– Pon las piernas alrededor de mi cintura -le pidió dulcemente, con las pestañas salpicadas por gotitas de agua dellago.

Tras hacer lo que le pidió, envolverle con los muslos el musculoso torso, se dejó caer hacia atrás, con el pecho desnudo bajo el cálido sol de verano. Harley susurró:

– Esto es una chica -y la besó en el abdomen.

Claire estaba flotando, dejándose llevar por una nube de sensaciones. Mientras, Harley la conducía a la orilla y empezó a acariciarle el pecho fervientemente. Se lo tocaba y chupaba, lo que producía un remolino de pasión en ella. Harley cogió la mano de Claire y se la llevó a la entrepierna, gimió y le juró amor eterno. Se bajó el bañador y Claire lo vio, por primera vez, desnudo. Tenía el pene rígido y preparado, algo que asustó un poco a Claire, pero él, decidido, le quitó el resto del bikini.

Ambos estaban desnudos. Continuaron besándose, felices, frotándose el uno contra el otro, gimiendo y deseándose. Él no preguntó, y Claire no puso objeción alguna. La acostó sobre la arena, le separó las piernas con sus rodillas, y, empujando con un movimiento rápido, le robó la valerosa virginidad que ella había guardado durante diecisiete años.

Le había dolido, sí, había llorado, pero Harley la besaba, y las lágrimas desaparecieron después de que, tras tres rápidos empujones, él se desahogara. Harley dejó caer el cuerpo sobre ella, jadeando de éxtasis, y juró que la querría hasta el fin de sus días.

No habían planeado lo sucedido, pensó mientras recorría con una mano la desgastada baranda y un gato negro y flaco salía disparado por entre las sombras. Habían hablado sobre la posibilidad, por supuesto, ya que ambos habían experimentado y se habían acariciado, pero habían acordado esperar a ese último acto de consumación hasta estar casados.

Pero aquella tarde, bajo el caluroso sol que les animaba y con aquel vino que les había empañado el juicio, habían hecho el amor.

Claire tenía los dedos sobre la baranda, y cuando cerró los ojos todavía podía recodar a Harley aquella tarde: su cuerpo sudoroso, sus músculos contrayéndose, su cara con expresión de triunfo cada vez que entraba en ella. Claire estaba ciega de deseo, caliente, con un ansia que le hacía pensar que él era el único hombre que podía complacerla. Feliz y tonta como una enamorada.

Por aquel entonces habían jurado estar siempre juntos, casarse, tener hijos, cicatrizar las heridas que existían entre las dos familias, pero luego Harley había cambiado. No sonreía con tanta facilidad y quería practicar el sexo a todas horas. Siempre que estaban juntos, algo que no sucedía a menudo en las últimas semanas, esperaba que Claire le hiciera el amor. Parecía como si desde aquel día en el lago todo lo que deseara de ella fuese su cuerpo.

Aquello era de locos. Él la amaba, ¿no?

Claire oyó el coche de Harley y el corazón se le aceleró porque una parte de ella se preguntaba si volvería a dejarla plantada. Las pisadas golpeaban en el embarcadero, y Claire sonrió cuando le vio correr hacia ella.

– Siento llegar tarde -le dijo, mientras la rodeaba con sus brazos y escondía la cabeza en el ángulo de su cuello-. Dios, ¡cómo te he echado de menos! -Metió los dedos entre su pelo, y suspiró por encima del sonido del viento que soplaba sobre la bahía.

El corazón de Claire volvió a latir con normalidad y le perdonó. Aquel era su amado y dulce Harley, el chico al que amaba con toda su alma y corazón.

Cerró los ojos, le apretó contra ella, dejando atrás todas las dudas, miedos o preocupaciones que habían intentado acabar con su amor.

– Yo también te he echado de menos -le contestó, con la voz ronca y a punto de que se le saltasen las lágrimas.

– Perdóname.

El corazón de Claire casi dejó de latir.

– No tengo por qué perdonarte.

– Oh, Claire, ojalá lo supieras.

La desesperación de su voz resonaba en el alma de Claire.

– ¿Saber qué?

Harley contrajo todo el cuerpo, y la agarró tan fuerte que Claire apenas podía respirar.

– ¿Saber qué, Harley?

Él dudó durante unos instantes.

– Que te quiero. No importa lo que suceda, por favor, créeme cuando te digo que te quiero.

– Harley… no va a pasar nada -susurró, pero incluso aunque estaba pegada a él, sintió un escalofrío tan helado como el mar en invierno en lo más profundo de su corazón.

– Espero que tengas razón -le dijo, elevando la cabeza a la altura de sus ojos- Espero por Dios que tengas razón.

Capítulo 12

Miranda miró el reloj. El corazón le latía a gran velocidad. Era casi la hora de quedar con Hunter en la casa de campo, tal y como habían planeado. La boca se le resecó sólo de pensarlo.

Por primera vez en su vida se había enamorado, y aunque sabía que era de locos, que Hunter Riley y ella no tenían futuro juntos, no podía reprimir la atracción que sentía por él, la convicción en el fondo de su alma de que él era, al menos por el momento, el hombre de su vida.

Había visto demasiado en el dolor que padecía Claire, y era consciente de que, también ella, caminaba por terreno peligroso, una cuerda floja de donde podía caer y sufrir gran dolor. Durante dieciocho años siempre había ido por el buen camino, nunca se había apartado de lo correcto, con el único propósito de probarse a sí misma que era tan digna como cualquier hijo varón que hubiese tenido Dutch Holland.

Sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca había conseguido impresionar a su padre, ni siquiera le había prestado atención. Miranda estaba a punto de marcharse, entraría en la universidad. Cogió un suéter de los pies de su cama y se colocó el bolso bajo el brazo, mientras se dirigía escaleras abajo. Hunter era mayor que ella, y aunque había dejado el instituto, había conseguido el equivalente del título. Estaba asistiendo a clases en la escuela local para adultos, mientras trabajaba a media jornada en la maderera de los Taggert y ayudaba a su anciano padre en las tareas de la residencia de los Holland.

Miranda se había fijado en él, fijarse de verdad, avanzada la primavera, en una ocasión en que su padre y él estaban cortando arbustos en una de las zonas de picnic, a orillas del lago. Ella estaba sentada en el porche trasero, leyendo, mientras las nubes recorrían el cielo y empezaban a caer goterones de lluvia.

Bajo el tejado del porche, Miranda se mantenía a cubierto, pero Hunter y su padre continuaban trabajando, incluso cuando el cielo se abrió, dejando caer un baño primaveral de enormes gotas de agua que empapaban la tierra húmeda. Durante todo el chaparrón, Hunter siguió cortando maleza y arbustos, sin prestar atención a la lluvia que caía bajo su cabeza y que hacía que la camiseta se le pegase. Miranda miraba a través de aquella delgada tela de algodón, fascinada y con la garganta seca. Mientras, los firmes músculos de Hunter trabajaban rítmicamente, en un movimiento continuo que provocó en Miranda un hormigueo en el estómago.

El cabello rubio de Hunter se tornó oscuro bajo la lluvia, y cuando miró de reojo y vio los ojos de Miranda, grises como una tormenta de invierno, ella tuvo que apartar la mirada. El calor le recorrió el cuello, y una nueva sensación, una conciencia sexual, le recorrió la zona situada bajo el ombligo.

Miranda no le había dirigido la palabra a Hunter aquel día, ni al siguiente, en que se sentó de nuevo en el porche, sufriendo el bochornoso y húmedo calor del sol sobre la tierra mojada. Simulaba interés por el libro que leía, pero no apartaba la vista de aquel hombre que conocía de toda la vida, aunque nunca se hubiese fijado en él de verdad.

– Me estás vigilando -la acusó en la cuadra una semana después, cuando Miranda había entrado allí a buscar a Claire, sin saber que Hunter estaba ayudando a su padre a apuntalar la zona donde guardaban el heno.

El padre de Riley no estaba por allí, pero Hunter sí, situado en el último peldaño de la escalera de mano, arrancando una tabla que debía de estar podrida.

Miranda empezó a sudar por el cuello. El cabello en la nunca se le humedeció.

– ¿Yo?

Le miró, a la altura de sus piernas, cubiertas de bello rubio y morenas debido a horas de duro trabajo bajo el sol. Llevaba unos pantalones de talle bajo, completamente destrozados, que le quedaban por encima de las rodillas. Alrededor de la cintura llevaba un cinturón con herramientas. El resto de su cuerpo estaba desnudo. Tenía la piel tersa y dorada, músculos fibrosos, pelo en el pecho de color rubio rojizo. Decidida a aprovechar el momento, Miranda repasó de arriba abajo cada uno de sus rasgos, puramente masculinos. Hunter arrancó la madera podrida del suelo, en la base de la escalera. ¡Crash! Motas de polvo se arremolinaron hacia arriba, un tábano empezó a zumbar, y Miranda tosió, mientras Hunter colocaba una tabla nueva en el lugar de la vieja.

– No tienes que negarlo -continuó-. El otro día, mientras estaba quitando los arbustos, tú estabas mirando.

– No, yo…

– Pensaba que eras la lista. La que nunca mentía. No me digas que todos esos rumores son mentira.

Su voz tenía un tono entre sexy y grave que divertían a Miranda, incluso aunque aquellas palabras la estuvieran acusando.

– ¿Perdona? -se irritó Miranda. ¿Quién era él para hablarle como a una niña mentirosa y falsa a la que querían sonsacar una respuesta?

Hunter sacó algunos clavos de un bolsillo del cinturón y se los colocó en un extremo de la boca. Su voz salió por entre aquellos palillos de dientes de acero inoxidable.

– Todo el mundo en la ciudad parece pensar que tú eres la lista de las hermanas Holland. Ambiciosa y testaruda. ¿Sabes?, la mayor y la más responsable, y toda esa mierda. -Lanzó un mirada hacia abajo, y sonrió con aquellos malditos clavos en la boca-. Vamos, Randa, no intentes hacerme creer que no conoces tu propia reputación.

– No escucho las habladurías.

– De acuerdo -cogió un martillo que tenía atado a la cintura.

Miranda se cruzó de brazos, dejó de disimular y levantó la cabeza para verle mejor.

– Te crees que me conoces.

– Sólo a las que son como tú.

Colocó un clavo en la tablilla y lo golpeó tres veces con el martillo. ¡Bam! ¡Bam! ¡Bam!

– Yo no soy como nadie.

– ¿No? Reconócelo, sales a vigilar a los empleados de tu padre, mientras esperas a que se te seque el pintauñas -dijo por encima del musculoso hombro, con una mirada intensa y condenatoria.

– ¿Sabes qué? Sólo eres otro imbécil arrogante y egoísta más. Como muchos otros en esta ciudad.

– Pues tú me estabas vigilando.

– Me equivoqué.

– Seguro.

Hunter volvió al trabajo manual y colocó otro clavo en la tablilla. Los músculos se le contrajeron del esfuerzo.

– Y sólo para que lo sepas, no soy imbécil.

– Pues yo tampoco soy una zorra rica egocéntrica.

Una risita entre dientes resonó por el establo.

– ¿No?

Miranda se encaminó a la puerta, y Hunter se dejó caer ágilmente en el suelo, cayendo justo frente a ella.

Sobresaltada, no pudo evitar dar un paso atrás: Hunter olía a sudor y a olor corporal. Tan cerca, medio desnudo y descaradamente sexual. Miranda dejó de respirar durante un segundo. Hunter tenía la mandíbula tensa, suavizada por la barba de un día de color dorado. En la penumbra del establo, sus ojos parecían más oscuros, del color del metal. Le miraba tan fijamente que Miranda quiso salir corriendo, pero tenía una columna justo detrás, y además, no le iba a dar la satisfacción de dejarse vencer. Miranda le miró la boca, y el estómago se le cerró al ver el borde de los dientes blancos contra aquellos labios delgados y peligrosos. Se humedeció los labios y él avanzó un paso, situando su pecho desnudo junto a los senos de Miranda.

– He oído que querías ser abogada.

– Eso… eso es verdad.

Los pezones quedaban ocultos entre el bello pectoral de Hunter, quien contraía los rígidos abdominales al respirar.

A Miranda le empezaron a flojear las rodillas.

– Es una gran ambición…

– No… Sí… supongo.

– ¿Qué intentas probar?

Aquella pregunta la desconcertó, y cuando volvió a mirar a los ojos de Hunter se dio cuenta de que ya no se estaba burlando de ella, simplemente curioseaba. Dada la dilatación en sus pupilas, Miranda se percató de la atracción sexual que sentía hacia ella, igual que le pasaba a ella con él.

– Nada. No tengo que probar nada.

– Pero quieres -dijo levantando los brazos y apoyandose en el poste que había detrás de Miranda, acorralándola entre ambos brazos, pero sin llegar a tocarla.

– Sí.

– ¿Por qué? ¿Para que tu padre deje de quejarse por no haber tenido un hijo?

– No lo sé -mintió con voz tan baja que apenas se la podía oír. Claro que quería probar a Dutch Holland que era tan buena como cualquier hijo varón que hubiera tenido.