– Prefiero estar con los caballos-, murmuró Roanna mientras salía disparada por la puerta de entrada. Sabía que debería haber subido primero y haberse puesto otra vez las botas, pero sentía una desesperada urgencia por volver a los establos, donde jamás se sentía fuera de lugar.

Loyal estaba comiendo su almuerzo en su oficina, mientras leía una de las treinta publicaciones sobre el cuidado de los caballos que recibía cada mes. La avistó a través de la ventana mientras se escabullía en el interior del establo y meneó la cabeza con resignación. Una de dos, o no había comido nada, cosa que no le sorprendería, u otra vez se había metido en problemas, lo que tampoco le sorprendería. Probablemente serían ambas cosas. Pobre Roanna era como un cuadrado que se resistía tercamente a que le limaran las esquinas para poder encajar en un hueco redondo, sin importar que la mayoría de las personas se dejaran hacer exactamente eso. Agobiada constantemente por la desaprobación, se limitaba a acurrucarse y resistir hasta que la frustración era demasiado grande para reprimirla; entonces atacaba, pero de una forma tal que atraía sobre ella más desaprobación casi siempre. Sí poseyese tan sólo una décima parte del egoísmo de la señorita Jessie, podría enfrentarse a todos y obligarlos a aceptarla en sus propios términos. Pero Roanna no tenía ni una pizca de mezquindad en su cuerpo, y seguramente era por eso que los animales la querían tanto. Rebosaba de chiquilladas y eso sólo ocasionaba más problemas.

La observó mientras iba de un compartimiento a otro, deslizando sus dedos sobre la suave madera. Sólo había un caballo en el establo, la montura favorita de la señora Davenport, un castrado gris que tenía la pata delantera herida. Loyal lo estaba manteniendo hoy inmóvil, con compresas frías sobre la pata para aliviar la hinchazón. Escuchó la voz arrulladora de Roanna mientras acariciaba la cara del caballo, y sonrío para si cuando los ojos del caballo se cerraron en éxtasis. Si su familia la aceptase solo la mitad que el caballo, pensó, dejaría de luchar contra ellos a cada instante y se adaptaría al estilo de vida en el que había nacido.


Después del almuerzo, Jessie se dirigió hacía los establos y ordenó a uno de los mozos que le ensillase un caballo. Roanna puso los ojos en blanco por los aires que se daba Jessie de señora de la casa; ella siempre ensillaba su propio caballo, y a Jessi no le haría daño hacer lo mismo. Para ser sinceros, ella jamás tenía problemas para tratar con ningún caballo pero Jessie no tenía esa facilidad. Eso sólo demostraba lo inteligentes que eran los caballos, pensó Roanna.

Jessie vio su expresión por el rabillo del ojo y clavó una fría y maliciosa mirada sobre su prima.-La abuela está furiosa contigo. Era muy importante para ella que Tía Gloria se sintiese bienvenida, y en vez de ello tuviste que hacer tu número de paleta-. Se calló y su mirada vagó sobre Roanna. -Si es que fue una actuación.

Lanzando ese dardo, tan sutilmente mordaz que se deslizó entre las costillas de Roanna con apenas una punzada, sonrió ligeramente y se fue, dejando tras de si un leve rastro de su caro perfume.

– Bruja odiosa-, murmuró Roanna, agitando la mano para dispersar la fuerte fragancia mientras miraba con resentimiento la delgada y elegante espalda de su prima. No era justo que Jessie fuese tan hermosa, que supiese desenvolverse tan bien en público, que fuera la favorita de la Abuela, y que además tuviera a Webb. Simplemente no era justo.


Roanna no era la única que se sentía resentida. Jessie bullía de la misma emoción mientras se alejaba cabalgando de Davencourt. ¡Maldito Webb! Deseó no haberse casado nunca con él, aunque era lo que se había propuesto desde que era niña, lo que todos habían dado por sentado. Y Webb había asumido que ocurriría más que nadie, pero claro, siempre había estado tan seguro de si mismo que a veces se moría de ganas de abofetearlo. Que nunca lo hubiese hecho se debía a dos cosas: una, que no quería hacer nada que arruinase su oportunidad de gobernar totalmente en Davencourt cuando finalmente muriese la Abuela; y dos, tenía la inquietante sospecha que Webb no se comportaría como un caballero. No, era más que una sospecha. El podía haber puesto una venda sobre los ojos de los demás, pero ella sabía que podía ser un bastardo despiadado.

Había sido una idiota al casarse con él. Seguramente podía haber conseguido que la Abuela cambiase su testamento y le dejara a ella Davencourt en vez de a Webb. Después de todo, ella era una Davenport, y Webb no. Debía de haber sido de ella por derecho. En cambio tuvo que casarse con ese maldito tirano, y había cometido un grave error al hacerlo. Disgustada, tuvo que admitir que había sobrestimado sus encantos y su habilidad para influenciarlo. Pensó que había sido tan inteligente, negándose a acostarse con él antes del matrimonio; le había entusiasmado la idea de mantenerlo frustrado, le gustaba la imagen de él jadeando tras ella como un perro detrás de una perra en celo. Nunca había sido del todo así, pero de todas formas había atesorado esa imagen. En cambio, se había enfurecido al saber que, más que sufrir porque no podía tenerla, el bastardo simplemente se había acostado con otras mujeres, ¡mientras insistía en que ella se mantuviese fiel a él!.

Sí, pues ella le enseñó. Fue aún mas tonto que ella si de verdad se creyó que se mantuvo “pura” para él durante todos esos años mientras que él se follaba a todas las zorras que conocía en la universidad y en el trabajo. Sabía muy bien como devolverle la pelota, así que siempre que podía escaparse un día o durante un fin de semana, enseguida encontraba algún tipo con suerte para desfogarse, por así decirlo. Atraer a los hombres era asquerosamente fácil, con un simple silbido venían corriendo. La primera vez que lo hizo fue a los dieciséis años y había encontrado una deliciosa fuente de poder sobre los hombres. Oh, tuvo que fingir un poco cuando finalmente se casó con Webb, lloriqueando e incluso obligándose a soltar una lágrima o dos para que creyese que su enorme y malvada polla estaba haciéndole daño a su pobre y virginal coñito, pero por dentro estaba regodeándose por lo fácil que le había resultado engañarlo.

Se regodeó porque, ahora, por fin iba a tener el poder en su relación. Después de años de verse obligada a doblegarse ante él, pensó que lo tenía donde quería. Era humillante recordarlo, haber creído que una vez casados podría manejarlo con facilidad cuando lo tuviese en su cama cada noche. Dios sabía que la mayoría de los hombres pensaban con la polla. Todas sus discretas aventuras, durante todos esos años, le habían demostrado que los agotaba, que no podían estar a su altura, pero todos lo admitían con la boca pequeña. Jessie estaba orgullosa de su habilidad para follarse a un hombre hasta el agotamiento total. Lo tenía todo planeado: por las noche se follaría a Webb hasta dejarlo exhausto, y durante el día sería como mantequilla en sus manos.

Pero no había salido así, en absoluto. Sus mejillas ardían de humillación mientras dirigía el caballo a través de un riachuelo, teniendo cuidado de que el agua no salpicase sus brillantes botas. Por un lado, era a ella a quien la dejaba normalmente agotada. Webb podía estar haciéndolo durante horas, con ojos fríos y observadores sin importar lo mucho que ella jadeara y levantara las caderas y lo trabajara, como si supiese que ella consideraba eso como una competición y que le condenaran si la iba a dejar ganar. No tardó mucho en aprender que él podía aguantar más, y que sería ella la que quedaría allí, agotada y tirada sobre las sábanas retorcidas, con sus partes intimas palpitando dolorosamente por el duro uso. Y no importaba lo ardiente que fuera el sexo, no importaba si lo chupaba o acariciaba o le hacía cualquier otra cosa, una vez que habían acabado, Webb abandonaba la cama, y volvía a sus asuntos, y a ella sólo le restaba poner buena cara. ¡Bueno, maldita fuera, si lo hacía!

Su mejor arma, el sexo, había resultado inefectiva contra él, y quería gritar por la injusticia de ello. La trataba como si fuese una niña desobediente y no como una adulta; su mujer. Era más atento con esa mocosa, Roanna, que con ella. Por Dios, estaba harta de que la dejara abandonada sola en casa mientras que él recorría todo el país. Decía que eran negocios, pero estaba segura que la mitad de sus “urgentes” viajes surgían en el último momento sólo para evitar que ella se divirtiera. Precisamente el mes pasado tuvo que volar a Chicago justo la mañana antes que fueran a marcharse de vacaciones a las Bahamas. Y después, la semana pasada, fue ese viaje a Nueva York.

Se marchó durante tres días. Le había pedido que la llevase con él, muriéndose de ganas, pensando en las tiendas y teatros y restaurantes, pero le contestó que no tendría tiempo para ella y se fue dejándola allí. Así de simple. El bastardo arrogante; seguramente estaría follándose alguna tonta y pequeña secretaria y no quería a su mujer alrededor para que le estropease los planes.

Pero ella se vengó. Una sonrisa apareció en su cara mientras tiraba de las riendas del caballo y reconocía al hombre que ya estaba tumbado sobre la manta debajo del gran árbol, casi escondido en el pequeño y solitario claro. Era la venganza más deliciosa que podía imaginar, resultando aun más dulce por su propia e incontrolable respuesta. A veces la asustaba desearlo tan salvajemente. Él era un animal, totalmente inmoral, tan rudo en sus modales como Webb, pero sin la fría y cortante inteligencia.

Recordó la primera vez que lo vio. Había sido muy poco después del funeral de Mamá, después que se hubiese mudado a Davencourt y engatusado a la Abuela para que la dejase redecorar el dormitorio que había elegido. Ella y la Abuela estaban en la ciudad eligiendo telas, pero la Abuela se había encontrado en la tienda con una de sus amigas y Jessie enseguida se había aburrido. Ya había elegido la tela que le gustaba, así que no había ninguna razón para permanecer allí, escuchando a dos viejas cotillear. Le había dicho a la Abuela que iba al restaurante de al lado a comprar una Coca Cola y huyó.

Y lo había hecho; había aprendido pronto que podía conseguir mucho más, si hacía lo que realmente quería hacer después de haber hecho lo que había dicho que iba a hacer. De esa manera no podía ser acusada de mentir. Y la gente sabía lo impulsivos que eran los adolescentes. Así que, con la Coca helada en la mano, Jessie se había encaminado hacia el quiosco de periódicos donde se vendían las revistas guarras.

En realidad no era un quiosco, sino una pequeña y lúgubre tienda que vendía revistas de pasatiempos, algo de maquillaje y artículos de aseo, algunos artículos “higiénicos” como condones, así como periódicos, bolsas de papel, y una gran variedad de revistas. “Newsweeks” y “Good Housekeeping” estaban visiblemente expuestas en la parte delantera con todas demás revistas aceptables, pero las que estaban prohibidas las mantenían en un estante en el fondo detrás del mostrador, donde los niños supuestamente no deberían entrar. Pero el viejo encargado, McElroy, tenía artritis, y se pasaba la mayor parte del tiempo sentado en una silla detrás de la caja. En realidad no podía ver quién estaba en el área de atrás si no se levantaba, y no lo hacía casi nunca.

Jessie le lanzó al viejo McElroy una dulce sonrisa y caminó hacía la sección de cosméticos, donde tranquilamente inspeccionó unos cuantos pintalabios y escogió un brillo rosa transparente; si la pillaban esa seria su excusa para estar en esa zona. Cuando un cliente acaparaba su atención, ella se escabullía fuera de su vista y se deslizaba a la parte de atrás.

Mujeres desnudas retozaban en varias portadas, pero Jessie sólo les dispensaba una breve y desdeñosa mirada. Si querías ver a una mujer desnuda, lo único que tenías que hacer era quitarse la ropa. Lo que le gustaba eran las revistas donde podía ver hombres desnudos. La mayoría de las veces sus pollas eran pequeñas y flácidas, lo que no le interesaba para nada, pero a veces había una foto de un hombre con una bonita, larga, gruesa y empalmada polla. Los nudistas decían que no había nada sexy en corretear por ahí desnudo, pero Jessie pensaba que mentían. De lo contrario, ¿por qué esos hombres se ponían duros como el semental de la Abuela cuando estaba a punto de montar a una yegua? Siempre que podía, se escondía en los establos para mirar, aunque todos se sentirían horrorizados, sencillamente horrorizados si se enteraban.

Jessie sonrió con satisfacción. No lo sabían, y nunca lo harán. Era demasiado lista para ellos. Era dos personas distintas, y ni siguiera lo sospechaban. Estaba la Jessie pública, la princesa de los Davenports, la chica mas popular del colegio que embrujaba a todos con su alegría y que rechazaba experimentar con alcohol y cigarrillos, tal como hacían otros chicos. Y luego estaba la verdadera Jessie, la que mantenía oculta, la que se escondía las revistas porno debajo de la ropa y sonreía amablemente al señor McElroy cuando salía de la tienda. La verdadera Jessie robaba dinero del monedero de su abuela, no porque hubiese algo que no pudiera tener con solo pedirlo, sino porque le gustaba la emoción.