Querían a su prima Jessie, pero no la querían a ella. Roanna parpadeó repetidamente para contener las lágrimas mientras escuchaba a sus tías y tíos discutir el problema de qué “hacer” con ella y enumerar las razones por las que cada uno de ellos estaría encantado de acoger a Jessie en su casa, pero por las que Roanna simplemente sería demasiada molestia.

– ¡Me portaré bien!- quería gritar pero ocultó las palabras en su interior al igual que las lágrimas. ¿Qué había hecho que fuese tan terrible como para que no la quisieran? Trataba de portarse bien, decía “señora” y “señor” cuando hablaba con ellos. ¿Era porque había escapado para cabalgar con Thunderbolt? Nadie se habría enterado jamás si no se hubiese caído y se hubiese roto y ensuciado su vestido nuevo, y para más inri, en Domingo de Pascua. Mamá tuvo que llevarla de vuelta a casa para cambiarla de ropa, y tuvo que ponerse un vestido viejo para ir a misa. Bueno, no era exactamente viejo, era uno de los vestidos que habitualmente llevaba a la iglesia, pero no era su precioso vestido nuevo de Pascua. Una de las otras chicas en la iglesia le preguntó por qué no se había puesto un vestido de Pascua, y Jessie se había reído y le había contestado que porque se había caído encima de un montón de boñigas de caballo. Sólo que Jessie no había dicho boñigas, sino que había usado la palabra fea, y algunos chicos lo habían escuchado, y rápidamente se extendió por toda la iglesia que Roanna Davenport había dicho que se había caído en un montón de mierda de caballo.

La cara de la abuela tenía esa expresión de desaprobación, y la tía Gloria frunció la boca como si hubiese mordido un limón. Tía Janet la había mirado y meneado la cabeza. Pero Papá se rió y apretándole el hombro le dijo que un poco de mierda de caballo nunca le había hecho daño a nadie. Además, su Cosita necesitaba algo de fertilizante para crecer.

Papá. El nudo en su pecho creció hasta que apenas pudo respirar. Papá y mamá se habían ido para siempre, así como tía Janet. A Roanna siempre le gustó tía Janet, aunque siempre parecía que estuviese muy triste y no le gustaba demasiado dar abrazos. Aún así, era mucho más amable que tía Gloria.

Tía Janet era la mamá de Jessie. Roanna se preguntaba si a Jessie le dolía tanto el pecho como a ella, si había llorado tanto que sentía como si tuviera tierra en el interior de los parpados. Tal vez. Era difícil saber lo que pensaba Jessie. No creía que mereciera la pena prestarle atención a una mocosa como Roanna; Roanna se lo había oído decir.

Mientras Roanna miraba sin pestañear por la ventana, vio aparecer a Jessie y su primo Webb, como si los hubiese materializado con su mente. Lentamente atravesaban el jardín hacía el enorme y anciano roble, en el que colgaba, de una maciza rama inferior, el columpio. A Jessie se la veía hermosa, pensó Roanna, con la imperturbable admiración de una niña de siete años. Era tan delgada y grácil como Cenicienta en el baile, con su pelo negro recogido en un moño en la parte posterior de su cabeza y su cuello esbelto como el de un cisne sobresaliendo por encima de su vestido azul oscuro. El intervalo entre los siete y los trece años era enorme, para Roanna, Jessie era mayor, un miembro de ese misterioso y autoritario grupo que podía dar ordenes. Eso sólo había pasado a partir del año anterior más o menos, y aunque Jessie siempre había sido calificada antes como “la niña mayor” y Roanna como la “niña pequeña”, Jessie había continuado jugando con muñecas y ocasionalmente al escondite. Si bien, ya no. Ahora Jessie desdeñaba todos los juegos, excepto el Monopoly y pasaba mucho tiempo preocupándose por su pelo y pidiéndole a Tía Janet que la dejara usar cosméticos.

Webb también había cambiado. Siempre había sido el primo favorito de Roanna, siempre dispuesto a tirarse al suelo y pelear con ella, o a ayudarla a aprender a sujetar el bate para poder golpear la pelota. Webb amaba a los caballos tanto como ella, y ocasionalmente lo podía convencer para que la acompañara a cabalgar. Pero se impacientaba al hacerlo, ya que ella sólo tenía permiso para montar su lento pony. De todas formas, últimamente, Webb no quería pasar demasiado tiempo con ella; estaba muy ocupado con otras cosas, decía, pero parecía tener mucho tiempo para pasarlo con Jessie. Fue por eso, por lo que intentó cabalgar con Thunderbolt aquella mañana de pascua, para demostrar a papá que era lo bastante mayor para tener un caballo de verdad.

Roanna observó como Webb y Jessie se sentaban en el columpio, con los dedos entrelazados. Webb había crecido mucho este último año; Jessie parecía muy pequeña sentada a su lado. El jugaba al fútbol y sus hombros eran el doble de anchos que los de Jessie. Había oído decir a una de sus tías que la Abuela sentía adoración por el muchacho. Webb y su madre, la tía Yvonne, vivían aquí en Davencourt con la abuela, porque el papá de Webb también estaba muerto.

Webb era un Tallant, de la rama de la familia de la Abuela; ella era su tía-abuela. Roanna sólo tenía siete años, pero conocía las relaciones de parentesco, habiéndolas absorbido prácticamente por la piel durante las horas que pasaba escuchando a los mayores hablar sobre la familia. La abuela había sido una Tallant hasta que se casó con el abuelo y se convirtió en una Davenport. El abuelo de Webb, que también se llamaba Webb, era el hermano preferido de la abuela. Lo había querido muchísimo, al igual que a su hijo, que había sido el padre de Webb. Ahora solo quedaba Webb, y también lo amaba muchísimo.

Webb sólo era primo segundo de Roanna, mientras que Jessie era su prima hermana, lo cual era un parentesco mucho más cercano. Roanna hubiese deseado que fuera al revés, ya que preferiría estar más emparentada con Webb que con Jessie. Primos segundos no eran más que primos lejanos, eso era lo que había dicho la tía Gloria una vez. El concepto había intrigado a Roanna, y en la última reunión familiar observó atentamente a todos sus familiares, para ver quien se acercaba a quien, y saber quien no era en realidad familia. Se imaginó que las personas a las cuales veía sólo una vez al año, en la reunión familiar, eran las que más besos de saludo se daban. Eso hacía que se sintiese mejor. Observaba a Webb todo el tiempo, y el no la besó, así que eran mas familia que primos lejanos.

– No seas ridícula-, dijo la Abuela, su voz cortó de raíz la disputa sobre quien cargaría con Roanna, y trajo bruscamente de vuelta la atención de Roanna a su furtiva escucha. -Tanto Jessie como Roanna son Davenport. Vivirán aquí, por supuesto.

¡Vivir en Davencourt! El terror y el alivio, a partes iguales, desalojaron la tristeza del pecho de Roanna. Alivio de saber que alguien la quería, y no tendría que ir al orfanato como le había dicho Jessie. El terror provenía de la perspectiva de tener que estar para siempre bajo la autoridad de la Abuela. Roanna amaba a su Abuela, pero también le tenía algo de miedo, y sabía que jamás podría ser tan perfecta como la Abuela esperaba que fuese. Siempre se ensuciaba, o destrozaba su ropa, o se le caía algo y se rompía. La comida siempre se las arreglaba para escapar de su tenedor y caérsele en el regazo, y a veces no prestaba la debida atención cuando iba a coger la leche, y tiraba el vaso. Jessie decía que era torpe.

Roanna suspiró. Bajo la atenta mirada de la Abuela siempre se sentía torpe. Las únicas veces que no se sentía así era cuando estaba sobre su caballo. Bueno, se había caído de Thunderbolt, pero es que estaba acostumbrada a su pony y Thunderbolt era tan ancho que no fue capaz de agarrase bien con las piernas. Pero normalmente se mantenía pegada a la silla como una lapa, eso era lo que siempre decía Loyal, y él era quien cuidaba de todos los caballos de la Abuela, así que debería saberlo. Roanna amaba montar a caballo tanto como había amado a Mamá y Papá. Parecía como si de cintura para arriba estuviese volando, pero con sus piernas podía sentir la fuerza y los músculos del caballo, como si ella misma fuese igual de poderosa. Esa era una de las mejores cosas de ir a vivir con la abuela; podría cabalgar todos los días, y Loyal podría enseñarla a mantenerse sobre los caballos grandes.

Pero lo mejor de todo era que Webb y su madre también vivían aquí, y lo vería todos los días.

Repentinamente saltó del asiento de la ventana y corrió atravesando la casa, olvidando que llevaba puestos los zapatos de domingo de suela fina de cuero en vez de las zapatillas de deporte hasta que patinó sobre el suelo de madera y resbaló hasta casi chocar con una mesita. La severa regañina de la tía Gloria sonaba a sus espaldas, pero Roanna la ignoró mientras luchaba con la pesada puerta de entrada, usando toda la fuerza de su pequeño cuerpo hasta abrirla lo bastante para poder colarse a través de ella. Luego cruzó el césped a la carrera hacia donde estaban Webb y Jessie, sus rodillas alzando la falda de su vestido con cada zancada.

Pero a mitad de camino, el nudo de tristeza que oprimía su pecho se desató, y empezó a sollozar. Webb la vio venir, y su expresión cambió. Soltó la mano de Jessie y abrió los brazos a Roanna. Ella se arrojó sobre su regazo, haciendo que el columpio se balanceara. Jessie dijo con aspereza, -Roanna, estás hecha un desastre. Ve a sonarte la nariz.

Pero Webb dijo, -Toma mi pañuelo-, y el mismo le limpio la cara a Roanna. Después de eso se limitó a sujetarla, con su carita enterrada en su hombro, mientras ella sollozaba tan violentamente que todo su cuerpecito se estremecía.

– Oh, Dios-, dijo Jessie con repugnancia.

– Cállate-, le contestó Webb, abrazando a Roanna con fuerza. -Ha perdido a sus padres.

– Bueno, yo también he perdido a mi madre-, replicó Jessie. Y no me ves berreando encima de todo el mundo.

– Sólo tiene siete años-, dijo Webb mientras alisaba las despeinadas greñas de Roanna. La mayoría del tiempo era un engorro, siempre detrás de sus primos mayores, pero era una niña pequeña, y pensó que Jessie podría ser más simpática. El sol del atardecer se deslizaba a través del césped y de los árboles, reflejándose en el pelo de Roanna, realzando su lustroso color castaño y haciendo que los mechones destellasen con matices dorados y rojizos. A primera hora de la tarde habían enterrado a tres miembros de su familia, los padres de Roanna y la madre de Jessie. Pensó, que quien más había sufrido había sido Tía Lucinda, ya que había perdido a dos de sus hijos a la vez: David, el padre de Roanna y a Janet, la madre de Jessie. La inmensa carga del dolor la había abatido estos tres últimos días, pero no la había quebrado. Seguía siendo el pilar de la familia, brindando sus fuerzas a los demás.

Roanna se estaba calmando, sus sollozos fueron disminuyendo hasta convertirse en ocasionales hipidos. Su cabecita rebotaba contra su clavícula, cuando, sin levantar la vista, se restregaba la cara con su pañuelo. La sentía frágil contra sus fuertes brazos adolescentes, sus huesos no más pesados que palillos y su espalda apenas medía veinticinco centímetros de anchura. Roanna era delgaducha, toda larguiruchos brazos y piernas, y bajita para su edad. Siguió reconfortándola mientras Jessie mantenía una sufrida expresión, y de vez en cuando un sesgado ojo lloroso asomaba desde la seguridad de su hombro.

– La Abuela ha dicho que Jessie y yo también viviremos aquí-, dijo ella.

– Bueno, por supuesto-, contestó Jessie, como si hacerlo en cualquier otro sitio fuese inaceptable. -¿Dónde sino iba a vivir? Pero si yo fuese ellos, te mandaría al orfanato.

Las lágrimas brotaron de nuevo de ese único ojo visible y Roanna rápidamente volvió a enterrar su cara en el hombro de Webb. El miró enfurecido a Jessie, y ella, sonrojándose, miró hacia otro lado. Jessie era una consentida. Últimamente, al menos la mitad del tiempo pensaba que necesitaba unos buenos azotes. La otra mitad se sentía hechizado por esas nuevas curvas que habían aparecido en su cuerpo. Ella lo sabia, claro. Una vez este verano, cuando estaban nadando, había dejado que el tirante de su bañador se le deslizara por el brazo, mostrando la parte superior de su pecho, casi hasta el pezón. El cuerpo de Webb había reaccionado inmediatamente con toda la intensidad de su emergente adolescencia, sin poder desviar la mirada. Simplemente se quedó allí parado, dando gracias a Dios de que el agua le cubriese más arriba de la cintura, pero el resto de él que el agua no cubría, se tiñó de un rojo intenso en una combinación de vergüenza, excitación y frustración.

Pero es que era preciosa. Dios, Jessie era preciosa. Parecía una princesa, con su negra y lisa cabellera y sus ojos azul oscuro. Sus facciones eran perfectas y su piel impecable. Y ahora iba a vivir aquí, en Davencourt con Tía Lucinda… y con él.

Volvió su atención a Roanna, empujándola. -No hagas caso a Jessie-, le dijo. -Solo esta desvariando sin saber de lo que habla. Jamás tendrás que ir ninguna otra parte. Ni siquiera creo que ya existan orfanatos.