Pero aquello no era cierto.

Weston recordó una ocasión en que siguió a Miranda cuando iba hacia su Camaro negro hacía una semana. Había un chico con ella, Hunter Riley, el hijastro del portero de Dutch Holland. Según Weston, Riley era un completo perdedor. Miranda y Hunt se conocían seguramente desde hacía años, por supuesto, y puede que hubiesen quedado para dar un paseo por la ciudad. Pero había algo extraño, demasiado íntimo en la manera en que Miranda le miraba y le sonreía, o en la manera en que casualmente el brazo de Hunt rozaba los hombros de Miranda, acariciándole suavemente la nuca con los dedos.

– Hijo de puta -murmuró de repente, furioso con Riley.

¿Quién era? Un don nadie que trabajaba en la empresa maderera de su padre. También estaba empleado a jornada parcial haciendo collares y atendía el jardín de los Holland con su padre. Un cero a la izquierda. Hunter Riley había superado a duras penas los créditos suficientes para aprobar el instituto, y en la actualidad asistía a una escuela local para adultos, cuyas asignaturas aprobaba con verdaderos esfuerzos.

Así pues, ¿qué es lo que la sofisticada Miranda veía en aquel bruto?

«Mujeres», pensó mientras tomaba una curva demasiado rápido y las ruedas le derraparon. Daría un trozo de su pene solamente por entenderlas.

Con la capota del Porsche bajada, condujo a gran velocidad hacia Stone Illahee, el complejo turístico que tanto odiaba su padre. Necesitaba un revolcón, uno bueno. Así que fue a por él. Una vez más. Tenía que conseguirlo, el fuerte calor que sentía entre las piernas le dominaba. Weston no sabía si era debido a aquella increíble necesidad sexual o a su aptitud extremadamente competitiva que en ocasiones escogiera a parejas que realmente no merecían la pena. En realidad, tampoco le importaba.

– Miranda -murmuró.

Ella era la única que merecía la pena, aunque Claire había demostrado ser más mujer de lo que había imaginado. Al principio había pensado que Claire era sosa como una mojigata, pero a medida que la vio crecer y madurar, la miró de otra manera. Era la más atlética de las hijas de Dutch, siempre a caballo o navegando, nadando o escalando, una chica tímida que se había convertido en una mujer que se atrevía a todo. Posiblemente por eso salía con Harley.

¡Harley! Qué patético amago de hombre era. Siempre gimoteando. A Weston le costaba creer que fuesen hermanos. Harley era demasiado sensible, demasiado fácil de manipular para llegar a convertirse en un hombre de verdad. Al pasar por la entrada de Stone Illahee, Weston sonrió, e instintivamente, condujo a través de las numerosas puertas del exclusivo complejo turístico. Pasó por el campo de golf, las pistas de tenis y una extensa zona vallada con setos que separaba la piscina del aparcamiento principal. Eran las diez pasadas. Weston había oído que el viejo Holland estaba fuera de la ciudad durante todo el fin de semana, así que no estaría por el complejo. Ninguno de los empleados de Dutch se atreverían a echar a un Taggert si lo encontrasen.

Estaba a salvo.

Entonces, ¿por qué estaba preocupado? ¿Por qué presentía que ir allí era un error de proporciones inconmensurables y catastróficas?

Dobló la esquina, y vislumbró el primer edificio hecho con piedra gris lisa y madera oscura. Tenía cinco pisos de formas irregulares, con luces tras los cristales. El edificio, próximo a la playa, estaba rodeado de cedros, que sobresalían por encima de la cornisa. Junto a la puerta delantera había una cascada iluminada, cayendo ruidosamente entre pinos y rododendros.

Sintiéndose como un intruso, Weston aparcó el coche. Se guardó las llaves en el bolsillo y se dirigió al interior. La música procedente del bar flotaba a través de las ventanas abiertas, atrayéndole como un canto de sirenas. No esperaba ver a ninguna de las hijas de Dutch aquella noche, pero podría haber alguna mujer dispuesta, esperando en la barra del bar. La conciencia le remordió un poco al recordar a Crystal. Habían hecho el amor en el barco la tarde del día anterior, por lo que ella había tenido que faltar al trabajo. Crystal era preciosa, con la piel lisa y dorada, los ojos oscuros y aquel increíble pelo negro. Pero era demasiado fácil, era como una esclava sexual. Le daba todo lo que él quería. Todo. Actuaba como si él fuera su dueño y señor, y en ocasiones, incluso jugaban a ese juego. Pero Crystal empezaba a aburrirle con tanto consentimiento. Necesitaba un reto mayor, una mujer con más carácter. Alguien a quien tuviera que convencer para llevársela a la cama, y que luego se dejase abrir de piernas.

Deseaba a Miranda Holland.

– Eres tan tonto como Harley -se dijo en voz baja.

Empujó la puerta de roble y cristal que llevaba al interior del bar. Bajó un pasillo, en dirección a la música en directo y al aroma del humo de tabaco.

Una banda de Portland, cuya cantante llevaba un mini vestido ajustado de cuero, estaba tocando una canción de jazz que Weston no conocía, una canción que tenía demasiado saxofón y poco bajo. Weston se colocó tan lejos del escenario como le fue posible. Tamborileaba nervioso con los dedos en la mesa. Miraba las paredes de cedro cubiertas de redes depescar, flotadores, peces disecados de todo el mundo y útiles de pesca. Arpones, lanzas, palos y otros artilugios se entremezclaban entre los salmones, peces espada y tiburones, todos con ojos de cristal.

Una camarera con falda negra, camisa blanca y corbata roja se acercó a él. Weston pidió una cerveza y sonrió cuando la camarera le pidió el DNI para comprobar que tenía veintiún años.

– Weston Taggert -dijo luego, curvando los labios en una sonrisa mayor al reconocerle-. Vuelvo enseguida.

Sonrió. Varias mujeres le llamaron la atención, pero no le interesaban. Eran demasiado fáciles, y por lo que sus ojos desesperados dejaban entrever, habían jugado a simular que esperaban a alguien en un bar demasiadas veces.

No, quería algo diferente aquella noche. No quería apagar aquel picor con un revolcón fácil.

– Aquí lo tienes, cariño -le dijo la camarera, mientras depositaba una copa de cerveza en la mesa.

La cerveza estaba fría, pero no consiguió enfriarle el cuerpo. Weston acabó la bebida enseguida, a la vez que pensaba que dejarse caer por la sagrada propiedad de Dutch Holland no era una emoción fuerte, ni mucho menos. Dejó un billete de cinco dólares en la mesa. Se dirigía hacia el coche cuando la vio, la hija pequeña de Dutch: Tessa. Su pelo rubio parecía plata bajo los focos del aparcamiento. Llevaba unos pantalones cortos hechos jirones, una camiseta diminuta y un chaleco de piel también cortado y decorado con lentejuelas que destellaban a la luz las farolas. Tessa no parecía, en absoluto, una de las chicas más ricas de aquella región.

Los rumores decían que era una calientabraguetas, siempre paseándose por la ciudad con pantalones cortos y diminutas camisetas que dejaban ver sus enormes pechos y la firme piel de su abdomen. A menudo se ponía una chaqueta de piel, pero nunca se la abrochaba. Siempre dejaba que todo el mundo admirara su increíble figura, como en aquella ocasión.

Estaba sentada en la repisa que rodeaba la cascada de agua, fumando un cigarrillo y contemplando la fuente con desdén.

Tessa no era la mujer que Weston deseaba. No era Miranda.

Pero estaba allí, y Weston iba cachondo.

– Sabes, justo estaba pensando en ti y en tus hermanas, y aquí estas tú -dijo, ajustándose las mangas de la chaqueta y aprovechando la realidad de aquella situación.

Tessa volvió la cabeza bruscamente. El corazón le dio un vuelco. Le asustaba mirarle fijamente. Luego volvió a mirar el agua arremolinándose.

– ¿Eso te suele funcionar?

– Es la verdad.

– Vale. Y yo soy la reina de Inglaterra.

– No lo creo. Dicen que es algo mayor que tú.

Tessa dejó los ojos en blanco un segundo y dio dtra calada.

– ¿Qué estás haciendo aquí? Pensaba que este lugar estaba fuera de los límites de los Taggert. Cualquiera con tu apellido que cruce estas puertas corre el riesgo de ser expulsado y descuartizado.

Weston sonrió. Al menos la chica no se callaba.

– Quizás es hora de que alguno dé marcha atrás en esta competición.

Tessa le miró de nuevo, con aquellos increíbles ojos azules. Seguidamente, se encogió de hombros, como si realmente le importara un bledo lo que él o su familia hicieran.

– Haz lo que quieras.

– ¿Estás esperando a alguien?

Se sentó a su lado, en la repisa. Esperaba que ella se apartara un poco, poniendo distancia entre los dos cuerpos, pero no lo hizo. Tessa dio una intensa calada al cigarrillo y expulsó el humo por un extremo del labio.

– Supongo.

– ¿No lo sabes?

– Eso es. No lo sé -contestó ella levantando la barbilla con actitud desafiante.

Weston vio, más allá de la pose rebelde y orgullosa, a una chica más joven y vulnerable de lo que simulaba ser. Aquel instante, en el que vislumbró su interior, a Tessa le pareció una eternidad. Parpadeó, vistiendo de nuevo aquella coraza, aquella armadura agrietada.

– ¿Va a venir alguien a recogerte?

– Puede ser.

– ¿Necesitas dar un vuelta?

Tessa sonrió y arrojó el cigarrillo en el agua. La colilla chisporreteó, rebotó entre los remolinos de espuma y desapareció bajo la cascada.

– Puede.

– ¿Dónde quieres ir?

Tessa dudó, arqueó sus perfectas cejas rubias.

– Quizá me da igual.

Weston sonrió de lado. Aquella chica realmente tenía narices para desafiarle.

– Quizá no debería dártelo.

– ¿En qué estás pensando? -Su voz era débil e insinuante. Estaba jugando a un juego que a Weston le encantaba. Lo entendía a la perfección, había jugado a ello antes, y siempre había ganado.

– Eso depende de ti.

– ¿Ah, sí? -se incorporó súbitamente, y se colgó del hombro un bolso negro de flecos. Dirigiendo una mirada final de desprecio al complejo de su padre, dijo-: De acuerdo. Entonces vamos. Puedes darme una vuelta por Seaside.

– ¿Qué hay allí? -preguntó él.

La sonrisa de Tessa iluminó la noche.

– ¿Qué no hay?


Harley llegaba tarde. Claire, caminando por el muelle donde se encontraba amarrado el velero de su padre, estaba a punto de dejarle plantado, no sólo en aquella ocasión, sino para siempre. La idea le causó un escalofrío en el corazón que le puso los brazos con piel de gallina.

– Oh, Harley -susurró, sintiéndose tonta, tal y como sus hermanas la habían llamado.

El dulce y perfecto Harley había cambiado. Últimamente parecía preocupado, siempre llamándola para cambiar los planes. Cuando empezaron a salir, todo el tiempo del mundo para estar con ella no le parecía suficiente, y nada, nada le habría impedido verla. Cuando Neal, su padre, se enteró, no dejó de despotricar, pero a Harley aquello le había entrado por un oído y le había salido por el otro. Las advertencias de Weston, su hermano mayor, sólo le habían hecho volverse más atrevido, y los lloriqueos de Paige parecían haber avivado el fuego de su pasión.

Claire también habría hecho cualquier cosa por estar con él aquellas primeras semanas. Harley era amable, dulce, alegre y adoraba a Claire. Había renunciado a todo, incluida su anterior novia, y había tenido que soportar la ira de su padre y las burlas de su hermano al prometer quererla. Y ella, con su corazón joven e ingenuo, le había creído.

Pero las cosas habían cambiado, pensaba, reclinada en la baranda del embarcadero, mientras miraba las oscuras aguas donde podía ver el reflejo de las luces que quedaban sobre su cabeza, una línea brillante de puntos arriba y abajo en la superficie del agua. Podía notar el cambio de Harley en el ambiente, como si se tratara de un cambio en la dirección del aire, una ligera alteración en la necesidad que sentía por estar con ella.

El error había sido haber hecho el amor con él. Desde aquella tarde, en que cruzaron la línea invisible entre dos amantes, una barrera que habían jurado no traspasar, su relación había cambiado.

Sucedió un día en que estaban solos, navegando con canoa. Se detuvieron en una pequeña cueva en la orilla norte del lago. Harley llevaba una botella de vino que había cogido de la bodega de su padre. Juntos, bajo el sol veraniego acariciándoles la piel, bebieron, brindaron, nadaron, chapotearon, rieron y se besaron, locos de amor.

Claire nunca antes se había sentido tan mareada. Ya había probado el alcohol, pero aquella tarde había algo mágico. Dejó de preocuparse por los riesgos, rodeada de aquella suave brisa que le acariciaba las mejillas y alborotaba el cabello negro de Harley.

Harley estaba más atrevido aquella tarde, más intenso de lo normal, y las ideas de Claire comenzaron a desordenarse. Los besos de Harley se hacían más intensos, agotadores, mientras que Claire abría la boca de buena gana y dejaba que Harley le rozara su atractivo cuerpo con las manos. Aquellos dedos se deslizaban sin vergüenza alguna por encima del traje de baño, y se deshicieron de los pedazos de ropa en un movimiento rápido y diestro, como si lo hubiera hecho cientos de veces antes. Abrazándola con fuerza sobre el agua, le besó los pechos por encima y por debajo de la superficie. Claire sintió un hormigueo y un cálido deseo se extendió por todo su interior.