A pesar de su fiero apoyo a su hija cuando Janet se quedó embarazada sin la ventaja de un marido, Lucinda, a lo más, había esperado tolerar al bebé cuando llegara. Tenía miedo de que le desagradara, por la vergüenza que representaba. Sin embargo había mirado la diminuta cara de flor de su nieta y se había enamorado. Oh, Jessie era un fogoso manojo de travesuras, pero el amor de Lucinda nunca flaqueo. Jessie necesitaba amor, mucho amor, absorbiendo hasta la última gota de afecto y elogios que le llegaba. No es que sufriera carencia de ninguno de ellos; desde su nacimiento, había sido abrazada y besada y mimada, pero por alguna razón nunca era suficiente. Los niños notaban desde muy temprana edad cuando algo en su vida estaba fuera de lugar, y Jessie era especialmente brillante; tenía unos dos años cuando empezó a preguntar por qué ella no tenía un papá.

Y luego estaba Roanna. Lucinda volvió a suspirar. Fue tan difícil amar a Roanna como fácil amar a Jessie. Las dos primas eran totalmente opuestas. Roanna nunca había estado quieta el tiempo suficiente para poderla abrazar. La aupabas para darle un abrazo, y se retorcía para que la soltases. Tampoco era bonita de la forma en que lo era Jessie. La extraña mezcla de facciones no encajaba en su pequeña cara. Su nariz era demasiado grande, su boca muy ancha, sus ojos estrechos y rasgados. Su pelo, con su carencia del matiz caoba de los Davenport, siempre estaba despeinado. No importaba lo que le pusieran para vestir, a los cinco minutos la prenda estaría manchada y desgarrada. Por supuesto, era la preferida de la familia de su madre, pero definitivamente era una mala hierba en el jardín de Davenport. Lucinda la había escudriñado atentamente, pero no veía en la chica nada de David, y ahora cualquier parecido habría sido doblemente atesorado si existiera.

Pero cumpliría su deber con Roanna, y trataría de modelarla con un barniz de civilización, para convertirla en alguien que hiciera honor al apellido Davenport.

Aún así, su esperanza, y el futuro, recaían en Jessie y Webb.

Capítulo 2

Lucinda se enjugó las lágrimas mientras sentada en el dormitorio de Janet doblaba y guardaba lentamente las ropas de su hija. Tanto Yvonne como Sandra se habían ofrecido en hacerlo por ella, pero había insistido en hacerlo sola. No quería que nadie viera sus lágrimas y su dolor; solo ella sabría qué cosas desearía conservar por los recuerdos, y cuales podían descartarse. Ya había llevado a cabo esta tarea en casa de David, guardando con cariño las camisas que aún conservaban un débil rastro de su colonia. También había llorado por su nuera; Karen había sido muy querida, una mujer joven, alegre y cariñosa que hizo muy feliz a David. Sus cosas habían sido guardadas en baúles en Davencourt para que Roanna las tuviese cuando fuera mayor.

Ya había pasado un mes desde el accidente. Las formalidades legales habían sido llevadas a cabo rápidamente, Jessie y Roanna quedaron instaladas en Davencourt con Lucinda como su tutora legal. Jessie, por supuesto, se acomodó de inmediato, eligiendo para ella el dormitorio más bonito y persuadiendo a Lucinda para que lo redecorara según sus especificaciones. Lucinda admitió que no le hizo falta mucha persuasión, ya que entendía la feroz necesidad de Jessie de recuperar el control de su vida e imponer de nuevo el orden a su alrededor. El dormitorio era sólo un símbolo. Había mimado a Jessie desvergonzadamente, haciéndole saber que aunque su madre había muerto, aún tenía una familia que la apoyaba y la quería, que la seguridad no se había esfumado de su mundo.

Roanna, sin embargo, no se había aclimatado en absoluto. Lucinda suspiró, llevándose una de las blusas de Janet a la mejilla, mientras reflexionaba sobre la hija de David. Sencillamente, no sabía como acercarse a la muchacha. Roanna se había mostrado indiferente a todos sus intentos de que eligiese un dormitorio y, finalmente Lucinda había claudicado y elegido por ella. Por equidad parecía necesario que Roanna tuviese un dormitorio al menos tan grande como el de Jessie, y lo era, pero a la niña se le veía perdida y abrumada en el. La primera noche durmió allí. La segunda noche, había dormido en uno de los otros dormitorios, arrastrando su manta tras ella y haciéndose un ovillo sobre el colchón. La tercera noche, de nuevo, había escapado a otro dormitorio vació, a otro colchón. Había dormido sobre una silla en el estudio, encima de la alfombra de la biblioteca, incluso se acurrucó sobre el suelo de uno de los baños. Estaba inquieta, un pequeño y desolado espíritu, que vagaba por la mansión, tratando de encontrar un sitio que hacer suyo. Lucinda juzgó que la chiquilla había dormido ya en todas y cada una de las habitaciones de la casa excepto en los dormitorios ocupados por otras personas.

Cuando Webb se levantaba cada mañana, lo primero que hacía era ir en busca de Roanna, siguiéndole la pista hasta el rincón o recoveco que hubiera elegido para pasar la noche, persuadiéndola de salir de su escondrijo. Era hosca y retraída, excepto con Webb, y no mostraba interés por nada excepto por los caballos. Frustrada y sin saber que más hacer, Lucinda le había dado acceso ilimitado a los caballos, por lo menos durante el verano. Loyal cuidaría de la chica, y, además, Roanna tenía buena mano con estos animales.

Lucinda dobló la última blusa, y la guardó. Solo quedaban los objetos de la mesilla de noche y dudó antes de abrir los cajones. Cuando hubiera acabado con eso, todo estaría finalizado; la casa de la ciudad se vaciaría, se cerraría y se vendería. Y todo rastro de Janet desaparecería.

Excepto por Jessie. Janet había dejado tras de si un precioso trocito de ella. Después de quedarse embarazada, la mayoría de sus risas se apagaron, y siempre había tristeza en sus ojos. Aunque nunca dijo quién había engendrado a Jessie, Lucinda sospechaba del mayor de los Leath, Dwight. El y Janet habían salido juntos, pero él tuvo una pelea con su padre y se alistó y de alguna forma terminó en Vietnam al comienzo de la guerra. Al cabo de dos semanas de haber pisado ese pequeño país, le habían matado. Durante los años pasados, Lucinda se había fijado muchas veces en la cara de Jessi, buscando cualquier parecido con los Leath pero sólo había visto la inmaculada belleza de los Davenport. Si Dwight había sido el amante de Janet, entonces ella había llorado su muerte hasta el día en que murió, ya que jamás había salido con nadie más desde el nacimiento de Jessie. Y no fue porque no hubiera tenido oportunidades; a pesar de la ilegitimidad de Jessie, Janet seguía siendo una Davenport, y había bastantes hombres que la hubiesen cortejado. La falta de interés radicaba sólo en Janet.

Lucinda habría querido algo mejor para su hija. Ella había conocido un profundo amor con Marshall Davenport y había deseado lo mismo para sus hijos. David lo había encontrado con Karen; Janet sólo había conocido pena y decepción. A Lucinda no le gustaba admitirlo, pero siempre había notado una cierta contención en su actitud hacía Jessie, como si estuviese avergonzada. Así era como Lucinda pensó que ella misma se iba a sentir pero no fue así. Deseó que Janet hubiese superado la pena, pero nunca lo hizo.

Bueno, postergar la desagradable tarea no la iba a hacer menos ingrata, pensó Lucinda, enderezando inconscientemente la espalda. Podía quedarse todo el día aquí sentada meditando sobre las complicaciones de la vida, o podía seguir adelante. Lucinda Tallant Davenport no era de las que se quedaban sentadas sin hacer nada; para bien o para mal, resolvía sus problemas.

Abrió el primer cajón de la mesita de noche, y de nuevo las lágrimas le inundaron los ojos al ver la pulcritud del contenido. Así era Janet, ordenada hasta la médula. Ahí estaba el libro que estaba leyendo, una pequeña linterna, una caja de pañuelos, una cajita de sus caramelos de menta favoritos, y un diario de piel con el lápiz aun sujeto entre las páginas. Curiosa, Lucinda se limpió las lágrimas y cogió el diario. No sabía que Janet tuviera uno.

Acaricio con la mano el diario, sabiendo a ciencia cierta el tipo de información que podrían contener las páginas. Sólo podían ser anotaciones privados sobre el día a día, pero cabía la posibilidad de que Janet divulgara en él el secreto que se había llevado a la tumba. A estas alturas, ¿de verdad importaría mucho quien pudiera ser el padre de Jessie?

La verdad es que no, pensó Lucinda. Querría a Jessie igual, sin importarle que sangre corriera por sus venas.

Aún así, después de tantos años preguntándoselo y sin saber, era imposible no ceder a la tentación. Abrió el diario por la primera página y empezó a leer.

Media hora después, secó sus ojos con un pañuelo y lentamente cerró el diario; a continuación lo puso encima de la ropa apilada en la última caja. No había mucho que leer: algunas páginas angustiosas, escritas hace catorce años, y después de eso poco mas. Janet había hecho algunas anotaciones, destacando el primer cumpleaños de Jessie, sus primeros pasos, el primer día de colegio, pero la mayor parte de las hojas estaban vacías. Daba la impresión de que Janet había dejado de vivir hacía catorce años y no hace tan solo un mes. Pobre Janet, haber esperado tanto y tener que conformarse con tan poco.

Lucinda acaricio con la mano la tapa de piel del diario. Bueno, ahora ya lo sabía, Y había tenido razón: no tenía ninguna importancia.

Cogió el rollo de embalar y rápidamente cerró la caja.

LIBRO SEGUNDO. Devastación.

Capítulo 3

Roanna saltó de la cama al alba, se cepilló los dientes apresuradamente y se pasó las manos por el pelo, luego se puso los pantalones vaqueros y una camiseta. Cogió sus botas y calcetines al salir por la puerta y bajo corriendo descalza por las escaleras. Webb se iba a Nashville, y quería verlo antes de que se fuera. No por ninguna razón en particular, solo que aprovechaba cualquier oportunidad de pasar unos minutos en privado con él, ocasiones en que por unos preciosos segundos su atención y su sonrisa eran solo para ella.

Incluso a las cinco de la mañana, la abuela estaría tomando su desayuno en la sala de estar, pero Roanna ni siguiera se detuvo allí de camino a la cocina. A Webb, aun sintiéndose cómodo con la riqueza que tenía a su disposición, le importaban un bledo las apariencias. Estaría gorroneando por la cocina, preparándose su propio desayuno, ya que Tansy no entraba a trabajar hasta las seis, para luego comérselo en la mesa de la cocina.

Entró como un relámpago por la puerta, y como bien sabía, Webb estaba ahí. No se había molestado en usar la mesa y estaba apoyado contra la encimera mientras masticaba una tostada con mermelada. Una taza de café humeaba al lado de su mano. En cuanto la vio, se giró e introdujo en el tostador otra rebanada de pan.

– No tengo hambre-, dijo ella, metiendo la cabeza dentro del enorme frigorífico de dos puertas para buscar el zumo de naranja.

– Nunca la tienes-, le contesto ecuánime. -De todas formas, come.- Su falta de apetito era la causa por la que a los diecisiete años seguía siendo delgaducha y poco desarrollada. Eso y el hecho de que Roanna no se limitara a caminar a ningún sitio. Era una máquina en perpetuo movimiento: saltaba, brincaba, e incluso ocasionalmente daba volteretas. Por lo menos, con el paso de los años, se había calmado lo suficiente para dormir todas las noches en la misma cama, y ya no tenía que ir a buscarla cada mañana.

Porque Webb le había hecho la tostada se la comió, aunque descartó la mermelada. Él le sirvió una taza de café, y ella se situó junto a él, masticando la tostada seca y tomando alternativamente pequeños sorbos de zumo de naranja y café, y sintió una dicha ardiente muy dentro de ella. Esto era todo lo que pedía a la vida; estar a solas con Webb. Y, por supuesto, trabajar con los caballos.

Inspiró suavemente, impregnándose del delicioso aroma de su colonia y de la limpia y ligera fragancia del almizcle de su piel, todo mezclado con el aroma del café. Su conciencia de él era tan intensa, que casi dolía, pero ella vivía para estos momentos.

Lo miró por encima del borde de su taza, sus ojos castaños, dorados como el whisky, brillaban traviesos.-La fecha de este viaje a Nashville es muy sospechosa-, bromeó. -Creo que lo que quieres es estar lejos de casa.

El sonrió ampliamente, y el corazón le dio un vuelco. Rara vez veía esa alegre sonrisa; estaba tan ocupado que no tenía tiempo más que para el trabajo, tal como se quejaba sistemática e implacablemente Jessie. Sus fríos ojos verdes se volvían cálidos cuando sonreía, y el perezoso encanto de su sonrisa podría parar el tráfico. Aunque la pereza era engañosa; Webb trabajaba tantas horas que hubiese extenuado a la mayoría de los hombres.