Ella volvió a asomar la cara. Sus ojos eran de color marrón, casi castaños como el color de su pelo, pero sin los matices de rojo. Era la única persona tanto de los Davenport como de los Tallant que tenía los ojos castaños; todos los demás los tenían o azules o verdes o una mezcla de ambos. Una vez Jessie le había tomado el pelo, diciéndole que en realidad no era una Davenport porque sus ojos eran del color equivocado, y que había sido adoptada. Roanna había estado llorando hasta que Webb le puso fin a aquello, también, diciéndole que tenía los ojos de su madre, y que el sabía que era una Davenport, porque recordaba que nada mas nacer había ido a verla al hospital.
– ¿Estaba Jessie tomándome el pelo?-, preguntó ella.
– Eso es-, le contestó él, dulcemente.-Sólo estaba burlándose.
Roanna no giró la cabeza para mirar a Jessie, pero un pequeño puño salió disparado y golpeo a Jessie en el hombro, para luego, rápidamente, cobijarse de nuevo en la seguridad de su abrazo.
Webb tuvo que tragarse una carcajada, pero Jessie se enfureció. -¡Me ha pegado!- chilló, levantando la mano para abofetear a Roanna.
Webb agarró con su mano la muñeca de Jessie. -No, no lo harás-, le dijo. -Te lo merecías por lo que le has dicho.
Intentó zafarse de él pero Webb siguió sujetándola, apretando con fuerza y sus ojos oscuros alertaron a Jessie de que iba en serio. Se quedó quieta, mirándolo enfurecida, pero él impuso despiadadamente su voluntad y su poder, y pasados algunos segundos ella desistió enfurruñada. El le soltó la muñeca, y ella se la frotó como si le hubiese hecho daño. Pero la conocía bien, y no sintió la culpabilidad que ella trataba de hacerle sentir. Jessie era muy buena manipulando a la gente, pero Webb la había calado hacia mucho tiempo. El saber lo bruja que podía ser, solo lo hizo sentir mayor satisfacción por haberla forzado a retroceder.
Su rostro se sonrojó al notar que se excitaba, y alejó un poco a Roanna de si mismo. Su corazón se había acelerado, con la excitación y el triunfo. Era algo insignificante, pero de pronto tuvo la certeza de que podría manejar a Jessie. En esos pocos segundos toda su relación cambió, la informal relación de primos de la niñez había quedado en el pasado, y una relación más complicada, de volátil pasión entre un hombre y una mujer había ocupado su lugar. El proceso se había ido desarrollando durante todo el verano, pero ahora estaba completado. Echó un vistazo a la cara enfurruñada de Jessie, su labio inferior sobresalía formando un puchero, y deseó besarla hasta que se olvidara de la razón de hacerlo. Posiblemente ella no lo entendiera aún, pero él sí.
Jessie iba a ser suya. Era malcriada y arisca y sus emociones tenían una intensidad volcánica. Haría falta mucha habilidad y arrojo para imponerse a ella, pero algún día lo conseguiría, tanto física como mentalmente. Tenía dos ases en la manga que Jessie aún desconocía: el poder del sexo y el atractivo de Davencourt. La noche del accidente, tía Lucinda había hablado largo y tendido con él. Solo ellos se quedaron levantados, Tía Lucinda meciéndose y llorando silenciosamente mientras se sobreponía a la pérdida de sus dos hijos y, finalmente Webb había reunido el valor suficiente para acercarse a ella y rodearla con los brazos. Y entonces ella se derrumbó, sollozando como si se le hubiera roto el corazón – fue la única vez que se abandonó completamente a su dolor.
Pero cuando se serenó, permanecieron sentados a solas hasta primera hora de la mañana, hablando en susurros. Tía Lucinda tenía una gran reserva de fuerza interior, y se había impuesto la tarea de asegurar la seguridad de Davencourt. Su querido David, heredero de Davencourt, estaba muerto. Janet, su única hija, era igualmente amada, pero no era adecuada, ni por carácter ni por inclinación para manejar la inmensa responsabilidad que conllevaba esa herencia. Janet había sido callada y retraída, sus ojos velados siempre por una pena íntima que nunca la abandonaba. Webb sospechaba que era a causa del padre de Jessie- quienquiera que fuese. Jessie era ilegitima, y Janet nunca había confesado el nombre del susodicho. Mamá le dijo que fue un gran escándalo, pero los Davenport cerraron filas alrededor de ella y la flor y nata de la sociedad de Tuscumbia se había visto forzada a aceptar tanto a la hija como a la madre si no deseaban enfrentarse a las represalias de los Davenport. Y ya que los Davenport era la familia más rica del noroeste de Alabama, podían hacerlas efectivas.
Pero ahora, con ambos hijos fallecidos, Tía Lucinda tenía que asegurar las propiedades familiares. No se trataba solamente de Davencourt, la joya central; se trataba también de acciones y de bonos, de bienes inmuebles, fábricas, explotaciones madereras y mineras, bancos, e incluso restaurantes. La totalidad de las empresas de los Davenport requerían de una mente despierta para entenderlo de modo global y un cierto toque de crueldad para supervisarlo.
Webb solo tenía catorce años, pero a la mañana siguiente de la larga conversación mantenida a medianoche con su Tía Lucinda, ella había hecho pasar al estudio al abogado de la familia, cerrado la puerta, y designado a Webb como manifiesto heredero. Era un Tallant, no un Davenport, pero era el nieto de su adorado hermano, y ella misma había sido una Tallant, así que desde su punto de vista eso no era un gran impedimento. Tal vez porque Jessie había encajado ese enorme golpe a tan temprana edad, Tía Lucinda siempre había mostrado una clara preferencia hacia ella por encima de Roanna, pero el amor de Tía Lucinda no era ciego. Aún cuando hubiese deseado que fuera de otra forma, sabía que Jessie era demasiado volátil para tomar las riendas de una empresa tan inmensa; si se le diera el control, Jessie arruinaría a la familia cinco años después de llegar a su mayoría de edad.
Roanna, la única otra descendiente directa, ni siguiera fue considerada. Por un lado, sólo tenía siete años, y por otro era totalmente indisciplinada. No es que fuese exactamente desobediente, pero tenía un evidente talento para crear desastres. Sí había un charco de barro en un radio de un kilómetro, de alguna manera Roanna se las apañaría para caerse en él -pero sólo si llevaba puesto su mejor vestido. Sí se ponía sus caras zapatillas nuevas, accidentalmente pisaría una boñiga de caballo. Constantemente se caía, o volcaba algo, o derramaba cualquier cosa que estuviese en sus manos o cerca de ella. Aparentemente, el único talento que tenía, era la afinidad con los caballos. A los ojos de Tía Lucinda eso era un enorme punto a su favor, ya que ella, también, amaba a los animales, pero desafortunadamente eso no hacía que Roanna fuese más aceptable para el papel de heredera universal.
Davencourt iba a ser de él, Davencourt y todas sus vastas propiedades. Webb levantó la vista hacía la inmensa mansión blanca, asentada como una corona en medio del exuberante terciopelo verde del césped. Profundas y amplias galerías rodeaban totalmente la casa, en ambos pisos, las verjas decoradas con un forjado de hierro. Seis enormes columnas blancas enmarcaban el pórtico delantero, donde el porche se ensanchaba para formar la entrada. La casa tenía un aire de elegancia y confort, transmitida por la fresca sombra prometida por las galerías y por la ventilada amplitud indicada por la enorme extensión de ventanas. Dobles puertaventanas francesas adornaban cada dormitorio del piso superior, y una ventana de estilo Palladio se curvaba majestuosamente sobre la entrada principal.
Davencourt tenía una antigüedad de ciento veinte años, construido en la década de antes de la guerra civil. Esa era la razón de la existencia en la parte izquierda de una escalera curva, para proporcionar una discreta forma de acceso a la casa a los jóvenes embriagados, cuando antaño los solteros de la familia dormían en un ala separada. En Davencourt, ese ala había sido la izquierda. Varias reformas efectuadas durante el pasado siglo habían acabado con los dormitorios separados, pero la entrada exterior al segundo piso había permanecido. Últimamente, una o dos veces, Webb mismo había utilizado la escalera.
Y todo eso iba a ser suyo.
No sentía culpable por haber sido el elegido para heredar. Aun con catorce años, Webb era consciente del empuje y la fuerza de la ambición que llevaba en su interior. Deseaba la presión y el poder de todo lo que conllevaba Davencourt. Sería como montar al más salvaje de los sementales pero domándolo con la fuerza de su voluntad.
No era como si Jessie y Roanna hubiesen sido desheredadas, ni mucho menos. Ambas seguirían siendo mujeres ricas por derecho propio cuando cumplieran la mayoría de edad. Pero la mayoría de las acciones, la mayoría del poder -y toda la responsabilidad- serían suyas. Más que sentirse intimidado por los años de duro trabajo que le quedaban por delante, Webb sentía una feroz alegría ante la perspectiva. No sólo poseería Davencourt, sino que Jessie venía con el paquete. Tía Lucinda, lo había insinuado más o menos, pero no había sido hasta hacía un momento cuando se había dado cuenta de lo que significaba.
Quería que se casase con Jessie.
Casi estalló en exultantes carcajadas. Oh, conocía bien a su Jessie, y Tía Lucinda también. Cuando se supiera que iba a heredar Davencourt, Jessie decidiría al instante que ella, y ninguna otra, se casaría con él. No le importaba; sabía como manejarla, y no se hacia ilusiones con respecto a ella. Gran parte del mal carácter de Jessie radicaba en el gran peso que llevaba sobre sus hombros, la carga de su ilegitimidad. Se resentía profundamente de la certeza de legitimidad de Roanna y era odiosa con ella a causa de ello. Eso, no obstante, cambiaría, cuando se casaran. El se encargaría de ello, porque ahora Jessie había encontrado en él la horma de su zapato.
Lucinda Davenport ignoró la cháchara que se desarrollaba a sus espaldas mientras permanecía de pie ante la ventana y observaba a los tres jóvenes en el columpio. Ellos le pertenecían; su sangre corría por todos. Eran el futuro, la esperanza de Davencourt, lo único que quedaba.
Cuando le informaron del accidente, durante unas aciagas horas, la pena había sido tan enorme que se había sentido aplastada por ella, incapaz de funcionar, de sentir. Aun se sentía como si le hubieran arrancado una parte de ella, dejando tan solo en su lugar una profunda herida sangrante. Sus nombres resonaban en su corazón de madre. David. Janet. Los recuerdos asaeteaban su mente, viéndolos como bebes pegados a su pecho, como niños fuertes y activos, como difíciles adolescentes y como maravillosos adultos. Tenía sesenta y tres años y había perdido a muchos seres queridos, pero este último golpe fue casi mortal. Una madre nunca debería sobrevivir a sus hijos.
Pero en el momento más oscuro, Webb había estado allí, ofreciéndole su silencioso consuelo. Sólo tenía catorce años, pero ya se estaba forjando el hombre en el cuerpo del niño. Le recordaba muchísimo a su hermano, el primer Webb; poseía el mismo núcleo de acero, una energía casi temeraria, y una madurez interior que lo hacia parecer mucho más mayor de su edad. Su pena no le había acobardado sino que la compartió con ella, haciéndole saber que a pesar de su enorme pérdida, no estaba sola. Fue en esa hora más oscura cuando atisbó un rayo de esperanza, sabiendo lo que debía hacer. Cuando lo abordó por primera vez para que estudiara la idea de hacerse cargo de las empresas Davenport, de poseer finalmente Davencourt, no se había sentido intimidado por ello. En cambio sus verdes ojos habían brillado ante la perspectiva, ante el desafío.
Había hecho una buena elección. Algunos de los otros pondrían el grito en el cielo; Gloria y su grupo se pondrían fuera de si al haber sido Webb el elegido por encima de cualquiera de los Ames, cuando después de todo, ambas ramas tenían el mismo grado de parentesco con Lucinda. Jessie sí que tendría una buena razón para estar enfadada, ya que ella era una Davenport y familia directa, pero aunque quería mucho a la muchacha, Lucinda sabía que, con ella, Davencourt no estaría en buenas manos. Webb era la mejor elección, y además cuidaría de Jessie.
Veía como el asiento del columpio se balanceaba en silencio y supo que Webb había ganado esa batalla. El chico ya tenía los instintos de un hombre, y además de un hombre dominante. Jessie estaba enfurruñada, pero él no cedió. Siguió consolando a Roanna, quien como era habitual en ella se las había arreglado para causar algún tipo de problema.
Roanna. Lucinda suspiró. No se veía capaz de asumir el cuidado de una pequeña de siete años, pero la niña era la hija de David, y simplemente no podía consentir que se fuese a ninguna otra parte. Aunque lo había intentado, por equidad, no podía querer a Roanna tanto como quería a Jessie, o a Webb, quien ni siguiera era su nieto, sino su sobrino-nieto.
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