– No quiero una gran boda en la iglesia-, dijo ella enérgicamente, estremeciéndose con la idea. -Ya tuviste eso con Jessie y no quiero repetirlo. Me sentí fatal ese día.
– ¿Entonces qué tipo de boda quieres? Podríamos celebrarla aquí, en el jardín, o en el club de campo. ¿Quieres invitar sólo a la familia, o a nuestros amigos también? Sé que tienes algunos, y tal vez yo pueda intimidar a un par.
Ella le dio un pellizco por ese comentario. -Sabes puñeteramente bien que tienes amigos, si quieres permitirte perdonarles y dejarlos volver a ser amigos tuyos. Quiero casarme en el jardín. Quiero que nuestros amigos estén aquí. Y quiero que Lucinda camine conmigo hasta el altar, si es capaz. Una gran boda sería demasiado para ella, también.
Una esquina de su boca se curvó ante todos aquellos decididos “quiero”. Sospechaba que en poco tiempo, aunque ella hubiera declarado no estar interesada en los aspectos empresariales de Davencourt, metería la nariz en ellos, discutiendo con él sobre algunas de sus decisiones. No podía esperar. Pensar en Roanna discutiendo con él lo hizo marearse de placer. Roanna siempre había sido obstinada, y lo seguía siendo, aunque ahora sus métodos hubieran cambiado. -Ya ultimaremos los detalles,- dijo él.-Nos casaremos la próxima semana si podemos, como máximo en dos semanas, ¿de acuerdo?
Ella asintió, sonriendo un tanto aturdida.
Número siete, pensó él triunfalmente. Y ésta había sido una sonrisa abierta y natural, como si ya no le preocupara mostrar su alegría.
Girándose, cogió la bolsa de plástico de la mesilla y sacó el contenido. Abrió la caja, leyó las instrucciones, y después le pasó una pequeña varita de plástico con una amplia ventanilla en un extremo.
– Ahora-, dijo, con un brillo de determinación en sus ojos verdes, -haz pipi en el palito.
Diez minutos más tarde llamó a la puerta de cuarto de baño. -¿Qué estás haciendo?- preguntó con impaciencia. -¿estás bien?
– Sí-, dijo ella con voz apagada.
Él abrió la puerta. Ella estaba de pie desnuda delante del lavabo, con la cara blanca de la sorpresa. El palo de plástico descansaba sobre un lado del mismo. Webb lo miró. La ventanilla había sido blanca; ahora era azul. Era un test de embarazo muy simple: si el color de la ventanilla cambiaba, la prueba era positiva. Pasó sus brazos alrededor de ella, atrayéndola hacia la consoladora calidez de su cuerpo. Estaba embarazada. Iba a tener a su bebé. -Realmente no pensabas que lo estuvieras, ¿verdad?- le preguntó con curiosidad.
Ella negó con la cabeza, con expresión todavía atontada. -No… no me siento diferente.
– Supongo que eso cambiara pronto-. Sus grandes manos se deslizaron hacia abajo, a su vientre todavía plano, masajeándolo suavemente. Ella podía sentir el corazón de él latiendo con fuerza y velocidad contra su espalda. Su pene se levantó para empujar con insistencia contra su cadera.
El se había excitado. Se sentía atraído. Se quedó atontada al darse cuenta. Había pensado que él solo sentiría responsabilidad por el bebé; no había creído que se sentiría excitado por la perspectiva de ser padre.-Quieres al bebé-, dijo, su asombro era evidente tanto en su cara como en su voz. -Querías que estuviera embarazada.
– No te quepa la menor duda-. Su voz estaba ronca, y apretó sus brazos alrededor de ella. -¿Tú no lo quieres?
Su mano vagó hacia abajo, posándose ligeramente sobre el lugar donde el hijo de ella, su hijo, se formaba en su interior. Una resplandeciente expresión de maravilla iluminó su cara, y su mirada encontró la de Webb en el espejo.
– Oh, sí,- dijo suavemente.
Capítulo 21
Corliss se coló en el dormitorio de Roanna. Estaba sola arriba, porque todos los demás se habían ido a trabajar o estaban abajo desayunando. Había tratado de comer, pero con las palpitaciones del dolor de cabeza y las molestias del estómago, no había pasado de ser un intento. Necesitaba algo de coca, solo un poco para hacerla sentir mejor, pero todo el dinero que había conseguido antes ya se había esfumado.
Cuando Webb y Roanna habían entrado en salón del desayuno, se había levantado marchándose en solemne y ofendido silencio, pero ellos ni lo habían notado, los muy bastardos. Se había parado justo al salir por la puerta y escuchó, esperando para oír lo que dijeran sobre ella. No la habían mencionado en absoluto, como si no fuera lo bastante importante para merecer un comentario. Webb le había dicho que se marchara de Davencourt y ¡paf! Ya era como si no existiera. En cambio, Webb había anunciado que él y Roanna se iban a casar.
¡Casarse! Corliss no podía creerlo. La idea hizo su mente se nublara de rabia. ¿Por qué alguien, sobre todo alguien como Webb, iba a querer casarse con una pavisosa como Roanna? Corliss odiaba al bastardo, pero no lo subestimaba. A pesar de lo que él había dicho, ella podía manejar a Roanna, estaba segura. Sin embargo, no podía manejar a Webb. Era demasiado duro, demasiado canalla. Iba a largarla de Davencourt. Y por eso tenía que deshacerse de él.
No podía dejar Davencourt. Se sintió enferma de pánico ante la perspectiva. Nadie parecía preocuparse de que ella necesitara vivir aquí. No podía volver a aquella casita diminuta en Sheffield, volver a ser sólo uno de los parientes pobres de los ricos Davenport. Ahora era alguien, la señorita Corliss Spence, de Davencourt. Si Webb la echaba, volvería a no ser nadie de nuevo. No tendría ningún medio de conseguir dinero para su pequeño y caro hábito. La idea era insoportable. Tenía que deshacerse de Webb.
Merodeó por la habitación de Roanna. Cogería el dinero, pero antes quería husmear un poco por allí. Había ido primero a la habitación de Webb, con la esperanza de encontrar algo que pudiera usar, pero, ¡sorpresa, sorpresa!, no parecía que él hubiera dormido allí. Su cama estaba perfectamente hecha, sin una arruga en ella. De alguna forma no podía imaginárselo haciéndose la cama, no el arrogante Webb Tallant.
Bien, ¿no era muy astuto? Nada tenía de asombroso que no hubiera querido su vieja suite. Había elegido esta habitación junto a la de Roanna y así se habían montado un acogedor arreglito, justo aquí en la parte trasera de la casa.
Entonces se había marchado a la habitación de Roanna, y como esperaba, la cama era un enredo de sabanas, y ambas almohadas conservaban la impresión de una cabeza. ¿Quién lo habría pensado nunca de la mojigata de Roanna, quien ni siguiera había tenido una cita? Pero por lo visto no le importaba echar un polvo, por el aspecto de aquella cama. Muy astuto por su parte. Corliss lamentaba admitirlo, pero esta vez Roanna había sido la más astuta. Corliss estaba segura de que Webb no la habría echado, aunque se las había apañado para convertirse en una fuente conveniente de sexo, y de alguna manera lo había convencido para que se casara con ella. Tal vez era mejor en la cama de lo que parecía. Corliss se habría acostado con él ella misma si hubiera pensado en ello. La sacaba de quicio no haberlo pensado.
Deambuló por el cuarto de baño y abrió la puerta de espejo del botiquín. Roanna nunca guardaba nada de interés allí, ni pastillas anticonceptivas, ni condones, ni un diafragma, solo pasta de dientes y mierdas aburridas por el estilo. Ni siquiera tenía cosméticos caros que Corliss pudiera tomar prestados.
Echó un vistazo abajo al pequeño cubo de basura y se quedó inmóvil. -Bueno, bueno-, dijo suavemente, inclinándose para recoger la caja. Un test de embarazo casero.
De modo que así era como Roanna lo había hecho.
Trabajaba rápido, Corliss tuvo que reconocerle eso. Tuvo que haber hecho sus planes y haberse metido en la cama con él a la primera oportunidad, cuando había ido a Arizona. Probablemente no esperaba quedarse embarazada tan rápido, pero qué demonios, a veces uno se arriesgaba y le tocaba el gordo.
¿Estaría Harper Neeley interesado en enterarse de esto?
No se molestaría en seguir buscando dinero. Esto era demasiado bueno para esperar. Rápidamente se marchó de la habitación de Roanna y volvió a la suya. Harper era su única esperanza. Era un tipo extraño; la asustaba, pero también la excitaba. Tenía aspecto de que no existía acto demasiado sucio o atrevido que no pudiera hacer, nada que lo hiciera echarse atrás. Era extraña la forma en que odiaba a Webb, casi hasta el punto de no existir nada más para él, pero eso era una ventaja para ella. Harper lo había estropeado dos veces, pero seguiría intentándolo. Era como una pistola cargada; todo lo que ella tenía que hacer era apuntar con él y disparar.
Le llamó para que quedaran.
Los ojos de Harper brillaban con una luz fría y salvaje que hizo a Corliss estremecerse por dentro, tanto de miedo como de satisfacción. Su reacción había sido más de lo que esperaba.
– ¿Estás segura de que está embarazada?- le preguntó suavemente, echándose hacia atrás en su silla de modo que las patas delanteras no tocaran el suelo. Quedó en equilibrio sobre las patas traseras como un animal dispuesto a saltar.
– Vi la maldita prueba-, contestó Corliss.-Estaba en lo alto del cesto de la basura, así que debe habérsela hecho esta misma mañana. Y después bajaron todo “caras-sonrientes” y Webb dijo que se iban a casar. ¿Y mi dinero?
Harper le sonrió, con sus ojos tan azules y vacíos. -¿Dinero?
El pánico hizo presa de sus nervios. Necesitaba algo de dinero; había estado muy apurada por largarse de la habitación de Roanna, y ahora ansiaba una raya o dos para mantenerse firme. Estaba al límite; le quedaban sólo dos días antes de que Webb la hiciera irse. Harper tenía que hacer algo, pero la espera la estaba matando. No sería capaz de aguantar a menos que pudiera conseguir un poco de coca para resistirlo.
– Nunca dijiste nada sobre dinero-, arrastró las palabras, y su sonrisa hizo que los temblores fríos la recorrieran otra vez. Nerviosamente miró alrededor. No le gustaba este lugar. Se encontraba con Harper en un lugar diferente cada vez, pero antes, siempre había sido en sitios públicos: una parada de camiones, un bar, sitios así. Después de la primera vez, se encontraban siempre también fuera de la ciudad.
Esta vez él le había dado su dirección en una andrajosa rulote en las afueras, en medio de ninguna parte. Había chatarra de coches en diez metros a la redonda, y armazones desechados de viejas sillas y cajas de muelles amontonadas sin orden ni concierto contra el remolque, como si simplemente las hubieran sacado afuera y nunca hubiesen vuelto a pensar en ellas. El remolque era diminuto, consistía en una pequeña y estrecha cocina con una pequeña mesa empotrada y dos sillas como zona de comedor, un sofá de vinilo agrietado y una televisión de diecinueve pulgadas situada en el extremo de una desvencijada mesa, y además de todo eso pudo ver un baño del tamaño de un armario y un dormitorio en el cual la cama de matrimonio ocupaba la mayor parte del espacio. Los platos sucios, las botellas de cerveza, paquetes de cigarros arrugados, los ceniceros desbordados y la ropa sucia cubrían todas las superficies.
Aquí no era donde vivía Harper. Había un nombre diferente, toscamente escrito, sobre el buzón, pero no podía recordar cuál era. Él le había dicho que el remolque pertenecía a un amigo. Ahora ella se preguntaba si “el amigo” había oído hablar alguna vez de Harper Neeley.
– Tengo que conseguir dinero-, balbució. -Ese era el trato.
– Nop. El trato era que tú me pasabas información sobre Tallant, y yo me ocuparía de resolver el problema para ti.
– ¡Bueno, pues has hecho una mierda de trabajo!- estalló ella. Él parpadeó despacio, su fría mirada azul se volvió aún más helada, y ella tardíamente deseó haber mantenido la boca cerrada.
– Está llevando más de lo que esperaba-, dijo ella, moderando su tono al de súplica. -Estoy pelada y necesito cosas. Ya sabes cómo somos las chicas…
– Se cómo son las cocainómanas-, dijo él, indiferentemente.
– No soy una cocainómana-, dijo furiosa. -Solo tomo un poco de tanto en tanto para calmar mis nervios.
– Claro y seguro que tu mierda tampoco huele.
Ella enrojeció, pero algo en el modo en que la miraba le hizo sentir miedo de seguir pinchándolo. Nerviosamente se levantó del sofá, pelándose los muslos con el vinilo donde el sudor había hecho que se le quedaran pegados a la maldita cosa. Vio que la mirada de él se posaba en sus piernas, y deseó no llevar puestos pantalones cortos. Es que hacía un condenado calor, y no esperaba tener que sentarse sobre vinilo, por Dios. Deseó no llevar puestos estos short en especial, pero eran sus favoritos porque eran muy cortos y apretados, y además eran blancos con lo que resaltaban su bronceado.
– Tengo que irme-, dijo, tratando de esconder su nerviosismo. Harper nunca había intentado algo con ella, pero tampoco habían estado nunca en un sitio donde él pudiera hacerlo. No es que fuera feo, lejos de ello para un tipo de su edad, pero la asustaba hasta la médula. Tal vez si estuvieran en algún sitio donde no estuviera tan sola, como un motel, donde alguien la oyera si gritaba, porque Harper parecía un hombre que hacía gritar a las mujeres.
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