Susurros
© 1996, Lisa Jackson
Título original : Whispers
© de la traducción: 2003, María Fernández Gutiérrez
A Anita. Mi representante. Mi mentora. Mi amiga.
Te echaremos de menos, pero nunca te olvidaremos.
PRIMERA PARTE: 1996
Prólogo
– Zorra.
Harley Taggert estaba borracho, pero no lo suficiente. Necesitaba otra botella de champán para aliviar el dolor que invadía su alma y caminaba dando tumbos por la cubierta del barco de su padre. La noche era clara. La sal del océano le llenaba los orificios nasales. El bote se balanceaba suavemente en el embarcadero. ¿Cómo podía haberle hecho eso? ¿Cómo podía haberle devuelto el maldito anillo?
«Porque es una zorra insensible. Te devolvió el anillo, ¿no?»
Bajó la mirada hacia el puño cerrado y vio el anillo de diamantes en la palma de la mano sudada. Recordó algunas de las palabras ensayadas acerca de su relación: que no funcionaba, que deseaba que pudiesen ser «amigos» o algunas tonterías así. Muy bien, de acuerdo.
¿«Amiga» como lo era de Kane Moran, ese gorila de poca monta? Probablemente ahora se dirigía camino a casa de ese cabeza de chorlito.
Apretó los ojos y vio la cara de ella en su mente. Dios, era preciosa, pero todas las Holland lo eran…
«Claire. Por Dios. ¿Por qué?»
Maldita sea, la quería.
Más de lo que se pensaba. Más de lo que creía posible.
Y ella le había engañado.
Con ese cabrón asqueroso.
Harley se balanceó un poco acercándose a la proa y miró hacia el cielo, hacia el desnudo mástil entre el cielo estrellado. Notó que se le saltaban las lágrimas y se sintió avergonzado. Era por el champán. Tenía que serlo. Porque era un hombre, y los hombres nunca lloran, especialmente los hijos de Neal Taggert. Ellos nunca.
– Mierda -murmuró y miró hacia el oeste, más allá de la bahía, hacia el mar abierto. Debía marcharse. Para siempre. O… cumplir con sus amenazas y acabar con todo. Simplemente saltar al agua helada y respirar profundamente. Eso les enseñaría. O debía tomarse otra copa… pero primero… necesitaba deshacerse del anillo. Desplazó el brazo hacia detrás con todas sus fuerzas, y tiró el asqueroso diamante tan lejos como pudo. Su cuerpo golpeó contra la baranda por el impulso, a la vez que escuchó un plop del endemoniado anillo de compromiso al zambullirse en la profundidad la bahía-. Que se pudra -murmuró Harley, poniéndose recto a la vez que le pareció notar, más que ver, a alguien en el barco.
Se volvió rápidamente, pero estaba solo. Nadie había subido a bordo. No quedaba nadie en el muelle. Se trataba de su mente jugándole una mala pasada. La calurosa noche de verano le estaba afectando. Incluso la brisa procedente del Pacífico era más calurosa de lo normal tratándose de un verano en Oregón.
Otro ruido. Provenía del muelle. El miedo le recorrió la columna vertebral. Echó un vistazo pero no vio a nadie bajo las luces que colgaban de las viejas maderas. Estaba solo. Alejado del desagradable viejo que dormía en la oficina del puerto y de la gente que escuchaba algún viejo disco de los Eagles. Estaba nervioso. Demasiadas emociones y bebida. O no la suficiente.
Por el rabillo del ojo vio movimiento. Volvió la cabeza a tiempo para ver un gato esquelético deslizándose por un farol.
«Contrólate. Estás perdiendo el control, hombre. O te tiras al agua y terminas con todo, o te vuelves al camarote y acabas con todo el licor que el viejo tiene allí. Hay un quinto de Black Velvet que lleva tu nombre.»
Dio un paso hacia el camarote y fue cuando la vio: una imagen rápida de una mujer deslizándose entre las sombras. Se le pusieron los pelos de la espalda de punta. ¿Claire había vuelto? ¿Se había pensado mejor su insensible decisión de dejarle? Bueno, ya era tarde, joder… pero… había algo raro en ella. No parecía estar todo como debería. O quizás el champán no le dejaba pensar con claridad. Parpadeó y la mujer pareció haber desaparecido. Pero podía presentir algo. Sentía sus ojos, sus malditos ojos escondidos en algún sitio. Quienquiera que fuese parecía estar acostumbrada a moverse sigilosamente y a esconderse entre las sombras. Se trataba de alguien a quien le encantaba espiar. Alguien que no estaba del todo bien. Alguien como su hermana.
Tragándose su miedo, dio un tímido paso hacia la proa, acercándose con cuidado a la baranda.
– ¿Paige? -la llamó, intentando parecer más tranquilo de lo que estaba-. ¿Eres tú? Sal aquí afuera.
Alguien se movió como un rayo por uno de los lados. Harley se volvió rápidamente y vio elevarse una mano que llevaba un guante.
– ¿Qué demonios…?
¡Bum!
– Muere, cabrón -gruñó una diabólica voz.
Harley vio caer una piedra.
Antes de que pudiera moverse, le golpeó.
¡Bum!
El dolor le invadía el cráneo.
Luces blancas le centelleaban detrás de los ojos.
Harley se tambaleó hacia atrás. La sangre le caía por los ojos y el miedo corría por su espina dorsal. Las caderas le golpearon contra la baranda e intentó agarrarse, pero era demasiado tarde. Salió por encima de la brillante baranda y empezó a caer… a caer.
¡Pum!
Chocó contra el muelle con la parte trasera de la cabeza.
El dolor en la cabeza era insoportable. Empezó a tener convulsiones. Se movió a ciegas en el agua, tocando a su alrededor, buscando algo a lo que poder agarrarse. Tocó el lateral del bote de su padre con los dedos, pero perdió el contacto y empezó a hundirse en el agua helada.
«Vas a morir. Ahora mismo… ¡Pelea, Harley, pelea!»
Intentaba gritar. El agua salada le entró por la nariz y la garganta. Sus reacciones eran lentas, desincronizadas. «¡Ayudadme, por favor, que alguien me ayude!» Pero las palabras se perdieron en su mente. El dolor le rebotaba en el cerebro, en aquella agua helada y oscura. Los pulmones le ardían. Se agitó con fuerza, peleando y revolviéndose mientras la ropa hacía que se hundiera cada vez más. Lentamente intentó dar patadas para poder nadar hacia arriba, pero tenía los pies enganchados a algo, enredados o… alguien se los sujetaba por debajo del muelle. Los pulmones le abrasaban, estaban a punto de explotar. Desesperado, empezó a luchar, a dar patadas, mirando hacia la superficie donde, más allá del velo de las olas, vislumbró a su atacante en pie, contemplándole, bajo la luz de una farola del muelle.
La superficie estaba tan lejos… Iba a morir… Ella le había matado. «¿Por qué? Oh, Dios mío, ¡ayúdame! Salta aquí, llama a la policía, haz algo.» Intentó nadar hacia arriba, pero ¡quienquiera que fuese que le agarraba los pies no le soltaba! Todo su cuerpo gritaba agónico. La imagen por encima de su cabeza se ondulaba a medida que intentaba salir. Era un rostro débil y tenue iluminado por las luces del muelle. Un rostro distorsionado por el horror que sentía. Las esposas en los tobillos parecían apretarle, como si la muerte personificada se lo estuviera llevando rápidamente, asegurándole así una muerte horrible.
No había más tiempo. En un último esfuerzo, Harley pataleó e intentó gritar.
Sus torturados pulmones se agotaron. Expulsó el aire, formando burbujas hacia la superficie. Con ella partía cualquier oportunidad de sobrevivir. El agua salada inundó su garganta. Tan fría como la muerte, le quemaba como el mismo infierno. El agua abrasadora lo iba destruyendo ola tras ola, y entonces llegó… la oscuridad. Una tranquilidad sorprendente y seductora venció a su cerebro, acabando con él mientras dejaba de resistirse y sus pulmones expulsaban el último aliento. Tenía los ojos abiertos. Estos le ofrecieron una última imagen del mundo a través de la cortina de agua. Pudo ver el fantasmagórico rostro de su asesina mientras avanzaba alejándose de la luz, hacia la oscuridad.
Capítulo 1
Todo vale en el amor y en la guerra.
O así es el dicho. Kane no estaba completamente seguro de poder adoptar ese dicho, cuando el futuro de Claire Holland estaba en juego, pero qué diablos, de todos modos a ella nunca le había importado. Nunca se había dignado a fijarse en él excepto una vez, en que bajó la guardia. Puso con fuerza el freno de mano mientras apagaba el motor y se recordaba a sí mismo que estaba casada. Separada, pero casada, y que su nombre ahora era Claire St. John.
La lluvia salpicaba el parabrisas. Las gotas caían sobre el cristal como afilados rayos mientras Kane miraba la choza que había heredado: una cabaña de tres habitaciones a la orilla del lago Arrowhead. Faltaban tejas, había dos ventanas cubiertas con maderas y pintadas con graffiti, las cañerías eran de color naranja por el óxido y llevaban años atascadas debido a las hojas y a la suciedad. El porche estaba hundido como la espalda curvada de un caballo de carga. Había leños, cortados con una motosierra y ennegrecidos por la lluvia de los años.
Llevaban allí desde antes de convertirse en obras de arte de su padre. La ventana del desván, única fuente de luz natural en aquel espacio incómodo que había sido su habitación, se había roto, y aún quedaban trozos de cristal esparcidos por el porche.
«Bienvenido a casa», pensó con amargura mientras salía de su coche. Cargó su bolsa de lino y el petate sobre el hombro, y agachó la cabeza para evitar el viento helado. Un dolor punzante le vino a la cadera, recuerdos de trozos de metralla que había recibido en su última misión extranjera. Se estremeció y se colocó mejor la bolsa en el hombro mientras maldecía el hecho de que aún cojeaba un poco, lo bastante para demorar su paso cuando tenía prisa.
Frente a la puerta, introdujo la llave en la vieja cerradura, y el pestillo cedió. La puerta se abrió con un chirrido. Cayó serrín del cerrojo inservible y estropeado.
Años de polvo, aire corrompido y un sentimiento general de sueños perdidos le invadieron a medida que cruzaba el umbral. En segundo lugar, pensó en sus compañeros por primera vez desde que decidió aceptar esta misión. Quizá volver había sido una mala idea. Puede que la persona que inventó el dicho «no despiertes al león dormido» sabía algo que Kane desconocía.
Desastroso. Pasó por encima de una mesita de café patas arriba. Ya no era el momento de echarse atrás. Dejó su bolsa y saco de dormir sobre un sofá que había en una esquina. En su momento era un sofá de color rosa, moderno y dividido. Ahora era de un color gris rosado debido a la suciedad. Tenía el relleno fuera de la funda y manchado. Los marcos de las ventanas estaban secos y descascarillados, cubiertos de esqueletos de insectos, restos del alimento de las arañas. En una esquina del techo, donde las tejas estaban inclinadas, había un nido casi podrido y a punto de caerse. Los muros hechos con madera de pino estaban llenos de moho, y el olor a humedad penetraba por toda la cabaña como una sombra fétida.
Había acampado en lugares peores que ése a lo largo de los años. Había visto tugurios de Oriente Medio y Bosnia que hacían parecer un palacio a esta cabaña. Pero nunca había llamado hogar a ninguno de aquellos desagradables lugares. Solamente en este lugar sentía cómo su alma sangraba y se encontraba desnuda. Era la casita destartalada donde su madre le había criado durante los primeros años de su vida. Una madre cuyas suelas de zapatos eran finísimas, debido a todo lo que tenía que andar detrás del mostrador de Westwind Bar and Grill.
– Tienes que cuidarte, cariño -decía ella, tocándole suavemente en el hombro y mostrándole una sonrisa triste-. Llegaré tarde a casa, así que cierra la puerta con llave. Papá volverá pronto. -Mentira. Siempre era mentira, pero él nunca preguntaba. Su madre le regalaba un beso en la mejilla. Alice Moran siempre había olido a rosas y a humo, una mezcla de perfume barato y contacto con los cigarrillos. Durante años, el cajón de su aparador había estado lleno de cupones de cajetillas de cigarrillos, guardados y usados para comprar algo especial diferente a los artículos de primera necesidad. La mayoría de los regalos de Navidad y cumpleaños que Kane había recibido habían sido gracias al vicio de la nicotina de su madre.
Pero aquello había sucedido hacía mucho tiempo, cuando la vida, aunque difícil, era simple para un niño de ocho o nueve años. Fue alrededor de la época en que murió papá cuando sus desdichadas vidas cambiaron a peor.
No había muchas razones por las que dar vueltas al pasado, así que Kane ignoró la ira salvaje que sentía en las tripas al igual que hacía con el dolor que sufría en la cadera. Encontró un periódico amarillento de hacía quince años y se sintió como entonces: un adolescente rebelde, torpe y cachondo. Deseaba conseguir algo más de la vida, saborear nuevas cosas, un deseo de ser tan bueno como los Holland o los Taggert, las familias más ricas del lago. Eran la élite de aquella diminuta localidad costera y también de la ciudad de Portland, a unas noventa millas al este.
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