Mientras Miranda se preocupaba por los desastres nucleares, por el apoyo a los granjeros, por las especies en peligro y por el derecho de las mujeres, Tessa no sabía ni que existían. Claire, de alguna manera, estaba en medio de las dos, como siempre, entre aquellos dos polos opuestos.

Claire todavía le daba vueltas a lo que Tessa había dicho sobre Miranda. Caminó hacia el exterior de la casa, lejos de la discusión. Se dirigió, a paso ligero, hacia el sendero que llevaba al embarcadero. Allí se encontraba la lancha motora de su padre, amarrada, balanceándose suavemente. Claire desató la embarcación y se puso tras el volante. Sin hacer demasiado ruido, el motor se puso en marcha, y Claire dirigió la proa del bote hacia la isla situada al otro extremo del lago. Realmente no era una isla, sino una elevación del terreno con algunos poco árboles y algo de hierba sobre las rocas redondas situadas junto a la playa. Pero era un lugar aislado y deshabitado, y a veces, como aquel día, cuando su familia y Harley le preocupaban, podía ir allí a meditar.

Los peces saltaban y las gaviotas trinaban a medida que el bote cortaba la superficie lisa del agua. El viento sopló sobre su pelo. Suspiró, oliendo la fresca fragancia del agua. Redujo la velocidad del bote, lo condujo hacia una cala de arena y apagó el motor. Tal y como había hecho docenas de veces antes, ató la lancha a un árbol retorcido cuyas ramas quedaban por encima del lago. En dirección a la orilla, vio un halcón volando en círculos en lo más alto: su imagen se reflejaba en la superficie del lago. Se resguardó los ojos del sol por un momento, para poder ver el ave. Poco después caminó con sus piernas húmedas por un camino de malas hierbas y polvo.

A medida que avanzaba por el camino, pensó en Harley. Desde el primer momento en que empezó a verse con él, tuvo que luchar contra constantes rumores que decían que aún tenía algo que ver, de una u otra manera, con Kendall.

– Tonterías -murmuró, pero no podía olvidar aquellas pequeñas dudas que le estaban perforando el corazón.

Por lo que ella sabía, las insinuaciones podría haberlas inventado su padre, un hombre que no disimulaba el hecho de querer evitar que su hija se viera con alguien cuyo apellido fuese Taggert. Sólo su madre parecía entenderla.

– Harley Taggert es guapo y de familia acomodada. Siempre podrá cuidar de ti -decía Dominique una mañana de verano, mientras ponía algunas rosas en un florero de cristal, en la mesa del comedor-. Una mujer debería buscar más en un hombre. -Dejó de mover las manos durante un segundo, y observó la pared donde algunas de sus pinturas decoraban la madera de cedro-. Es una cuestión de supervivencia, más que de amor.

– ¿Qué?

– Lo sé, lo sé. Piensas que quieres al chico de los Taggert. -La sonrisa de Dominique parecía triste y cansada del mundo-. Probablemente lo quieres por razones equivocadas. El hecho de que tu padre te prohiba verle le hace más atractivo.

– No, mamá, yo le quiero…

– Claro que sí. Pero, seamos prácticas ¿de acuerdo? Si te casas con Harley, o con un chico de su rango, nunca tendrás que levantar un dedo, ni trabajar, ni preocuparte de cómo vas a pagar la comida. Incluso si el matrimonio no funciona, estarás bien.

– Eso no es así.

– ¿No? -Los dedos largos de Dominique arrancaron una hoja marrón del tallo de una de las rosas-. Bueno, vale. Pero es una buena idea. Tus hermanas deberían seguir tus consejos, Claire. Miranda, bueno, es realmente rara, se pasa el día estudiando no sé con qué propósito, y Tessa, oh Señor, esa niña necesita un Valium, te lo juro. Es tan… bueno, salvaje y rebelde, no sabe lo que quiere en esta vida. -El rostro de Dominique se cubrió de arrugas de tensión-. Me preocupa Tessa, todas me preocupáis, pero al menos tú pareces tener un objetivo y entender que casarte con la persona correcta define a una mujer.

– Te perdonaré lo que acabas de decir, ya que no eres miembro del ONM.

Miranda entró en la habitación en aquel preciso momento, y tenía la mandíbula tan tensa que el hueso de la barbilla casi se le veía blanco. Extendió la mano sobre el respaldo liso de una de las sillas de Thomasville.

– ¿Recuerdas? La Organización Nacional de Mujeres.

– Una organización lamentable, formada por mujeres quejicas que no saben dónde está su lugar.

– ¿Nunca has querido sentirte liberada?

– ¡Cielos, no! -Dominique se rió de su hija mayor-. Algún día entenderás, Miranda, que los hombres y las mujeres no son iguales.

– Pero sus derechos deberían ser los mismos.

– En mi opinión no. Lo único que hacen esas mujeres es provocar problemas. ¿Qué me sucedería si tu padre se divorciara de mí? ¿Conseguiría alguna pensión alimenticia? No si esas feministas chillonas consiguen salirse con la suya.

– ¡No puedo creer lo que oigo -dijo Miranda-. Mamá, no estamos viviendo en la Edad Media, ¡por Dios!

Dominique no parecía convencida.

– Las mujeres siempre necesitaremos a los hombres para que nos mantengan.

– Por el amor de Dios… -susurró Miranda.

– Si las mujeres fuesen más listas y escogieran mejor a sus parejas, tendrían mejores vidas.

– Como tú hiciste -le reprochó Miranda, recibiendo una mirada de dolor por parte de su madre que hizo que se le revolviese el estómago.

– Sí -contestó, con orgullo en el tono.

– Y ahora eres desdichada. Te he oído llorar por las noches, mamá -dijo Randa dulcemente-. Sé que no ha sido fácil.

Dominique sintió como si le hubiesen arrancado el corazón. ¿Por qué estaba siendo Miranda tan directa e hiriente?

– Tampoco lo es ser pobre y hacer cualquier cosa para sobrevivir. -Frunció los labios y parpadeó. Luego volvió el rostro, mirando al florero-. Si no me creéis, pensad en Alice Moran, ya sabéis, la mujer que vivía con el lisiado malhablado del otro lado del lago.

– ¿La conocías? -preguntó Claire, sorprendidísima. Creía que sus padres no sabían ni que la familia Kane existía.

– La conocí. Hampton, su marido, ya que creo que aún están casados, aunque ella le abandonó a él y a su hijo, siempre está intentando demandar a vuestro padre por el accidente que sufrió. Alice Moran es sólo un ejemplo más de una mujer que se casó con el hombre equivocado y tuvo que pagarlo.

– Y tú eres un ejemplo de alguien que se casó con el hombre correcto y también tuviste que pagarlo -dijo Miranda mientras abría la puerta de la cocina.

– No escuches a tu hermana -advirtió Dominique a Claire-. Me temo que la pobre Randa va a tener que aprender a fuerza de escarmentar. Tú sigue viendo a Harley Taggert. Las cosas se solucionarán.

Pero las cosas no se solucionaban. Nada parecía funcionar. Claire no sabía el tiempo que llevaba con Harley, pero parecía una eternidad. Había visto a Kane varias veces desde que salía con Harley. De repente, parecía como si Kane Moran estuviera en todos los lugares adonde ella iba, y odiaba admitirlo pero le intrigaba, aunque fuese sólo un poco. Kane era todo lo que Harley no era: pobre, creído, con una actitud innata de «me importa un carajo» y unos ojos que parecían ver más allá de la fachada de Claire y buscar la personalidad real que había dentro de ella. Le asustaba el modo en que le hacía sentir: nerviosa, asustada y a la defensiva, todo a la vez. Incluso se había preguntado cómo sería besarle, pero a continuación se había forzado a dejar de pensar en ello por respeto a Harley.

El chico al que amaba, se recordaba a si misma.

El hombre con el que iba a casarse.

Apretó los dientes. Estaba decidida a expulsar fuera de su cabeza todos aquellos pensamientos rebeldes sobre Kane Moran.

Pero no pudo.

Porque él estaba allí, en la isla.

Dobló una esquina en el camino, y justo delante de ella, en el punto más alto de aquel pedazo de tierra empedrado, encontró su castigo: el chico que le hacia cuestionarse todo lo que había soñado. Kane Moran.

Llevaba sólo unos vaqueros cortados y desgastados. Aún tenía el pelo húmedo, por el baño que acababa de darse. Estaba estirado, con actitud perezosa, sobre una roca plana.

Durante un segundo, Claire se quedó sin aire. Pensó en salir corriendo, pero él ya la había visto. La miraba con los ojos entreabiertos, como sabiendo que iba a aparecer por allí. Claire quiso preguntarle qué hacía en aquel lugar. Después de todo, aquello era propiedad de su padre, pero no quiso parecer absurda. Además, ya le había visto entrar en propiedades privadas antes. Era como si Kane no sintiera la necesidad de respetar las fronteras construidas por los hombres.

– Pero si es la princesa -dijo Kane, alargando las palabras, apoyado sobre los codos, con la luz del sol sobre su piel bronceada y firme.

Tenía los ojos del color claro de la cerveza. Claire sintió que los músculos de la espalda se le agarrotaban y replicó:

– Ya te he dicho que no soy una princesa.

– Sí, ya -se incorporo. Tenía los pies descalzos.

– ¿Qué estás haciendo aquí?

– Contemplo mi vida -dijo serio. Seguidamente elevó un extremo de la boca, sonriendo sólo por un lado.

Claire lo encontró extremadamente sexy.

– ¿De verdad? -insistió ella, de pie, bajo la sombra de un solitario cedro.

Kane la ponía nerviosa. Se preguntó si últimamente aparecía en todos los lugares donde ella estaba, intentando mostrar interés o conversar, con el fin de indagar sobre el último juicio que su padre había tenido contra la familia Holland.

– A decir verdad, me estaba preguntando si tío Sam, del ejército, de verdad me quiere.

– ¿Para que te alistes en el ejército? -Aquella idea le resultó escalofriante, aunque no sabía explicar por qué. Se frotó los brazos y se dio cuenta de cómo Kane la examinaba, tan detenidamente que Claire quiso escapar de su constante mirada-. ¿Vas a alistarte?

– ¿Por qué no? -preguntó él, levantando uno de sus musculosos hombros-. Ahora mismo hay paz.

– Por el momento, pero las cosas cambian, sobre todo en la política.

– ¿Qué sabes tú de política? -rió Kane.

Claire tragó saliva.

– No mucho, pero…

Kane siempre había vivido al otro lado del lago, y sin embargo, apenas conocía a aquel chico, simplemente le consideraba uno más en aquella pequeña ciudad de Chinook. La gente se iba de allí. Los chicos se graduaban en el instituto y partían a la universidad o en busca de trabajo. Algunos se casaban y se mudaban. Pero por alguna razón Claire no había querido conocer demasiado a fondo a aquellas personas que ya no estaban. Había pensado, bueno, esperado, que Kane siempre estuviese por allí. Saber que vivía al otro lado del lago era algo inquietante, a la vez que reconfortante.

– ¿Por qué el ejército?

– ¿No es obvio? -preguntó, mientras su sonrisa desaparecía al mismo tiempo que un avión cruzaba el cielo, dejando una estela de humo blanco-. Para salir de aquí. -Cerró los ojos para evitar los rayos del sol-. Podré ver mundo, ganar dinero para ir a la universidad, y todas esas tonterías que meten a los reclutas en la cabeza.

– ¿Y qué pasará con tu padre? -dijo Claire sin pensar.

– Se las apañará. -Aparecieron dos surcos profundos entre sus cejas y miró a lo lejos-. Siempre lo hace. -Empujó un guijarro con el dedo gordo y lo hizo rodar cuesta abajo hasta que cayó al agua-. Bueno, ¿dónde está tu enamorado?

– ¿Qué?

– Taggert -aclaró.

A Claire le subió lentamente un calor por la parte trasera del cuello.

– No lo sé. Trabajando, supongo.

– Si es así como lo llamas… -Kane balanceó la cabeza yse rió sin ganas-. Todo el mundo en el trabajo de Taggert, la fábrica maderera, trabaja duro, quiero decir trabajo físico y duro, menos Harley y Weston. Los hijos del jefe, herederos forzosos, tienen oficinas con su nombre grabado en placas doradas en la puerta. Weston les dice a los supervisores, de cincuenta y cinco años de edad, cómo tienen que hacer su trabajo en la cadena. Y Harley… -Kane se frotó la barbilla y sacudió la cabeza-. ¿Qué es exactamente lo que hace?

– No lo sé -admitió Claire.

– Apuesto a que si se lo preguntas tampoco sabría decírtelo.

– No hablamos de su trabajo.

– ¿No?

Levantó una ceja mientras avanzaba por el espacio soleado que les separaba. Se acercó a la sombra, junto a ella, con el rostro tan cerca que Claire podía sentir la mezcla de humo y de fragancia de la loción después del afeitado. No podía dejar de mirar a Kane, aquella mandíbula de formas duras. Notó cómo una gota de agua le corría desde el pelo hasta el cuello. El estómago se le encogió, y apenas podía respirar.

– Entonces, ¿de qué habláis tu príncipe Harley y tú?

– De nada que te importe. Harley…

– Me importa una mierda Harley. -Su respiración, más caliente que el aire, acarició el rostro de Claire-. Pero tú… -Subió la mano y se enrolló un mechón de pelo en su áspero dedo-… por alguna maldita razón que no puedo explicar, tú sí que me importas. -Elevó un extremo de la boca, como si se estuviera burlando de sí mismo-. Es una maldición que tengo que soportar.