Ligeramente borracho, sacó una navaja y sonrió. Recordó cómo se había sentido al rayar la pintura de aquel elegante coche con la afilada hoja del cuchillo. Se había sentido bien. Genial. Nunca lo sabrían. Nadie podría probar que él había sido el vándalo. Si sus padres lo averiguasen alguna vez, se morirían de vergüenza. Parecía que aceptasen lo que les había tocado en la vida sin preocuparse demasiado. Tenían amor propio, en su identidad, pero parecían no aceptar la realidad: que se trataba realmente mal a los nativos americanos. Sus padres parecían defender a sus antepasados y sus costumbres, pero no hacían nada por avanzar. No les indignaba tener que vivir casi al nivel de la pobreza, aceptando los salarios que les imponían gilipollas como los Taggert o los Holland.

Mierda.

No era justo.

Y luego Crystal. Por Dios, ¿en qué estaba pensando? Saliendo con Weston Taggert cuando éste la trataba a patadas. Cómo se estaba echando a perder. Crystal era lista y guapa. Demasiado buena para Taggert.

Jack bajó la mirada hacia el filo del cuchillo y frunció el ceño. Había estropeado el coche, sí, pero rayarle la pintura había sido un acto de cobardía. Lo que de verdad necesitaba era clavarle a Weston aquel puñal en el pecho, enseñarle a aquel cabrón lo que merecía por tratar a una buena mujer como a una puta. Deslizó la hoja entre los dedos índice y pulgar, probándola. Sabía que nunca tendría las suficientes agallas para matar a aquel cabrón, incluso cuando se había estado beneficiando a Crystal y tratándola como si fuese basura.

«Solamente estás enfadado porque te ha despedido.»

Bueno, en parte así era. Jack volvió a dejar el chuchillo en la mochila. Seguidamente, dio un buen trago a la botella. Tal vez ahora podría desaparecer de aquel pueblucho, coger su furgoneta y dirigirse al sur. A California. Abandonar Chinook e ir a algún lugar mejor. Pero antes debía echar una meada. Mierda.

Oyó un ruido entre los árboles, justo en la zona donde no llegaba la luz de la hoguera. El vello de la espalda se le puso de punta. Sabía que en las colinas, un poco más arriba, se habían visto pumas y linces, y los osos solían merodear por aquella zona.

Jack ladeó la cabeza y aguzó el oído para oír mejor. Quizá no fuese nada. Una conejo o una zarigüeya o algún pájaro nocturno… No escuchó nada aparte del sonido del viento, el chisporreteo del fuego y el monótono rugido del océano, que chocaba contra las rocas de la orilla a cuarenta metros de profundidad.

Sólo era su imaginación, nada más. El viento.

Sin embargo… Sintió caer las primeras gotas de lluvia y pensó en marcharse, en volver a casa, en enfrentarse a la furia de sus padres al enterarse de que le habían despedido. Por Dios, a Ruby le daría un ataque, pero su padre se pondría aún peor, le impondría el castigo del silencio. Sí, era el momento de irse.

Mientras se ponía en pie, oyó otro sonido. ¿Pisadas? Se volvió rápidamente. Le pareció ver movimiento entre las sombras. Jack se quedó inmóvil.

– ¿Quién está ahí? -gritó, estrechando los ojos bajo un abeto, lejos del alcance de la luz del fuego.

No hubo respuesta.

Demonios, se estaba volviendo paranoico.

Demasiada bebida, poca comida. Necesitaba volver a la ciudad. Paseó para que se le bajara el alcohol que había ingerido. Admitió que eran imaginaciones suyas. Tambaleándose, caminó hacia el extremo de la cumbre. Allá, imaginaba, era donde habían vivido sus antepasados. Y sobre el mar era donde orinaba siempre que iba a aquel lugar. Se disponía a bajarse la cremallera, cuando escuchó otra vez ruidos. Era el sonido de pisadas corriendo hacia él. Se volvió enseguida. Vio un destello de algo en movimiento. Una piedra de superficie irregular y del tamaño de una pelota de béisbol le golpeó en la frente. ¡Crac! El punzante y cegador dolor le invadió el cráneo. Se tambaleo hacia atrás y resbaló con las botas en el fango, mientras buscaba algo con las manos.

– ¡Muere, bastardo! -susurraba una voz maléfica en la oscuridad.

Muerto de miedo, Jack cayó hacia atrás, chocando contra las rocas del acantilado, y finalmente se fue de cabeza al furioso y oscuro mar.


– ¡Estás fuera de tus cabales! -Weston golpeó con el taco de billar sobre la mesa donde estaba practicando tiros justo antes de que Harley apareciese y le diese aquella noticia de locos.

– Tú no te puedes casar con nadie.

– ¿Por qué no?

Weston reposó el trasero en el filo de la mesa de billar y miró a su hermano, como si Harley fuese un auténtico idiota.

– ¿No tenías algo con Kendall que no había acabado del todo?

– Eso se acabó.

– ¿Ah sí?

Weston echó una mirada hacia la entrada, ya que había percibido una sombra que se deslizaba escaleras abajo. Paige. Joder, aquella cría siempre estaba fisgoneando, metiendo la nariz en todo. Weston se preguntaba cómo podía ser familia de aquel hermano imbécil y aquella hermana chiflada. Según Weston, Paige necesitaba ir al psiquiatra. ¿Y tú? bromeaba su mente, buscándole las cosquillas.

Harley cogió la bola número ocho y empezó a jugar con ella nervioso, puesto que aquella situación era para estarlo. Siempre estaba en apuros, y ni él sabía hasta qué punto. Si las cosas iban según lo previsto, en poco tiempo Kendall le soltaría aquella noticia de que estaba a punto de ser papá, bueno, en realidad, tío.

– Kendall parece creer que vosotros dos aún seguís juntos.

– Pues no sé por qué lo piensa.

– Quizás es porque no te puedes apartar de su entrepierna.

Harley se ruborizó. Por Dios, no tenía agallas.

– No estoy viéndome con ella.

– De acuerdo. Entonces puedes casarte con Claire Holland y vivir una vida perfecta, ¿no es eso lo que quieres? Incluso aunque papá te desherede y no vayas a la universidad. ¿Acaso no sabes que tendrás que conseguir trabajo de mecánico, camarero o peón de fábrica? Eso si lo consigues. Vivirás en un apartamento asqueroso en una zona baja de Portland o Seattle o de donde sea, siempre y cuando encuentres a alguien lo bastante estúpido para contratarte. Papá no te recomendará, eso por descontado, y nunca has trabajado en tu vida. En cuanto a Claire, ella también tendrá que trabajar. De secretaria, recepcionista… Ah no, que a ella no se le da bien nada de eso ¿no? Tal vez pueda amaestrar caballos, enseñar equitación o algo así. Entonces todo será genial. ¡Perfecto!

– No sucederá así.

– Claro que sí, Harley. Claire no tendrá dinero, ni tú tampoco. Incluso tu coche está a nombre de papá. Supongo que no le habrás dado la noticia aún, ¿verdad?

– Lo haré cuando vuelva a la ciudad.

El teléfono sonó con un ruido estridente y la sombra desapareció escaleras arriba. Genial. Paige conseguía sacar a Weston de sus casillas. El porqué no lo sabía. Simplemente era una niña torpe.

– Cuando papá vuelva de Louisiana, ¿crees que aprobará la idea de que te vayas a casar con una de las hijas de su archienemigo? Claro que sí, Harley. Eso sucederá cuando a mí me crezcan cuernos.

– Tengo una noticia, Weston. Ya te han crecido.

– ¡Weston! ¡Teléfono para ti! -gritó Paige en dirección a las escaleras-. Es Crystal.

– ¡Mierda!

Harley tuvo las narices de sonreír.

– Al menos yo no me estoy acostando con una chica por el simple placer de hacerlo. Supongo que su hermano no estará muy contento con el hecho de que estés utilizando a su hermana como a una nativa a la que poder tirarte. ¿No es ese el término que utilizas cuando hablas de ella? Quizás alguien debería contárselo a Jack.

– Jack Songbird es un gilipollas.

– Yo no le haría enfadar.

– No me da miedo. Nadie me da miedo.

– ¡Te he dicho que Crystal está al teléfono.! -La voz de Paige era chillona como una bocina.

– ¡Dile que no estoy! -gritó Weston.

Los pasos de Paige retumbaron por las escaleras.

– Ya le he dicho que estabas aquí abajo jugando al billar.

– Maldita seas, Paige. Usa la cabeza.

Se acercó a la barra, esperando que hubiese alguna buena bebida, y cogió el teléfono.

– Mira, ahora mismo estoy ocupado. Te llamo luego.

– Espera un momento. ¿Ha aparecido hoy Jack por el trabajo?

Se le revolvieron las tripas.

– Llegó tarde.

– Pero estuvo.

– Hasta que le despedí.

– ¿Que tú… que tú qué?

– Se ha ido. Es historia. Tu hermano era el peor trabajador en la fábrica, Crystal. Le eché.

– ¡No puedes haber hecho eso!

Weston notó la decepción en la voz de Crystal y se la transmitió. Había algo en ella que le había calado hondo, por eso dudaba en romper la relación definitivamente. Crystal sería su amante de por vida.

– Lo hice. Pregúntale.

– Lo haría, pero aún no ha vuelto a casa.

– Yo le buscaría en el bar. Quizá tu hermano esté ahogando las penas.

– Eres un cabrón -le dijo calmada.

– Siempre lo he sido.

Antes de colgar, Crystal musitó algo en el dialecto chinook, una costumbre odiosa que sabía que molestaba a Weston. Éste detestaba no entender aquel idioma de galimatías, y aunque seguramente Crystal sólo le llamaba el equivalente a gilipollas en nativo americano, y le preocupaba que pudiera haberle echado una maldición, aunque en realidad no creía en las maldiciones de las tribus indígenas. Sin embargo, se le puso la piel de gallina al colgar el teléfono.

– ¿Problemas con la muchachita? -se burló Harley.

Señor, su hermano podía llegar a ser de lo más irritante.

– No para mí.

Weston cogió el taco, le arrebató a Harley la bola número ocho de los débiles dedos, y se dispuso a tirar de nuevo. No tenía por qué preocuparse por los comentarios de su hermano, por las excéntricas payasadas de su hermana, o por alguna zorra y sus maldiciones. Después de todo, él era Weston Taggert.

Podía hacer todo lo que le saliera de las narices.

Capítulo 15

Su padre estaba borracho.

Otra vez.

Especialmente aquella noche le llevaban los demonios. No podía llegar a comprender el porqué, pero desde la noticia que le había dado Jack sobre el compromiso entre Claire y Harley, Kane tenía ganas de pelea. Rabiaba por pegar un puñetazo contra la pared, contra un tronco o contra la cara engreída de Taggert, y no necesariamente en ese orden.

– Hijo de puta -refunfuñó.

Extendió el brazo para coger las llaves situadas en un cenicero sobre la cómoda. Estaban a mediados de mes y Hampton ya había agotado las botellas de alcohol caro. Durante la última semana y media sólo había ingerido güisqui barato, acompañado de quejas hacia su ex mujer, por comportarse como una zorra egoísta y tramposa al abandonarle estando lisiado y con aquel terco chico a su cargo.

– Tú no sabes ni la mitad, papá -musitó Kane entre dientes mientras abría la ventana.

Oyó la silla de ruedas de su padre rodando por el suelo. El televisor emitía a todo volumen risas generadas tras el monólogo de un presentador en un programa de noche. El sonido traspasaba las delgadas paredes de yeso.

Dios, cómo odiaba Kane aquel lugar. Atrapado con aquel inválido que se negaba a aceptar ayuda de familiares o vecinos que se habían ofrecido. Gente bondadosa de su misma ciudad que asistía a misa regularmente, habían ofrecido a Hampton trabajar en una ferretería, en una fábrica de envasado de pescado, en un almacén de comestibles, incluso en una empresa de seguros. Sin embargo, Hampton Kane, ex talador de árboles, no estaba dispuesto a aceptar su caridad. No, era feliz revolcándose en la miseria, y siempre había considerado que su trabajo de tala era un arte.

La parte delantera de la casa estaba llena de serrín y de esculturas creadas por Hampton. Se trataba de figuras de madera que no se habían vendido y que parecían que estuviesen protegiendo la casa, como centinelas. Osos gruñendo, indios con expresión feroz, vaqueros de piernas arqueadas y con pitillos en la boca, y caballos encabritados con los ojos salvajes y las crines revueltas. Esculpía todas esas figuras en troncos de árboles. Árboles igual que aquel de donde cayó y que le dejó para siempre en una silla de ruedas. Era como si Hampton tuviese su batalla particular con los bosques que rodeaban Chinook y Stone Ulahee. Entre sus enemigos se encontraba todo trozo de madera vieja y todo aquel que llevase el apellido Holland.

La gente que se detenía a ver sus esculturas a menudo pensaba que eran curiosas, y que Hampton era un artista excéntrico, un hombre cuyo carácter rudo se debía a su necesidad interior de expresarle, y no al hecho de que le invadiese el odio. Como si aquello fuera un regalo de Dios en lugar del resultado de ahogar su cerebro en alcohol barato.

Según Kane, todo aquello eran gilipolleces.

La puerta delantera dio un portazo y un minuto después la motosierra de su padre rugió de nuevo. Otro trozo de madera estaba a punto de convertirse en un lobo, un salmón o alguna otra imagen del noroeste. Kane no pensaba salir a averiguarlo. Se puso en pie sobre la repisa de la ventana, subió al tejado y poco después se dejó caer sobre la tierra. No se estaba escapando. No. Su padre ni siquiera le echaría de menos. Simplemente aquella noche no quería darle explicaciones.