, Hermés, Vuitton, Dolce & Gabbana, Celine y diversos joyeros italianos. El lujo se veía por todas partes, a pesar de que la ciudad era diminuta. Todo se centraba en el puerto, y la campiña y los acantilados que se alzaban por encima de los barcos eran una maravilla. La iglesia de San Giorgio y el hotel Splendido parecían colgados de las dos colinas a ambos lados del puerto.
– Cómo me gusta todo esto -dijo Adam con una amplia sonrisa, contemplando el movimiento a su alrededor.
Un grupo de mujeres acababa de saltar al agua sin la parte cíe arriba del bañador desde un barco cercano. Gray ya había sacado un cuaderno y se había puesto a dibujar y Charlie estaba sentado en cubierta, con expresión de felicidad, fumando un puro. Era el puerto que prefería de toda Italia. No tenía prisa por continuar el viaje. Lo prefería incluso a los puertos de Francia. Resultaba mucho más fácil estar allí, sin tener que esquivar a los paparazzi de Saint Tropez ni abrirse paso entre las multitudes que atestaban las calles al salir y entrar de bares y discotecas. En Portofino había una atmósfera mucho más rural, con el encanto, la despreocupación y la pintoresca belleza de Italia. A Charlie le encantaba, y también a sus dos amigos.
Los tres llevaban vaqueros y camiseta cuando fueron a la ciudad a cenar. Tenían reserva en un restaurante encantador cerca de la plaza, al que habían ido varias veces los años anteriores. Los camareros los reconocieron en cuanto entraron; estaban bien informados sobre el Blue Moon. Les dieron una magnífica mesa fuera, desde la que podían observar a la gente que pasaba. Pidieron pasta, mariscos y un vino italiano sencillo pero bueno. Gray estaba hablando sobre la arquitectura local cuando lo interrumpió una voz femenina desde la otra mesa.
– Siglo doce -se limitó a decir para corregir lo que acababa de explicar Gray.
Había dicho que el castillo de San Giorgio había sido construido en el siglo XIV, y volvió la cabeza para ver quién había hablado. Una mujer alta, de aspecto exótico, estaba sentada a una mesa cercana a la suya, con una camiseta roja, amplia falda de algodón blanco y sandalias. Llevaba el pelo oscuro recogido en una larga coleta que le caía por la espalda, y tenía los ojos verdes y piel morena. Y, cuando Gray se volvió a mirarla, estaba riéndose.
– Perdón -dijo. -Ha sido una grosería. Es que da la casualidad de que sé que es del siglo doce, no del catorce, y creí que debía decirlo. Pero estoy de acuerdo con usted, y es uno de mis edificios preferidos en Italia, aunque solo sea por el panorama, que considero el mejor de Europa. El castillo lúe reconstruido en el siglo dieciséis y construido en el doce, no en el catorce -repitió, y sonrió. -Y también la iglesia de San Giorgio.
Reparó en las manchas de pintura de la camiseta de Gray e inmediatamente comprendió que era pintor. Había conseguido dar la información sobre el castillo sin parecer pedante, sino entendida y graciosa, y además pidió disculpas por haber interrumpido la conversación de la mesa vecina.
– ¿Es historiadora del arte? -preguntó Gray con interés.
Era una mujer muy atractiva, pero no joven ni con los requisitos necesarios según el criterio de Gray o Charlie. Aparentaba unos cuarenta y cinco años, quizá menos, y estaba con un nutrido grupo de europeos que hablaban en italiano y francés. Ella había estado hablando con fluidez en ambos idiomas.
– No -contestó a la pregunta de Gray. -Solamente una metomentodo que viene aquí todos los años. Dirijo una galería de arte en Nueva York.
Gray la miró con los ojos entrecerrados y cayó en la cuenta de quién era. Se llamaba Sylvia Reynolds, y era muy conocida en el mundillo artístico de Nueva York. Había lanzado a varios pintores contemporáneos a los que se consideraba importantes. La mayor parte de lo que vendía eran obras de vanguardia, muy diferentes de lo que hacía Gray. No había visto nunca a Sylvia, pero había leído mucho sobre ella y le impresionaba como personaje. Ella lo miró con interés y una cálida sonrisa, y también a los otros dos hombres que estaban sentados a la mesa. Parecía llena de vida, entusiasmo y energías. En un brazo llevaba un montón de pulseras de plata y turquesa, y todo en ella parecía denotar estilo.
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