Tessa miró hacia arriba mientras hablaba un hombre que antes había sido jefe de una tribu indígena. No tenía aspecto de nativo americano. Tenía el pelo grisáceo, casi rapado y piel curtida. Pero al parecer tenía algún tipo de autoridad y hablaba sobre la posición de las tribus y la de Jack y los demás jóvenes en la actualidad. Claire no escuchaba nada más excepto el rugido del mar y el trino de las gaviotas volando y planeando sobre sus cabezas.

Era difícil hacerse a la idea de que Jack hubiese muerto. Alguien tan joven y vital de pronto se había ido.

Claire oyó el ruido de una motocicleta y el pulso se le aceleró. Vio por el rabillo del ojo a Kane aparcando su moto junto a un pino encorvado. Kane permaneció en pie, lejos de la multitud, con las manos en el fondo de los bolsillos de su cazadora de piel y los ojos ocultos tras unas gafas de sol. Tenía la mandíbula tensa y marcada, los labios formando una línea delgada y bien definida, y la vista fija en el horizonte. ¿Cuántos días haría que se había ido de Chinook?

«Me gustaría hacer cualquier cosa y todo lo que pudiera contigo. Me gustaría besarte y tocarte y dormir contigo en mis brazos hasta mañana. Me gustaría recorrer con la lengua tu cuerpo desnudo hasta que te estremecieras de placer, y, más que nada en este mundo, me gustaría hundirme en ti y hacerte el amor durante el resto de mi vida.»

Claire se mordió el labio e intentó no pensar en Kane y en la última ver que se habían visto, la noche en que encontraron el cuerpo de Jack Songbird.

«Créeme, yo nunca, nunca te trataría como te trata el cabrón de Taggert.»

Tessa, de pie junto a Claire, se inclinó hacia su hermana.

– ¿Dónde están los Taggert? -susurró.

– No lo sé -contestó Claire, sorprendida por no haber echado en falta a Harley.

– ¿No crees que deberían estar aquí? Jack trabajaba en la fábrica. -Los ojos azules de Tessa examinaban a la pequeña multitud reunida en aquel risco.

– Weston le despidió aquel día.

– Lo sé, lo sé -musitó Tessa, frunciendo el ceño y deseando estar en cualquier otro lugar.

Su madre le dedicó una mirada de advertencia, colocando el dedo sobre los labios en señal de silencio. Tessa le devolvió la mirada, pero su madre se volvió, como si tuviera algún interés en aquel rito morboso. Los funerales eran deprimentes. Además, Tessa quería ver a Weston. Pensaba que estaría allí y se desilusionó al enterarse de que no había aparecido ninguno de los miembros del clan de los Taggert.

– ¿Cuándo va a acabar esto? -susurró a Miranda, quien en los últimos días parecía más preocupada de lo normal.

Miranda no contestó. Tessa continuó deseando estar en otro lugar. ¿Dónde estaba Weston? Últimamente sentía un malestar que le era conocido. Ojalá Weston no le importase. Verle a escondidas había sido divertido. Arriesgado. No había echado ni una lágrima por perder su virginidad con él, pero tampoco esperaba enamorarse. Weston era demasiado mayor, demasiado sofisticado, demasiado engreído, y Tessa le importaba un carajo. Esto último era lo que más la exasperaba.

Al fin, el jefe de tribu o lo que fuera terminó de hablar y el grupo entonó un dulce cántico. Tessa no podía creerlo. Jack Songbird podía ser nativo americano de pura sangre, pero dudaba que creyese lo más mínimo en el concepto de tribu y cualesquiera que fueran las costumbres indígenas. Se comportaban como si Jack llevara collares y plumas en la cabeza y cabalgara un caballo moteado.

Tras sonar aquellas palabras en un idioma extranjero, todo el mundo se dispersó, la primera Tessa. Se apresuró por el sendero hacia un camino donde todos los coches estaban aparcados. Camiones, jeeps, unos cuantos turismos y un par de furgonetas, todos cerca del Mercedes plateado de Dominique. Tessa subió al lujoso interior mientras el resto de la familia mantenía una pequeña charla con Ruby y Crystal.

A Tessa no le interesaba parecer agradable. ¿Qué podía decirles? Por supuesto que sentía la muerte de Jack. Su muerte tenía que haber sido terrible. Le entraron escalofríos cuando imaginó aquella caída horrible desde el precipicio. Pero no había nada que pudiese hacer. Nada de lo que les dijera cambiaría las cosas. Y sobre todo, no sabía qué decirle a Crystal. Se hundió en el asiento para que la hermana de Jack no la viese. Dentro del coche hacía un bochorno increíble. Apenas se podía respirar. Tessa empezó a sudar mientras miraba de reojo a Crystal. La hermana de Jack la miraba con tal intensidad que daba miedo, fulminándola con la mirada. Por Dios, Crystal daba escalofríos. Nerviosa, Tessa cogió el paquete de cigarrillos que llevaba escondido en el bolso. No, no podía hacerlo. Su madre no sabía que fumaba.

¿Por qué no se iban ya? Desde que Tessa había empezado a verse con Taggert, había sentido la oscura y fulminante mirada de Crystal atravesarle el corazón. Sabía que la india la despreciaba, pero Crystal no tenía ningún derecho sobre Weston.

El problema es que nadie lo tenía.

Las puertas del Mercedes se volvieron a abrir. Dominique se puso tras el volante, al lado de Tessa. Miranda y Claire se colocaron en los asientos traseros.

– Sé que es una terrible pérdida para Ruby -dijo Dominique mientras se secaba los ojos con un pañuelo arrugado. Cogió las llaves del bolso-. Perder a un hijo… En fin, no hay nada peor.

Varios motores se pusieron en marcha mientras Dominique giraba la llave.

– Incluso aunque hayas sufrido una gran pérdida, no es el momento para plantearse cambios de los que uno se pueda arrepentir. -Dirigió el Mercedes hacia el estrecho camino de gravilla.

– ¿Qué tipo de cambios? -preguntó Claire, y Tessa hizo un gesto con los ojos ¿Qué más daba?

– Ruby nos deja -dijo Miranda.

Dominique tensó los labios.

– ¿Nos deja? -repitió Claire.

– Bueno, estoy segura de que cambiará de opinión. -Dominique miró por el espejo retrovisor-. Es sólo que ahora está apenada. En unas cuantas semanas, cuando supere el dolor, se dará cuenta de que necesita la estabilidad que le proporciona trabajar para nosotros. -Suspirando, puso el aire acondicionado-. De todos modos, le voy a ofrecer un aumento, quizás así cambie de opinión.

– No creo que tenga que ver con dinero -se atrevió a decir Claire.

– Claro que no, en este momento. Pero cuando los Songbird vuelvan a la normalidad, Ruby tendrá toda una vida por delante, una hija en la que pensar. Crystal quiere ir a la universidad, y no es barata, lo sabes. -Puso el intermitente al incorporarse a la carretera-. Ruby volverá.

A Tessa le importaba un pito. Ruby era como un grano en el culo, siempre mangoneando a todo el mundo. A Tessa le fastidiaba que, aunque fuese su trabajo, una empleada, una criada, pensase que le podía decir lo que tenía que hacer. En su opinión, la familia estaba mejor sin Ruby Songbird y sus ojos oscuros y condenatorios. Lo que le había sucedido a Jack era horrible, parecía un tipo agradable, pero Tessa no iba a alterar su vida sólo porque él hubiese muerto.

– Oh, Señor. ¿Y ahora qué? -susurró Dominique, frenando a la vez que una moto les pasaba por el lado.

La moto se convirtió en una mancha negra y plateada. Su conductor adelantó al coche a gran velocidad, sin importable que en sentido contrario circulase un camión.

– ¡Dios! -grito Claire, poniéndose la manos en la cara-. Kane…

– ¿Ése era el hijo de los Moran? -preguntó Dominique, con una mano sobre el pecho-. Pensaba que tenía más sentido común, pero, en fin, ¿por qué debería tenerlo?

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Claire, con los ojos completamente abiertos.

Tessa miró a su madre.

– Ese demonio no tiene educación. Su padre es un borracho, y su madre le abandonó. -Dominique miró a la carretera y soltó el freno-. Si no se anda con cuidado no vivirá para cumplir los veinte años.

– ¡No digas eso! -Claire observó la motocicleta hasta que desapareció.

– ¿Y a ti qué más te da? -preguntó Tessa con curiosidad.

– Me da igual, pero sé que era un buen amigo de Jack Songbird.

– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo sabes?

– Les vi juntos y… -Claire dudó un instante-. Me lo dijo.

– ¿Cuándo?

– No me acuerdo.

– ¿Le conoces? -preguntó Tessa, incrédula. Se inclinó hacia atrás para mirar el pálido rostro de Claire. ¿Qué estaba sucediendo?

– Sí.

– ¿Cómo de bien?

Claire y Tessa cruzaron sus miradas.

– Bastante bien -contestó, y se volvió para mirar por la ventana de nuevo-. Bastante bien.


Tres días después del funeral de Jack, Miranda miró el calendario. Algo iba mal. No era posible que el período se le retrasase. No podía ser. Había tenido cuidado y Hunter también. Rara vez habían hecho el amor sin utilizar preservativo. Contó los días en las páginas del calendario y se dio cuenta de que no llevaba tres días de retraso, sino diez. Sintió la realidad en sus entrañas: estaba embarazada.

Con piernas temblorosas, se sentó en la mesa del escritorio. Aquello no podía estar sucediendo, a ella no, no a la chica que había planeado su vida tan detenidamente. Apretó los puños y pensó en el bebé… Un bebé, por el amor de Dios. No se trataba solamente de la vergüenza de estar embarazada, sino también todo lo que conllevaba tener que criar a un hijo. El hijo de Hunter. Reposó la cabeza en las manos y notó que el cráneo le pesaba increíblemente.

– Ayúdame -susurró.

¿Qué pasaría con la universidad? ¿Con sus sueños de ser abogada?

Las lágrimas le ardían en los ojos, pero se negó a llorar. Había una nueva personita en la que pensar, una parte de ella y otra parte de Hunter. Un diminuto ser humano estaba creciendo en su interior. ¡Un bebé! Relajó las manos, se frotó el abdomen liso, y, sin poder reprimir el llanto, dio rienda suelta a las fantasías de casarse con Hunter, tener el bebé y seguir yendo a clase. Así pues, tendría que trabajar, y los sueños de Hunter de tener un racho propio deberían esperar. Pero no por tener un niño significaba que fuese el fin del mundo.

No, de hecho, podría ser sólo el principio.

Sin embargo, Miranda estaba muerta de miedo. Debería comprar un test de embarazo y si daba positivo pedir cita en el hospital del condado para averiguar si realmente se trataba de una falsa alarma. Después le daría la noticia a Hunter. ¿Cómo se lo tomaría?, se preguntaba, aunque conocía sus sentimientos hacia sus padre, bueno, padrastro, en realidad.

Hunter Riley no era el hijo biológico de Dan, a pesar de lo que todo el mundo creía. No, Dan Riley se había casado con la madre de Hunter cuando éste apenas tenía dos años. Hunter no recordaba ningún otro hombre en su vida y Dan no le había tratado jamás de modo diferente al que se trata a un hijo de la misma sangre.

Hunter le había confesado a Miranda que no creía que tuviese otro padre, que ningún hombre podría arrebatar el puesto a Dan. Por tanto, nunca había intentado averiguar quién había dejado embarazada a su madre. Su madre había guardado aquel secreto hasta el día de su muerte. Cuando Hunter estaba a punto de cumplir su duodécimo cumpleaños, un cáncer de ovarios se la llevó. En su funeral, en una pequeña iglesia presbiteriana a las afueras de la ciudad, Hunter, en cierta manera, esperaba que algún tipo de edad media se le acercase y le dijera que era su padre biológico, pero nada de aquello sucedió y, aparentemente, el padre real de Hunter no sabía ni que existía o quizá le importase un bledo. De cualquier modo, a Hunter le daba igual.

Miranda se puso en pie, se acercó a la ventana y la abrió lo suficiente para dejar que entrara la brisa. Le sobrevino el aroma a rosas y a madreselva.

¿Y si Hunter no quería casarse con ella? ¿Y si sus sueños eran más importantes que ella, más importantes que tener un hijo de su misma sangre? ¿Y si insistía en que abortase? Se sujetó en la ventana para no caerse. Tragó saliva y se dio cuenta de que sabía muy poco acerca de Hunter, demasiado poco como para pensar en matrimonio.

Sin embargo, le amaba. Todo se solucionaría; siempre se acababa solucionando. Se acarició el vientre y sonrió. Aunque sonase sensiblero, tal vez lo que necesitaban era un niño.


– ¿Qué es esto? -preguntó Paige, con los ojos abiertos mirando el regalo envuelto en un gran lazo color rosa que le entregó Kendall.

– Una sorpresa.

– Pero no es mi cumpleaños ni Navidad ni nada.

– Ya lo sé -dijo Kendall mientras se sentaba en una silla situada junto al escritorio y descansando los dedos sobre las rodillas-. Simplemente vi algo y pensé que te gustaría. Venga. Ábrelo.

Paige mostró una sonrisa patética, tan patética como su empalagosa habitación, que tenía una cama con dosel a juego con el armario, tocador y escritorio. Los muebles eran de color blanco con rebordes dorados, y estampados con rosas y cuadros. Qué rara era esa chica.