Había deseado a Claire. Había fantaseado con ella, con una lujuria que había cegado sus sentidos y con fuego entre sus piernas. Con la rica e inalcanzable hija de Dutch Holland.
Hizo una bola con el viejo periódico, apretándolo con la mano. Mientras tanto, recordaba cuántas noches había permanecido despierto en la cama, intentando diseñar un plan para estar con ella. Ninguno de ellos se materializó en otra cosa que no fuera frustración, sudores, y una erección en el pene que se lo hacía tener tan rígido como un asta de bandera en un día sin viento.
No quería pensar en Claire. Sólo le traía a problemas, y además nunca había sido lo bastante bueno para ella. No. En la adolescencia Claire se había fijado en Harley Taggert, hijo del mayor competidor de su padre. Excepto una vez. Una mañana mágica.
– Diablos -refunfuñó, intentando recordar la imagen de Claire. A pesar de la lluvia, abrió las ventanas, dejando entrar la brisa áspera y húmeda impregnada de la fragancia del océano Pacífico. Tal vez aquel aire frío haría esfumarse los insistentes sentimientos de desprecio y esperanzas perdidas. Sentimientos que se aferraban, como telarañas que no quieren irse, a las cortinas descoloridas y trozos de mobiliario barato de aquel basurero.
Dejó la puerta completamente abierta mientras iba una vez más al Jeep para coger su maletín, el teléfono móvil, el ordenador portátil, y una pinta de güisqui irlandés, cuya etiqueta mostraba la bebida barata que más le gustaba a su padre. Era irónico, él tomando el mismo licor que papá, un hombre al que había detestado, pero después de todo parecía algo normal. Hampton Moran había sido un miserable hijo de puta, esquelético. Después del accidente que le dejó en silla de ruedas, se convirtió en un borracho violento, lleno de autocompasión y de cólera. Ya antes de la caída que le dejó lisiado, bebía demasiado y pegaba a su mujer y a su hijo. Más tarde, cuando sólo quedaba Kane para cuidarle, se redujo a restos amargados de un hombre que buscaba consuelo y alivio en la botella. Black Velvet se convirtió en su mujer favorita, cuando se lo podía permitir; Jack Daniels en un amigo, a veces demasiado caro. Casi siempre alimentaba sus sueños rotos con güisqui irlandés de mala calidad.
No se preguntaba adónde había ido la madre de Kane. No había tenido otra salida. Un hombre rico la había cortejado, le prometió una vida mejor siempre y cuando dejara a Hampton y a su hijo. El tipo no necesitaba al rebelde chico, era equipaje extra; ya había medio criado a dos niños propios. Y a una mujer. Kane nunca supo el nombre de aquel cabrón, pero cada mes, como un reloj, llegaba un sobre por correo, sin carta alguna, con trescientos dólares a nombre de Kane. Hampton, sobrio por primera vez en treinta días, esperaba al cartero, a que Kane se hiciera con el sobre, y le obligaba a cobrar el cheque sin nominar. Papá era generoso. Le daba a Kane cinco dólares, y el resto se lo quedaba él.
– Has oído hablar del dinero manchado de sangre, ¿no, chico? Pues bien, éste es dinero sucio, ganado por tu madre por abrirse de piernas con ese hijo de puta rico. Recuerda eso, Kane: ninguna mujer merece que le entregues tu corazón o tu cartera. Son la escoria del planeta. Putas. Jezabeles -y entonces empezaba a citar las escrituras, mezclando versos que no tenían sentido.
Kane recordó el día en que su madre se marchó.
– Volveré -prometió con lágrimas recorriéndole por las mejillas mientras abrazaba a su hijo, sin desprenderse de él, como si supiera que nunca más le iba a volver a ver-. Volveré para alejarte de él.
Papá dormía, roncando, descansando de la última juerga.
Kane no hizo más que levantar las manos para abrazarla y decirle adiós. Ella entró en un coche grande y negro. Lo conducía un hombre de rostro serio. Kane simplemente la miraba con los ojos acusándola de traidora y de haberle fallado.
– Te lo prometo, cariño. Volveré.
Pero no fue así. Su mentira no era más que otro eslabón en la cadena estropeada de promesas rotas que se habían sucedido en la vida de Kane. No la volvió a ver, y tampoco se preocupó de averiguar qué le había sucedido. Hasta ahora.
Y la verdad duele, duele de verdad.
No se molestó en coger un vaso, simplemente abrió la botella y le pegó un buen trago. Limpió la fórmica con la manga de su abrigo. Encendió el ordenador y se sentó a la mesa de patas metálicas, lugar donde había comido la mayoría de las veces durante los primeros veinte años de su vida. La compañía eléctrica debía de haber reconectado los viejos cables porque la pantalla parpadeó y el portátil hizo sonido de funcionamiento.
Abriendo su maletín, sacó una carpeta, llena de notas, recortes y fotos de la familia Holland. Esparció las fotografías como si fueran las cartas de una baraja. La primera carta boca arriba era el rey de diamantes, el viejo Dutch Holland, patriarca y aspirante a gobernador del Estado. Un hombre que decía ser del pueblo, pero Kane sabía que era tan retorcido como un nudo marinero.
La segunda era la foto de la ex mujer de Dutch, Dominique, todavía una modelo preciosa, pero que vivía fuera del país por entonces. Se supone que sería una buena fuente de información para su búsqueda, siempre y cuando se le ofreciera la cantidad de dinero adecuada. Luego estaban las dos fotos de las dos hijas de los Dutch: Miranda y Tessa. La última foto era de Claire.
Claire estaba metida en aquel asunto, metida hasta el fondo, según Kane.
Kane tensó las mandíbulas cuando miró los dos rostros sin sentimiento, con poses forzadas por algún anónimo aunque caro fotógrafo. Dejó las dos fotografías de Miranda y Tessa, la mayor y menor de las hijas, en la mesa, junto a las de sus padres. Sin embargo examinó la de Claire con más detenimiento. La fotografía le llevó a recordar tiempo atrás. Iba montada a horcajadas sobre un pony, del cual sólo se podía ver la parte trasera y el cuello. Pero Claire aparecía justo en el centro del objetivo de la cámara. Su cámara.
Ojos claros, nariz recta, pómulos claros y rizos sueltos color marrón canela que enmarcaban un rostro ovalado. Dios, era preciosa. Tenía una sonrisa tímida y enigmática, una excitación inocente. Demonios, aún sentía aquella aceleración discreta del pulso cuando pensaba en ella, la chica que lo tenía todo, que le había mirado con desdén y pena.
Pero nunca más.
Ahora las tornas habían cambiado. Él tenía el control. Remordimientos de conciencia salpicaron su cabeza, porque sabía que lo que estaba a punto de hacer podría exponer a Claire a la más absoluta vigilancia. Su vida se pondría del revés y sería sacudida hasta que toda la porquería se destapara. Todos los secretos escondidos se expondrían como los huesos blancos de los cadáveres del desierto.
Muy mal. Si se le dañase… Bueno, era parte de la vida. Las brechas. A veces el dolor no se puede evitar. Un hombre había muerto, había encontrado su lecho de muerte en el fondo del mar hacía años. Y el culpable era alguien que había vivido en la casa de los Holland. Kane estaba dispuesto a averiguar quién había golpeado el cráneo de Harley Taggert y había escondido el crimen durante alrededor de dieciséis años. Tenía razones personales para descubrirlo, razones que iban más allá de la necesidad urgente de ganarse la vida. Una de ellas era la absoluta certeza de que Harley podría no haber sido la única víctima de las mentiras y engaños escondidos bajo la superficie del lago Arrowhead.
Hojeó unas cuantas páginas de sus notas y luego colocó el ordenador delante. Movía los dedos con destreza. Escribió la primera página:
Juego de poder:
El asesinato de Harley Taggert
por
Kane Moran
Pegó otro trago a la botella y empezó a escribir. Incluso aunque el esqueleto de su investigación indagaba discretamente en los secretos de la familia Holland, ése era sólo el principio. Kane se dio cuenta de que antes de que acabara, el asesino de Harley tendría que enfrentarse a los cargos de aquel crimen de hacía dieciséis años. El cabrón de Dutch Holland no tendría ninguna posibilidad de convertirse en gobernador de Oregón, y cada uno de los miembros de la familia Holland, incluida Claire, odiarían a Kane Moran.
Así sería. La vida no era fácil, algo tan cierto como que el infierno no es justo. Había aprendido varias lecciones muy dolorosas hacía años, y Claire había sido una de sus maestras. Poner al descubierto los secretos de la familia Holland sería su venganza y catarsis.
Un nuevo comienzo.
Bebió de nuevo de la botella. Un trago de güisqui le causó ardor en el estómago, y Kane se preguntó por qué, en lugar de sensación de satisfacción, sentía una premonición espantosa, como si inconscientemente diera un paso hacia el infierno.
– No me importa que tengas que besar el feo culo de Moran o llevarle a juicio durante el resto de su vida. Encuentra algo que podamos usar en su contra. ¡Soborna o mata a ese estúpido bastardo con tus propias manos, Murdock! ¡Pero encuentra la manera de sabotear ese maldito libro! -Dutch colgó de golpe el teléfono del coche-. Cretino inútil -refunfuñó, aunque en realidad, Ralph Murdock, su abogado y representante de campaña, era una de las pocas personas en este mundo en las que Benedict Holland confiaba.
Sujetando el puro que llevaba entre los dientes, pisó el acelerador y el Cadillac salió disparado. Los neumáticos derraparon en la estrecha carretera, dejando aquel tramo de árboles. El cuentakilómetros marcaba más de noventa y los abetos, cubiertos de musgo, se convirtieron en una imagen borrosa.
¿Quién iba a pensar que el fantasma de Harley Taggert iba a aparecer ahora, en un momento crítico de su vida? ¿Y quién demonios se pensaba que era Kane Moran, el hombre que escribía la historia sobre la muerte de Harley? La última vez que Dutch le había visto, hacía años, Moran era un crío malhumorado y rencoroso, un gorila metido en problemas con la justicia. De algún modo, había sacado algo de provecho del colegio y se había convertido en un periodista tonto y arriesgado que, debido a alguna maldita herida, había decidido volver a su casa de Oregón para escribir un libro acerca de la muerte de Harley Taggert.
Mientras su coche corría por la montaña, Dutch experimentó de nuevo la tensión en su pecho. La misma vieja sensación de pánico que le recorría cada vez que recordaba al crío de los Taggert morir. En lo más profundo de la oscuridad de su corazón, sospechaba que una de sus hijas había golpeado el cráneo del chico.
¿Cuál de ellas? ¿Cuál de las chicas lo había hecho? La mayor, Miranda, una abogada que trabajaba para la oficina del abogado del distrito, era ambiciosa hasta el punto de convertirse en un defecto, y muy orgullosa. Se parecía tanto a su madre que le espeluznaba. Randa había heredado el pelo fuerte y oscuro de Dominique y sus ojos azules. Había escuchado comentarios acerca de que Miranda era altiva, que por sus venas no corría sangre, pero realmente no era lo bastante fría o estúpida para matar al crío de los Taggert. No, Dutch no lo creía. Randa era muy dueña de sí misma, una mujer que sabía qué quería conseguir en la vida.
Claire, la mediana, era la tranquila, romántica por naturaleza. De niña era torpe, simple en comparación con sus hermanas, pero fue creciendo y Dutch sospechaba que sería una de esas mujeres que mejoran a medida que pasan los años. Cuando murió Harley, se convirtió en una mujer de voz suave y cuerpo atlético. Ella, la mediana, a la que no había prestado nunca mucha atención. Nunca le causó ningún problema, excepto cuando se enamoró de Harley Taggert.
Por último estaba Tessa, la pequeña. Y la rebelde. No había ninguna razón por la que quisiera ver muerto a Taggert. Al menos ninguna que Dutch conociera. La idea le revolvía el estómago.
Hasta hacía poco, a Dutch no le había importado el fallecimiento de Taggert.
Ahora tenía los dedos sudorosos sujetando el volante. Claire, de encantadores ojos y pecas, no era una asesina. No podía serlo. Señor, no era posible. ¿O sí? ¿Qué pasaba con Miranda? Quizá no conocía a su hija mayor tanto como creía.
El sol brillaba bajo las colinas del oeste, cegándole con sus rayos brillantes. Bajó la visera. La carretera se dividió y tomó el camino hacia la pequeña ciudad de Chinook. Se dirigía a la vieja cabaña de nativos americanos que había comprado a un precio muy bajo.
El Cadillac se tambaleó cuando Dutch tomó la curva demasiado rápida, pero apenas lo notó, ya que conducía por en medio de los dos carriles. Una furgoneta que iba en dirección contraria tocó el claxon y patinó sobre la gravilla para evitar el choque.
– Bastardo -refunfuñó Dutch, todavía sumido en sus pensamientos.
Su hija menor, Tessa, era, y siempre había sido, la inconformista de la familia. Era rubia y tenía los ojos azules. A los doce años su cuerpo ya tenía curvas obscenas. Tessa siempre había sido la oveja negra de la familia. Mientras Miranda había intentado agradar, y Claire había pasado inadvertida, Tessa desafiaba a Dutch descarada e intencionadamente cada vez que podía. Sabía que era su favorita. Se rebelaba a cada momento. Un problema, eso es lo que Tessa había sido, pero Dutch no podía creerlo. No creía que fuera una asesina.
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