Pero al llegar la noche, en cuanto aparecía la luna con su luz plateada reflejada en la oscura agua del lago, Claire se sentaba en el alféizar de la ventana de su habitación, dejaba la ventana completamente abierta para que la brisa cargada de sal del Pacífico le recorriera el cabello, y se apretaba el camisón contra el cuerpo mientras miraba a lo lejos, en la oscuridad, hacia la única luz que allí había, procedente de la ventana del ático de la casa de Kane. Cerraba los ojos e imaginaba las manos y lengua de Kane acariciando su cuerpo sudado y húmedo. Sensaciones en lo más profundo de su ser la agitaban, y sabía que a pesar de lo que se había jurado, hacer el amor con él sería una experiencia por la que merecería la pena correr cualquier riesgo sobre la tierra, una oportunidad única que la condenaría de por vida.

Ahora, años después, miró a través de aquellas mismas aguas oscuras, y sintió añoranza por aquellos recuerdos enterrados, el deseo palpitante que había sentido de joven, y que no la dejaba dormir. Se agarró el pecho con la mano, y esperó no ser tan tonta como para repetir otra vez la misma historia.

Si haber estado con Kane Moran una vez había sido malo, estar dos ya no tendría remedio.

SEGUNDA PARTE: Dieciséis años antes

Capítulo 6

– No sé qué ves en Harley Taggert. -Tessa enrolló un mechón de su rubia cabellera en otro rulo. Llevaba sólo sujetador y bragas, y estaba sentada con actitud vanidosa en el baño, con la cara en perfecta concentración mirando el reflejo de Claire en el espejo-. En mi opinión, Weston es el más interesante.

– Y un imbécil.

Claire no confiaba en el hermano mayor de los Taggert. Weston era tan delicado como el motor de un coche nuevo y tenía tan buenos modales que resultaba sospechoso.

– Sí, pero tendrás que admitir que Harley es bastante paradito. ¡Me cago en la leche! -Tessa aspiró sobresaltada, agitó la mano, y dejó caer el rulo-. Siempre me pasa lo mismo.

Con cuidado, Claire recogió el rulo ardiendo y lo depositó en el estuche de Tessa.

Chupándose el dedo, Tessa frunció el ceño.

– El problema de Harley…

– Harley no tiene ningún problema.

– Claro que sí. Le tratan como a un trapo. Siempre hará todo lo que le pida su padre.

– Eso no es cierto -dijo Claire, aunque albergaba pequeñas dudas sobre sus propias convicciones. Si Harley tenía algún fallo, cosa casi imposible, era que no tenía tanta fuerza de voluntad como le gustaría a Claire.

– Entonces ¿por qué no ha roto aún con Kendall? -preguntó Tessa, levantado sus cejas elegantes y curvadas durante una fracción de segundo, mientras cogía otro rulo-. Te acuerdas de ella, ¿no? Kendall Forsythe de Portland, hija de uno de los magnates urbanísticos más importantes, o como quieras llamarle, que vivían en San Francisco antes de que la familia se mudase a esta zona y…

– Sé quién es Kendall.

– Harley y ella están comprometidos.

– Eso nunca se ha hecho oficial.

Claire odiaba el sentimiento que la obligaba a defenderle. Harley era bueno y dulce y agradable, así que ¿qué más daba si no era el atleta o el estudiante o el donjuán que era Weston? ¿A quién le importaba que a veces tuviese problemas para decidirse? Se debía solamente a que era una persona pensativa.

– Kendall parece pensar que sí es oficial. Ayer hablé con la hermana pequeña de Harley en la playa, y dice que todas las rupturas y peleas se acabaron. Paige dice que Kendall ha estado pasando tanto tiempo como le es posible en la casa de sus padres junto a la playa, para estar más cerca de Harley.

– Paige Taggert es como un grano en el culo.

Claire había intentado ser amiga de la única hija de los Taggert, pero Paige le había girado la cara, con aquella nariz recién operada, y no se había dignado a escucharla.

– Bueno, ella adora a Kendall y piensa que todo lo que Kendall diga o haga es tan verdad como lo que aparece en los evangelios. -La frente lisa de Tessa se le arrugó mientras se ajustaba el último rulo-. Si quieres saber mi opinión, pienso que está enferma. Que tiene un lío con Kendall o algo así.

– La única que está enferma eres tú.

– Te lo digo en serio, es algo muy raro -Tessa se limpió la cara con un pañuelo-. Harley no ha llamado hoy, ¿verdad?

– No, pero…

– ¿Y ayer?

– Ha estado ocupado…

– ¿Y anteayer?

– No me acuerdo.

– Claro que sí. Te has quedado esperando en casa, dando saltos cada vez que sonaba el teléfono, esperando a que fuese Harley quien estuviese al otro lado de la línea. ¿Por qué no le llamas? -le preguntó Tessa, mientras se ajustaba la tira del sujetador. A continuación cogió su pintalabios color coral-. Eso es lo que yo haría.

– Ya sé que es lo que tú harías, pero yo no soy como tú.

– Ése es el problema, eh. Yo, de ningún modo, de ningún modo, andaría con cara mustia solamente por un chico, ni siquiera por Weston Taggert. No es sano. Créeme. Ningún chico se lo merece, y menos Harley Taggert.

Claire puso los ojos en blanco y decidió que no merecía la pena seguir aquella conversación. Todo el mundo, incluso Tessa y Randa, desaprobaban que viese a Harley. Como si fuera Judas o algo así. El ambiente en casa estaba cargado, así que decidió, como siempre sucedía cuando sus hermanas la molestaban, dejar a Tessa arreglándose y a Randa con sus libros, e ir a dar un paseo por las montañas. Siempre le había encantado estar al aire libre y a veces no soportaba estar encerrada.

Pasó por la puerta de la habitación de Miranda, y vio a su hermana mayor en una esquina de la repisa, con un libro en las manos, pero con los ojos fijados en la ventana abierta, como si estuviera mirando a alguien. Últimamente Miranda estaba diferente, no tan mandona, y en ocasiones desaparecía durante horas. Nadie sabía adónde iba, pero siempre se llevaba un libro y Claire imaginaba que había encontrado algún lugar secreto en el bosque donde leía. Lo extraño era que Miranda aún estaba leyendo la misma novela, El clan del oso cavernario, el mismo libro que llevaba leyendo durante semanas. Normalmente Randa se liquidaba un libro en días. Algo raro le sucedía, pero Claire no tenía tiempo ni ganas de preguntarse qué era, así que se apresuró a bajar las escaleras.

Hacía mucho bochorno, todas las ventanas estaban completamente abiertas, y el son de una canción de amor de algún musical de Broadway resonaba por el vestíbulo. Sin duda su madre estaba tocando el piano otra vez, poniéndole música a la casa que tanto odiaba.

Oh, Dominique lo intentaba. Siempre había flores recién cortadas en el vestíbulo y el comedor. La música clásica invadía la casa. La vajilla de plata se limpiaba y usaba una vez a la semana, y la de cantos dorados cada día. Tenían profesores de francés, violín, ballet y esgrima e instructores de equitación de estilo inglés. Todos ellos desfilaban por los sagrados muros de aquella vieja casa.

Claire recorrió con los dedos la lisa superficie de la baranda de la escalera y se detuvo en el escalón final, donde el borde estaba más gastado y redondeado por el contacto con los dedos que adoraban aquella casa. Pero a Dominique no le gustaba. Pensaba que todo en aquella casa era desagradable: la chimenea de piedra tan rústica; las desagradables lámparas hechas con cornamentas de animales.

A Claire le encantaba todo aquello.

Con unos pantalones cortos y una camiseta, salió corriendo por el pasillo, cruzando la cocina. Ruby Songbird estaba amasando pan con sus gruesos dedos, a la vez que tarareaba alegremente en voz baja al ritmo de las tristes notas del piano. Ruby era una mujer escultural, de rostro liso, ojos oscuros y vivos, y una extraña sonrisa que podía alumbrar toda la habitación. Si alguna vez se hubiese soltado el pelo, le llegaría hasta las rodillas, pero siempre llevaba recogidos sus mechones grises en un moño tirante en la base del cráneo, donde, Claire estaba segura, tenía otro par de ojos, pues a Ruby nada parecía escapársele.

Según Claire, puesto que era algo que nadie más parecía apreciar, Ruby había cambiado un poco, y últimamente estaba preocupada, ya que parecía insatisfecha al realizar las tareas diarias como cocinar y limpiar. Por supuesto, Claire la ayudaba, pero Ruby sabía que las cosas en aquella casa se hacían como quería Dominique.

– Hola -le dijo Claire, cogiendo una manzana que había en una cesta de fruta, sobre la mesa de la cocina.

– ¿Vas a salir a dar un paseo otra vez? -le preguntó Ruby mirándola de reojo, sin perder el ritmo de los dedos sobre la pasta blanda.

– Eso había pensado.

– Hmm.

Era desconcertante cómo aquella mujer podía adivinar su pensamiento. A veces Claire se preguntaba si poseía percepciones extrasensoriales o algo así. Ruby decía ser descendiente del último chamán o jefe importante de su tribu, y tal vez había heredado algo de su magia. Aunque Claire realmente no creía en todo aquello.

– Ten cuidado.

– No iré lejos.

Ruby chasqueó con la lengua:

– Pero a veces, este bosque…

El labio superior le sobresalió y «se calló, como si hubiese hablado demasiado.

– ¿Qué? ¿Qué pasa con este bosque? -Claire dio un mordisco, y la manzana se rompió.

– Está encantado.

– Sí, claro.

– Hace tiempo fue tierra santa.

– No me pasará nada -contestó Claire, evitando picar el anzuelo y seguir aquella conversación.

Ruby insistió, y quizá con derecho, ya que las tribus indias de aquella zona habían sufrido a manos de hombres blancos. Claire no quería discutir sobre aquello. Había leído suficiente historia para conocer las atrocidades que se habían llevado a cabo contra las tribus, pero en realidad no se sentía responsable de reparar las equivocaciones de sus antepasados, incluso aunque fuesen intolerantes blancos de los estados del sur. Por suerte, los hijos de Ruby, Crystal y Jack, no parecían sentirse perseguidos como su madre. Crystal era una chica guapa y de espíritu libre, y no consideraba que sus raíces nativo americanas fueran algún tipo de insignia honorífica, ni tampoco las consideraba una carga. En cuanto a Jack, era un demonio puro y simple, y su color de piel no tenía nada que ver.

– Sólo te digo que tengas cuidado -le advirtió Ruby por encima del hombro una vez más, mientras enrollaba hábilmente la masa y la separaba en dos moldes.

En el porche, Claire se puso su par de botas preferido y vio un pequeño nido de avispas construido en el alero del tejado. La avispa trabajaba constantemente, moviendo el cuerpo negro y brillante, y abriendo y cerrando las mandíbulas.

Qué sabía Tessa acerca del amor, pensó Claire, mientras tiraba al suelo el resto de la manzana. Siguió un sendero de piedras que dirigía a la cuadra, y colocó las bridas a Marty. Su padre había comprado aquellos caballos ya con nombre. Eran dos caballos castrados, ambos moteados, que se llamaban Spin y Marty, nombres tomados de los héroes de un antiguo programa de televisión del que Claire no había visto ni oído hablar nunca. La yegua se llamaba Hazle, por un personaje de cómic y de serie de televisión. Eran nombres tontos, pensó Claire, chasqueando la lengua. Condujo a Marty fuera de la cuadra, cruzando una puerta.

No se molestó en ensillarlo, simplemente se montó sobre su gran lomo. Marty agudizaba los oídos con entusiasmo a lo largo del trote entre los abetos del bosque. Los rayos de sol penetraban entre las gruesas ramas de los árboles, poniendo así notas de color a las oscuras montañas, a medida que seguían un viejo camino de ciervos que serpenteaba el acantilado de Illahee, montaña arriba.

El viento era fuerte y no dejaba respirar. Olía a sal y a algas, y las nubes inmóviles en el cielo sobre sus cabezas se amontonaban en las cimas de las montañas situadas en la costa. Claire intentó quitarse de la cabeza las advertencias que le había hecho Tessa sobre Harley, pero no podía. Sus palabras seguían en su mente. Eran el eco de sus propias preocupaciones.

¿Desde cuándo le importaba la opinión de Tessa? Se reprendió y tiró de las riendas. El caballo respondió y comenzó a galopar rápidamente, lo que hizo que a Claire le costara respirar y que se le saltasen las lágrimas. Golpeando con las herraduras, Marty corría a través de los árboles, saltando sobre los troncos caídos que se encontraba por el camino. Sólo se espantó una vez, cuando un urogallo asuntado empezó a aletear desesperado entre unos heléchos.

Marty tropezó, pero enseguida recuperó el paso, alargando las zancadas, y continuó la carrera, siempre hacia arriba. En la cumbre, Claire tiró de las riendas. El caballo resopló y se detuvo. Tenía el abrigo empapado de sudor.

– Estás hecho un campeón -le dijo, dándole palmaditas en el lomo y mirando el paisaje.