– ¿Es usted pintor? ¿O se ha manchado al pintar su casa?
Era cualquier cosa menos tímida.
– Seguramente las dos cosas -contestó Gray, devolviéndole la sonrisa y tendiéndole una mano. -Soy Gray Hawk.
Le presentó a sus amigos; ella les sonrió y después volvió a sonreír a Gray. Respondió inmediatamente a aquel nombre.
– Me gusta su obra -dijo con un cálido tono de alabanza. -Perdone por haberlo interrumpido. ¿Están en el Splendido? -preguntó con interés, desentendiéndose momentáneamente de sus amigos europeos.
En el grupo había muchas mujeres atractivas, varios hombres muy apuestos, y una joven muy guapa que estaba hablando en francés con el hombre sentado a su lado. Adam se había fijado en ella cuando se sentaron, y no sabía qué pensar del hombre, si sería su padre o su marido. Parecían mantener una relación muy íntima, y esa parte del grupo era evidentemente francés. Sylvia debía de ser la única estadounidense, pero no parecía importarle. Se manejaba igualmente bien en francés, italiano e inglés.
– No, estamos en un barco -le explicó Gray en respuesta a la pregunta de dónde se alojaban.
– Qué suerte. Uno de esos enormes, supongo -dijo en tono burlón.
No lo dijo en serio, y al principio Gray se limitó a asentir, sin contestar. Sabía que estaba bromeando, y Gray no quería presumir. Parecía una mujer agradable, y tenía fama de serlo, a pesar de su éxito.
– En realidad hemos venido desde Francia en un bote de remos, y esta noche vamos a poner una tienda de campaña en la playa -intervino Charlie jovialmente, y ella se rió. -A mi amigo le da vergüenza contárselo. Hemos reunido dinero, lo justo para la cena, pero no nos llega para el hotel. Lo del barco era para impresionarla. Miente más que habla, sobre todo cuando una mujer le parece atractiva.
La mujer se rió, y los demás sonrieron. -Pues en ese caso me siento halagada. Se me ocurren peores sitios que Portofino para poner una tienda de campaña. ¿Viajan los tres juntos? -le preguntó a Charlie, curiosa ante aquellos tres hombres tan atractivos.
Era un trío interesante. Gray tenía aspecto de pintor, Adam parecía actor, y Charlie podía ser director o propietario de un banco. Le gustaba adivinar a lo que se dedicaba la gente, y en este caso no andaba muy descaminada. Adam tenía algo teatral y duro, y resultaba fácil imaginarlo en un escenario. Charlie parecía muy correcto, incluso con vaqueros, camiseta y mocasines de Hermés sin calcetines. No se los imaginaba como playboys. Los rodeaba un halo que parecía indicar que eran hombres acaudalados. Le resultaba más fácil hablar con Gray, porque él había iniciado la conversación, que ella había escuchado, y le había gustado lo que decía sobre la arquitectura y el arte locales. Aparte del error sobre la fecha de construcción del castillo, todo lo que Gray había dicho era inteligente y correcto, y saltaba a la vista que sabía mucho de arte.
Los amigos de Sylvia habían pagado la cuenta y estaban a punto de marcharse. Todos se levantaron; Sylvia hizo otro tanto y, al rodear la mesa, sus tres nuevos amigos se fijaron en sus espléndidas piernas. Los del otro grupo miraron y Sylvia los presentó como si conociera a Gray y a sus compañeros más de lo que realmente los conocía.
– ¿Van a volver al hotel? -le preguntó Adam a Sylvia.
La chica francesa había estado mirándolo, y Adam había llegado a la conclusión de que el hombre que la acompañaba era su padre, porque estaba coqueteando abiertamente con Adam y no mostraba gran interés por nadie más.
– Dentro de un rato. Primero vamos a dar una vuelta. Por desgracia, las tiendas están abiertas hasta las once, y hago auténticos estragos todos los años. No puedo resistirme -contestó Sylvia.
– ¿Le gustaría tomar una copa más tarde? -preguntó Gray, armándose de valor. No iba detrás de ella, pero le caía bien. Era tranquila, abierta y cálida, y quería hablar más con ella sobre el arte local.
– ¿Por qué no se vienen todos al Splendido? -Propuso Sylvia. -Nos pasamos la mitad de la noche en el bar, y seguro que nos quedamos allí hasta las tantas.
– Iremos -confirmó Charlie, y Sylvia fue a reunirse con sus amigos.
– ¡Gol! -exclamó Adam en cuanto Sylvia no pudo oírlo, y Gray negó con la cabeza,
– Tú no, imbécil. Yo. ¿No te has fijado en la chica francesa al otro extremo de la mesa? Estaba con un plasta que yo pensaba que es su marido, pero no lo creo. Me estaba haciendo ojitos.
– ¡Por lo que más quieras! -Exclamó Gray, poniendo los ojos en blanco. -Todavía te dura lo de anoche. ¡Estás obsesionado!
– Pues sí. Es muy guapa.
– ¿Quién? ¿Sylvia Reynolds?
Gray parecía sorprendido; no era el tipo de Adam. Tenía el doble de edad de las mujeres que solían gustarle. Estaba más en la línea de Gray, pero no tenía ningún interés romántico por ella, solo artístico, y como posible contacto. Era una mujer sumamente importante en el mundo artístico de Nueva York. Charlie dijo que al principio no la había reconocido, pero que ya sabía perfectamente quién era.
– No, la joven -lo corrigió Adam. -Es una monada. Parece bailarina, pero en Europa nunca se sabe. Siempre que conozco una monada, resulta que estudia medicina, derecho, ingeniería o física nuclear.
– Más te vale portarte como es debido. A lo mejor es hija de Sylvia.
Eso no habría detenido a Adam. Cuando se trataba de mujeres, era muy audaz y no tenía conciencia ni remordimientos… hasta cierto punto, claro. Pero pensaba que todas las mujeres eran blanco de acoso y derribo, a menos que estuvieran casadas. Ahí se cortaba, pero en nada más.
Como el resto de personas que estaban en el puerto, después de cenar dieron una vuelta por la plaza y las tiendas, y cerca de la medianoche subieron al hotel. Y, como había previsto Sylvia, todo su grupo se encontraba en el bar, riendo, hablando y fumando, y cuando vio entrar a los tres hombres, los saludó con la mano y una amplia sonrisa. Volvió a presentarlos a sus amigos, y a Adam le vino muy bien que el asiento junto a la chica que le gustaba estuviera libre. Adam le preguntó si podía sentarse. Ella le sonrió y asintió. Hablaba inglés estupendamente, pero por el acento Adam se dio cuenta de que era francesa. Sylvia le explicó a Gray que la joven con la que estaba hablando Adam era su sobrina. Charlie se sentó entre dos hombres, uno italiano y otro francés, y al cabo de unos minutos hablaban animadamente sobre la política estadounidense y la situación de Oriente Medio. Era una de esas conversaciones típicamente europeas que van al meollo del asunto, sin tonterías, en las que cada cual expresa abiertamente su opinión. A Charlie le encantaba ese tipo de charlas, y al poco tiempo, Sylvia y Gray también hablaban animadamente, pero sobre arte. Sylvia había estudiado arquitectura y había vivido en París veinte años. Se había casado con un francés y llevaba diez años divorciada.
– Cuando nos divorciamos, yo no tenía ni idea de qué hacer ni de dónde vivir. Él era pintor, y yo no tenía ni un céntimo. Quería volver a casa, pero ya no tenía casa a la que volver. Me crié en Cleveland, hacía tiempo que mis padres habían muerto, y no vivía allí desde la época del instituto, así que me fui a Nueva York con mis dos hijos. Conseguí trabajo en una galería del SoHo y en cuanto pude abrí una por mi cuenta, con poquísimo dinero, y aunque no podía creerlo, empezó a ir bien. Y así van las cosas, diez años después de haber vuelto allí, todavía al frente de la galería. Mi hija está estudiando en Florencia, y mi hijo está haciendo un máster en Oxford. Y yo me digo que qué demonios hago en Nueva York. -Hizo una breve pausa y le sonrió. -Háblame de tu obra.
Gray le explicó el camino que había seguido durante los últimos diez años y sus motivaciones. Sylvia entendió perfectamente a qué se refería cuando Gray le habló de las influencias en sus cuadros, A pesar de que no era la clase de arte que ella mostraba en su galería, Sylvia respetaba enormemente la postura y las obras de Gray que había visto unos años antes. Gray dijo que su estilo había cambiado considerablemente, pero a Sylvia le gustaba su obra anterior. Descubrieron que habían vivido a escasas manzanas de distancia en París prácticamente al mismo tiempo, y Sylvia dijo sin avergonzarse que tenía cuarenta y nueve años, sí bien aparentaba unos cuarenta y dos. La rodeaba un halo cálido y sensual. No parecía estadounidense, ni francesa; con el pelo recogido hacia atrás y aquellos ojos verdes resultaba muy exótica, quizá sudamericana. Parecía sentirse a gusto consigo misma, con quien era. Era solo un año más joven que Gray, y sus vidas habían ido en paralelo en muchas ocasiones. También le gustaba pintar, pero dijo que no se le daba muy bien, que lo hacía por entretenerse. Sentía un profundo respeto por el arte.
Todos se quedaron allí casi hasta las tres, y entonces los del Blue Moon se levantaron.
– Bueno, nos marchamos -dijo Charlie. Lo habían pasado muy bien aquella noche. Él había mantenido una conversación con los otros hombres durante horas. Gray y Sylvia no habían parado de hablar todo el rato, y aunque la sobrina de Sylvia era innegablemente una chica muy guapa, Adam se enfrascó en una conversación con un abogado de Roma y disfrutó del acalorado debate incluso más que de coquetear con la chica. Fue una noche estupenda para todos y los invitados se despidieron con pesar.
– ¿Os gustaría pasar el día en el barco mañana? -preguntó Charlie, dirigiéndose a todo el grupo, y ellos asintieron sonrientes.
– ¿Todos en un bote de remos? -replicó Sylvia en tono burlón. -Bueno, supongo que podemos hacer turnos.
– Intentaré encontrar algo más adecuado para mañana -prometió Charlie. -Os recogemos en el puerto a las once.
Les anotó el teléfono del barco, por si había cambio de planes. Se despidieron como si ya fueran grandes amigos, y el trío parecía encantado mientras bajaba la cuesta hacia la lancha que los esperaba en el puerto. Era eso precisamente lo que les gustaba de viajar juntos. Se divertían y conocían a personas interesantes. Los tres coincidieron en que aquella noche había sido una de las mejores que habían pasado.
– Sylvia es una mujer increíble -comentó Gray en tono de admiración, y Adam se echó a reír.
– Bueno, por lo menos sabes que no te atrae -dijo Adam cuando llegaron al puerto.
La lancha los esperaba con dos miembros de la tripulación. Estaban de servicio a todas horas cuando Charlie y sus amigos se encontraban en el barco.
– ¿Cómo sabes que no me atrae? -preguntó Gray, divertido. -Bueno, la verdad es que no, pero me gusta su cabeza. Lo he pasado muy bien hablando con ella. Es increíblemente honrada e inteligente con el mundillo del arte de Nueva York. No es ninguna imbécil.
– Ya lo sé. Me di cuenta cuando hablaba contigo, y si sé que no te atrae es porque no está loca. Parece de lo más normal. No la amenaza nadie, no me da la impresión de que soporte que nadie la maltrate ni de que se le hayan acabado las recetas de la medicación para la psicosis. No creo que te vayas a enamorar de ella, Gray. Ni de coña -dijo Adam.
Sylvia no tenía nada que ver con las mujeres con las que solía enrollarse Gray. Parecía muy cabal, totalmente cuerda, más cuerda que la mayoría de las mujeres, la verdad.
– Nunca se sabe -dijo Charlie en tono filosófico. -En un sitio tan romántico como Portofino pueden ocurrir cosas de lo más románticas.
– No tan romántico, a no ser que esa mujer tenga un ataque de nervios mañana a las once -replicó Adam.
– Sí, a lo mejor tiene razón -dijo Gray con toda sinceridad. -Siento una terrible debilidad por las mujeres que necesitan ayuda. Cuando el marido de Sylvia la abandonó y se fue con otra, ella se trasladó con sus hijos a Nueva York, sin un céntimo. Dos años más tarde dirigía una galería de arte, que ahora es de las más conocidas de la ciudad. Esa clase de mujeres no necesitan que las rescate nadie, Gray se conocía muy bien, como lo conocían sus amigos, pero Charlie mantenía la esperanza, como siempre, incluso sobre sí mismo,
– Pues no te vendría mal un cambio -dijo Charlie, sonriendo.
– Preferiría ser su amigo -repuso Gray con sensatez. -La amistad dura más.
Mientras volvían al barco, Charlie y Adam le dieron la razón; después se despidieron y cada cual se fue a su camarote. Había sido una noche estupenda.
Mientras los tres amigos estaban terminando de desayunar, el grupo subió a bordo. Charlie los llevó por todo el barco y poco después se hicieron a la mar. Estaban todos impresionados por el lujo de la embarcación.
– Charlie me ha contado que viajáis los tres juntos durante un mes todos los años. Qué maravilla -dijo Sylvia, sonriendo a Gray mientras los dos tomaban Bloody Mary sin alcohol.
Gray había llegado a la conclusión de que sería más divertido hablar con Sylvia estando sobrio. Ninguno de los tres amigos tenía problemas con el alcohol, pero pensaban que cuando estaban en el barco bebían demasiado, como adolescentes traviesos que se hubieran librado de sus padres. Con Sylvia, ser adulto parecía un reto. Era tan inteligente y ejercía tal control sobre todo que no quería sentirse embotado cuando hablaba con ella. Estaban enfrascados en una conversación sobre los frescos italianos del Renacimiento cuando el barco se detuvo y fondeó.
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