– No llevas bragas-, comentó él, sin abandonar en ningún momento su posición en equilibrio sobre las patas traseras de la silla. -Puedo ver el pelo de tu coñito a trabes de tus pantaloncitos.
Ella ya lo sabía; era una de las razones por las que le gustaban tanto esos short. Le gustaba la forma en que los hombres le echaban un vistazo, después se sobresaltaban y la miraban otra vez, con los ojos desorbitados y las lenguas colgando como perros. La hacía sentirse atractiva, caliente. Pero cuando Harper la miraba, no se sentía caliente, se sentía asustada.
Se reclinó aún más hacia atrás en la silla y se metió la mano en el bolsillo derecho de sus vaqueros. Sacó una bolsa transparente de auto cierre llena con aproximadamente unos treinta gramos de polvo blanco, guardado en una bolsa más pequeña de plástico y asegurada con un hilo rojo atado alrededor del borde. El hilo atrajo su mirada, la atrapó. Nunca había visto una bolsa de cocaína atada con un hilo rojo antes. Tenía un aspecto exótico, irreal.
El balanceó el paquete de un lado a otro. -¿Prefieres tener esto mejor, o dinero?
Dinero, trató ella de decir, pero sus labios no formaban las palabras. La bolsa se balanceaba de un lado a otro, de un lado a otro. Ella la contemplaba, hipnotizada, fascinada. Había nieve en esa bolsita, un regalo de Navidad empaquetado con hilo rojo.
– Puede…puede que solo una raya,- susurró. Sólo probarla. Era todo lo que necesitaba. Una pequeña esnifada para ahuyentar el nerviosismo.
Despreocupadamente él se giró y barrió con el brazo toda la superficie de la sucia mesita, tirando de golpe los periódicos, los ceniceros y los platos sucios al suelo donde se unieron el resto de la basura y se confundieron con ella. El dueño del remolque ni notaría la diferencia. Entonces desató el hilo rojo y con cuidado dejo caer parte del polvo blanco en la mesa. Con impaciencia Corliss comenzó a acercarse, pero él le lanzó una gélida mirada que la hizo detenerse de golpe.-Espera un momento-, dijo él.-Aún no esta listo para ti.
El cupón de una revista, una de esas estúpidas tarjetitas que las revistas incluían en las páginas finales, para que los lectores se subscribieran, estaba tirada sobre el suelo. Harper lo recogió y comenzó a dividir el diminuto montículo blanco en líneas paralelas sobre la mesa. Corliss observaba sus movimientos rápidos y seguros. El había hecho eso antes, muchas veces. Esto la intrigó, porque creía que ella sabía reconocer a los cocainómanos, y Harper no mostraba ninguno de los signos.
Ahora las pequeñas rayas eran perfectas, las cuatro. No eran muy largas, pero servirían. Tembló, mientras permanecía inmóvil mirándolas, esperando la palabra que la liberaría de su posición.
Harper se sacó un trozo de pajilla del bolsillo. Era de una pajilla para beber refrescos, de una longitud de apenas cinco centímetros. Era más corta de lo que le gustaba, tan corta que tendría que casi pegar la nariz a la mesa y llevar cuidado de que su mano no rozara las otras rayas y las estropeara. Pero era una paja, y cuando él se la tendió, la cogió impaciente.
Él señaló un lugar sobre el suelo.-Puedes ponerte ahí.
El remolque era tan diminuto que sólo tenía que avanzar un paso. Lo dio, miró hacia la mesa y después volvió la vista atrás, hacia él. Tendría que inclinarse totalmente hacia delante y estirarse para llegar hasta las rayas.-Aquí es demasiado lejos-, dijo.
Él se encogió de hombros.-Te las apañaras.
Ella estiró los brazos y apoyó la mano izquierda sobre la mesa, sosteniendo con cuidado la pajilla en la derecha. Doblada por la cintura se estiró hacia delante, sólo unos centímetros, esperando no caerse y volcar la mesa. Las rayas estaban más cerca y se llevó la pajilla a la nariz, saboreando con anticipación la esnifada, el chisporroteo de éxtasis mientras su mente se expandía, el brillo…
– No lo estás haciendo bien-, dijo él.
Se quedo congelada, su mirada seguía clavada en aquellas dulces rayitas. Tenía que tenerlas. No podía esperar mucho más. Pero le daba miedo moverse, miedo de lo que pasaría si se movía antes de que Harper dijera que podía.
– Tienes que ponerte de rodillas primero.
Su voz era inexpresiva, como si esto sólo fuera un juego. Pero ahora ella sabía lo que él quería, y el alivio le aflojó las rodillas. Se trataba sólo de echar un polvo, nada importante. ¿Y qué si era más viejo que cualquier otro al que se hubiera follado antes? Las rayitas la llamaban con insistencia, y lo viejo que él fuera no tenía importancia.
A toda prisa se enderezó y se desabotonó los pantalones cortos, dejarlos caer hasta sus tobillos. Comenzó a sacar un pie, pero él la detuvo otra vez. -Déjalos ahí. No quiero que se te abran las piernas, es más estrecho cuando están juntas.
Ella se encogió de hombros.-Como más le guste a tu polla.
No le prestó más atención mientras se movía a su espalda. Se inclinó hacia delante, impaciente, concentrada en la cocaína, la mano izquierda apoyada sobre la mesa, la mano derecha sosteniendo la pajilla. La punta del cilindro tocó el polvo blanco, y aspiró bruscamente en el mismo momento en que él se encajaba en ella, profundamente, con tanta fuerza que hizo que la pajilla patinara a través de la mesa y golpeara la cocaína desparramando las ordenadas líneas. Estaba seca, y le hizo daño. Ella se dedicó a perseguir la cocaína con la pajilla y seguía empujando, haciéndola fallar. Gimió, y frenéticamente ajustó la posición, aspirando tan fuerte como podía para inhalar hasta la última partícula que el extremo de la pajilla tocara.
La coca se había dispersado por toda la mesa. No tenía sentido apuntar, sólo había tiempo para aspirar mientras sus rítmicas embestidas la movían de adelante a atrás. Corliss sostuvo la diminuta pajilla pegada a su nariz, barriendo ávidamente con la punta a través de la mesa, aspirando con fuerza por su nariz mientras iba de acá para allá, de acá para allá, y era igual si le estaba haciendo daño, maldito fuera, porque conseguía aspirarlo todo, y el resplandor, el estallido de placer, florecían a través de ella. Le daba igual lo que hiciera mientras le consiguiera cocaína, y mientras se ocupara de Webb Tallant antes de que el bastardo la echara de una patada de Davencourt.
Esa tarde cuando Roanna regresó de una reunión de la Sociedad Histórica, abrió la puerta de garaje y vio que Corliss había vuelto antes que ella y se había aprovechado de su ausencia para ocupar su plaza de aparcamiento otra vez. Suspirando, presionó el botón del mando a distancia para bajar la puerta de garaje, y aparcó su coche al lado del otro. Corliss se habría marchado en dos días; podía mostrarse paciente por ese poco tiempo. Si decía algo sobre el aparcamiento, habría otra gran escena y eso trastornaría a Lucinda, cosa que quería evitar.
Caminaba a través de los pocos metros que había hasta la puerta de atrás cuando el corazón le dio un suave vuelco, y se paró y miró alrededor. Era uno de los días más hermosos que había visto nunca. El cielo era de un azul puro y profundo y el aire estaba excepcionalmente diáfano, sin la habitual neblina causada por la humedad. El calor era tan intenso que casi parecía tener sustancia, liberando la rica y densa fragancia de los rosales, cultivados cuidadosamente a lo largo de décadas y que estaban cargados de flores. Abajo en los establos, los caballos hacían cabriolas en círculos y sacudían sus lustrosas testas, llenos de energía. Esta mañana, Webb le había pedido que se casara con él. Y por encima de todo, ella llevaba a su hijo en su interior.
Embarazada. Estaba embarazada. Se sentía todavía un poco atontada, como si no fuera posible que eso le pasase a ella, y al haber estado así de distraída no tenía ni idea de lo que se había hablado en la reunión de la Sociedad Histórica. Estaba acostumbrada a ser la única persona que habitaba su cuerpo. ¿Cómo se acostumbraría a la idea de alguien viviendo dentro de ella? Era extraño, y aterrador. ¿Como podía algo tan extraño ser tan maravilloso? Era tan feliz que le daban ganas de llorar.
Esto, también, le resultaba ajeno. Era feliz. Examinó la emoción con cautela. Iba a casarse con Webb. Iba a criar niños y caballos. Alzó la vista hacia la enorme y vieja casa y sintió que una oleada de pura euforia y posesividad la recorría de la cabeza a los pies. Davencourt era suya. Ahora era su hogar, real y verdaderamente. Sí, era feliz. Incluso con la inevitable marcha de Lucinda que se acercaba a pasos agigantados, estaba repleta de pura felicidad.
Webb tenía razón; Jessie le había amargado bastante la vida, la convenció de que era demasiado fea y torpe para que nadie la amara. Bueno, Jessie había sido una bruja rencorosa, y había mentido. Roanna sintió que la comprensión de esto le calaba hasta los huesos. Era un ser humano competente, agradable, y con un talento especial para los caballos. La amaban; Lucinda la quería, Loyal la quería, Bessie y Tansy la querían. Gloria y Lanette se habían preocupado cuando la habían herido, y Lanette se había revelado sorprendentemente protectora. A Brock y a Greg les caía bien. Harlan, bueno, ¿quién sabía lo que pensaba Harlan? Pero sobre todo, Webb la amaba. En algún momento, a lo largo del día, la certeza de ello había calado en su alma. Webb la amaba. La había amado toda su vida, tal y como le había dicho. Indudablemente lo excitaba, lo que significaba que tampoco carecía de atractivo.
Esbozó una pequeña e íntima sonrisa cuando recordó cómo le había hecho el amor la noche anterior, y otra vez esa misma mañana, después de que la prueba de embarazo hubiera dado positivo. No había ninguna duda de su reacción física ante ella, al igual que él no podía dudar de que el deseo de ella fuera recíproco.
– He visto eso-, dijo él, desde la entrada de la cocina, donde holgazaneaba. Ella no lo había oído abrir la puerta. -Has estado ahí de pie soñando despierta durante cinco minutos, y tienes una pequeña sonrisa misteriosa en la cara. ¿En qué estabas pensando?
Sonriendo aún, Roanna caminó hacia él, dejando que los párpados velaran sus ojos castaños llenos de una expresión que lo hizo contener la respiración. -En cabalgadas-, murmuró mientras pasaba a su lado, rozando deliberadamente su cuerpo contra el de él. -Y en jadeos.
Sus propios ojos se tornaron apasionados, y el rubor oscureció sus pómulos. Era el primer movimiento incitante que Roana le hacía, y le provocó una inmediata y rotunda erección. Tansy estaba detrás de él, en la cocina, felizmente atareada con su diaria confección y elaboración de comidas. No se preocupó por si notaba su estado de excitación. Se giró y en silencio, siguió resueltamente a Roanna.
Ella le echó una mirada por encima del hombro mientras se dirigían hacia arriba, su rostro brillaba con una promesa. Caminó más rápida. La puerta del dormitorio apenas había terminado de cerrarse tras de ellos antes de que Webb la tuviera en sus brazos.
Casarse en poco tiempo implicaba tener que ocuparse a la carrera de muchas diligencias, pensó Roanna a la mañana siguiente mientras conducía por el largo y tortuoso camino privado. La lista de invitados a la boda era mucho más pequeña que la que había confeccionado para la fiesta de Lucinda, con un total de cuarenta personas, incluida la familia, pero tenía todavía multitud de detalles de los que ocuparse.
Ella y Webb tenían cita para hacerse los análisis de sangre esa misma tarde. Esta mañana, había arreglado lo de las flores, contratado al proveedor del catering y encargado la tarta de boda. Estas tartas, por lo general, tardaban semanas en confeccionarse, pero la señora Turner, que se especializaba en ellas, le había dicho que podía hacerle algo “elegantemente sencillo” en los once días que faltaban hasta la fecha elegida para la boda. Roanna entendió que “elegantemente sencillo” era un modo discreto de decir poco complicado, pero lo prefería así de todos modos. Tenía que parar en casa de la señora Turner y elegir el diseño que más le gustara.
También tenía que comprarse un traje de novia. Si no encontraba nada que le gustara por la zona con tan poco tiempo, tendría que ir a Huntsville o Birmingham.
Por suerte, Yvonne se había mostrado extasiada con la perspectiva del segundo matrimonio de Webb. Había tolerado a Jessie, pero nunca le había gustado en realidad. Roanna se le ajustaba como un guante, e incluso dijo que siempre había deseado que Webb hubiera esperado a que Roanna creciera en vez de casarse con Jessie. Yvonne se había lanzado a los preparativos, asumiendo la onerosa tarea de redactar las invitaciones y ofreciéndose voluntaria para ocuparse de la logística de todo lo demás una vez que Roanna hubiese elegido lo que quería.
Roanna llego al cruce y se detuvo, esperando a que pasar un coche que venía en sentido contrario. Sintió los frenos un tanto blandos cuando los utilizó, y frunció el ceño, pisando experimentalmente el pedal de nuevo. Esta vez los sintió firmes. Quizás el nivel de líquido de frenos estaba bajo, aunque mantenía el coche en perfecto estado. Tomó nota mental de pararse en una estación de servicio y comprobarlos.
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