Sonriendo de oreja a oreja, Paige rompió el envoltorio, dejando a un lado el lazo y el papel de envolver. Abrió la caja y en el interior vio el premio: una pulsera de plata con un colgante en forma de gato de cola rizada.
– Oh… -susurró, cogiendo aquella maldita cosa. Se la acercó a los ojos para verla mejor, mientras el minino se balanceaba rítmicamente frente a su nariz.
Por un instante Kendall pensó que aquella cría penosa se había hipnotizado.
– Es precioso.
– No es nada.
– Oh, no, Kendall -comentó Paige, aferrándose a la pulsera como si estuviera hecha de diamantes y llevándose la mano al pecho-. Es lo más bonito que nadie me ha regalado jamás.
– Sólo es una pulsera.
Paige sacudió la cabeza y tragó saliva. Parpadeó y las lágrimas le empañaron los ojos.
– Es mucho más que eso. Gracias.
– No me des las gracias, sólo sé feliz con ello -dijo Kendall, aunque en realidad estaba pensando en la extraña reacción de la cría.
¿Nadie había sido amable con ella? La hija de Neal Taggert, la única que llevaba una horrible ortodoncia y a la que habían operado de rinoplastia para mejorar su belleza, debía ser una consentida. Seguramente le habían hecho montones de regalos a lo largo de los años.
– Este regalo es especial porque me lo haces tú -explicó Paige, mientras se colocaba la cadena alrededor de la carnosa muñeca y abrochaba el cierre-. No porque me lo hayas hecho por obligación, sino porque has querido.
Kendall se sintió peor que nunca. Esperaba asegurarse la lealtad de Paige, por supuesto, pero no quería romperle el corazón a la pequeña. El peso de la culpa le vino encima.
– No es para tanto.
Los ojos de Paige rebosaban admiración.
– Ojalá llegases a ser mi cuñada, en lugar de esa estúpida Holland -dijo, como si pudiese leerle la mente.
Tal vez la niña fuese más lista de lo que parecía.
– Yo también lo deseo, pero no hay mucho que pueda hacer. Harley la quiere a ella.
– Harley es idiota.
– Tú ya sabes que yo le quiero.
– Lo sé -Paige asintió con la cabeza. Los mechones de su cabello lacio se movieron rozando su espalda-. Y Claire no le quiere como tú.
– No podría. -Kendall recorrió con el dedo el borde del escritorio, a lo largo de la franja doraba-. Si pudiera convencerle… lo haría, pero, créeme, lo he intentado todo.
– Sólo necesita pasar más tiempo contigo y menos con ella. -Paige se acercó al espejo y examinó la pulsera en el reflejo, contemplando el gato de plata danzando a la luz del sol-. Ojalá ella desapareciera.
– Eso no va a suceder. -Kendall suspiró ansiosamente.
– Entonces desearía que tuviese el mismo accidente que ha tenido Jack.
– ¿Jack Songbird? -Kendall sintió un escalofrío por la espalda tan helado como la muerte. A veces la hermana pequeña de Harley podía ser escalofriante.
– Sí. -Paige elevó los ojos y se encontró con la mirada horrorizada de Kendall en el espejo-. Ha muerto.
– Lo sé.
– Ya no molestará a nadie nunca más.
– Yo no creía… quiero decir, no creo que molestase a nadie.
– Robaba en la fábrica.
– ¿Qué?
Kendall contrajo el pecho. Esperaba conducir aquella conversación de nuevo al tema de Claire, para sugerirle a Paige que la espiara un poco, o que hablase con la estúpida de su hermana pequeña para sacar algún trapo sucio. Nadie podía ser tan moralmente perfecta como fingía ser Claire Holland. Sin embargo, la conversación había tomado un nuevo y peligroso giro. Con preocupación, Kendall se humedeció los labios y se preguntó cómo podía cambiar de tema cuanto antes. Paige no sólo, era una psicótica.
– Así que Dios castigó a Jack por robar dinero a papá.
– No creerás eso.
Kendall estaba aterrorizada.
– ¿Por qué no? Es lo que nos enseñan en catequesis. Y de todos modos todo el mundo muere algún día. -Paige inclinó la cabeza y examinó el techo-. Sí, creo que sería una buena idea que Claire muriera.
– Ella no va a morir. Tiene diecisiete años, por el amor de Dios. Las personas no mueren a esa edad.
– Jack sí -dij o Paige tranquilamente mientras extendía los brazos y agarraba su peluche preferido, un panda enorme de ojos tristes-. Bueno, él era un poco mayor, pero no mucho. -Miro de nuevo el diminuto gato con ojos que hicieron estremecer a Kendall. Paige paso la mano por la cabeza del oso-. Claire podría morir, también, ya lo sabes. -Hizo un gesto de asentimiento-. Sólo tienes que desearlo lo suficiente y rezar mucho.
Capítulo 17
Weston encendió el mechero, prendió un cigarrillo y se preguntó por qué había accedido a reunirse en mitad de la noche con Tessa en aquel lugar, a un tiro de piedra de casa de los Holland. Era como si la chica tentase al destino, atreviéndose cada vez más con cada una de sus citas clandestinas. Debería romper con ella, era algo excéntrica para él, pero le gustaba la idea de beneficiarse a una de las hijas de Dutch, incluso aunque no fuera la que él realmente deseaba.
Caminó por la orilla del lago, oculto tras el seto que iba desde el extremo del garaje hasta el embarcadero. La piel se le puso de gallina al sentirse observado por unos ojos ocultos.
Una telaraña de nubes ocultaba la luna, dejando traspasar una luz tenue. Sin embargo, podía ver el contorno de la casa rodeada por árboles, el garaje, el jardín y senderos de piedra, los cuales tomaban diversas direcciones entre los pinos y abetos. La superficie del lago era lisa, reflejaba la oscuridad como si fuera un espejo. Escuchó el sonido de aleteo de murciélagos sobre su cabeza. Miró el reloj. Tessa llegaba tarde. Señor, aquello era un error.
Justo en aquel momento escuchó pisadas ligeras y apresuradas. Apretó el pitillo. Miró con ojos de miope por entre las ramas del seto y vio acercarse a una mujer, rozando las piedras con pies descalzos. Se dispuso a llamarla. Abrió la boca, pero no dijo nada. Quien corría en mitad de la noche no era Tessa, sino su hermana mayor, Miranda.
Tenía el pelo oscuro y largo recogido en una cinta de color blanco y respiraba con dificultad.
A Weston le empezó a latir el corazón a toda velocidad, y notó como si la boca se le llenase de algodón. Miranda llevaba un vestido de gasa color blanco, tal vez un camisón, que hacía ondas y dejaba a la vista sus piernas delgadas.
Tras escuchar un pequeño silbido, Miranda se detuvo, y luego se apresuró camino abajo en dirección al lago.
Weston no puedo evitarlo. La siguió. Moviéndose entre los árboles, observaba las formas del vestido transparente en la oscuridad. Se encontraba a muy poca distancia de ella, e intentaba reprimir el deseo que le palpitaba en las sienes. Dios, qué preciosa era. Miranda se detuvo en la playa, con la luz de la luna sobre el rostro.
Weston se detuvo tras un abeto. Tragó saliva. Apareció un hombre musculoso y alto, el cual, sin mediar palabra, agarró a Miranda y la besó larga y apasionadamente. Ella gimió. A Weston le hervía la sangre.
Reconoció a aquel tipo. Era Hunter Riley, el hijo del maldito portero. Vestido con unos vaqueros que casi le arrastraban, besó a Miranda hasta que las piernas se le doblaron y cayó sobre la arena.
– Randa -musitó Riley, desabrochándole los botones de la parte delantera del vestido-. Mi bella Miranda.
Con el vestido abierto, los pechos exuberantes y desnudos quedaron al descubierto. Weston tuvo una erección, e hizo lo posible para no empezar a tocarse a sí mismo.
Como un mirón enfermo, vio cómo Hunter acariciaba y besaba aquellos senos, chupándolos mientras gemía de profunda satisfacción. ¡Cabrón! Quién era él. Un don nadie. Sin embargo, estaba tocando a la mujer que Weston no podía poseer.
Riley le arrancó el vestido y Weston tuvo que apretar los dientes para no gemir. Poco a poco, las largas y flexibles piernas de Miranda se destaparon. Weston pudo distinguir, bajo la luz de la luna, el glorioso nido de rizos morenos situado sobre los muslos. Riley arrimó la cabeza a su abdomen. Miranda le pasaba los dedos por el pelo mientras él continuaba bajando, lamiendo, palpando. La respiración de Weston se hizo más profunda. Debía dejar de mirar, apartar los ojos de aquella imagen erótica. Pero no podía. Se bajó la cremallera y se hurgó en los calzoncillos. Allá encontró su pene completamente erecto. Deseó ser él quien estuviese montando aquel pedazo de carne caliente que era Miranda Holland.
Hunter se quitó los vaqueros y separó las piernas de Miranda. Weston se mordió la lengua con fuerza para no gritar.
Los sonidos que emitía la pareja eran suaves y excitados. Miranda se agarraba a su amante, inclinándose hacia él, haciéndole el amor como aquel animal puramente sexual que Weston siempre había pensado que era. Weston siguió moviendo los dedos, cada vez más rápido, incluso en el momento en que Hunter echó la cabeza hacia atrás y exclamó un grito prolongado de victoria.
Weston se apartó para que no le vieran. Riley, sudando como un cerdo, cayó sobre Miranda, apretándola, aplastándole aquellos magníficos pechos. Le susurró algo al oído y luego levantó la cabeza un instante. Sus ojos, negros en la oscuridad, parecían estar mirando directamente a Weston. Era imposible, por supuesto, no podían verle entre las sombras de los abetos. Sin embargo, era como si Riley le estuviese mirando.
Weston aguantó la respiración. Gotas de sudor le recorrieron el cuello. Apartó la mano de los calzoncillos.
Miranda dijo algo y Hunter volvió a dirigir la atención a aquella preciosa mujer de piernas largas que tenía bajo él.
Mientras Weston volvía sendero arriba, el deseo le palpitaba en el cerebro. Tropezó una vez, chocando con el pie en una maraña de raíces, se arañó el rostro con las agujas de un abeto, pero finalmente encontró el camino de vuelta al embarcadero.
El corazón casi se le detiene al ver a Tessa al borde del embarcadero, con los pies rozando el agua, a menos de doscientos metros del lugar donde yacía el cuerpo desnudo de su hermana.
Cuando Weston se acercó, Tessa se volvió. Weston notó restos de lágrimas en sus ojos.
– ¿Has disfrutado del espectáculo? -le preguntó. Su voz era un susurro áspero que probablemente resonó en todo el lago.
– Salgamos de aquí.
– ¿A ti qué te pasa? -exigió-. ¿Por qué sigues viéndome cuando lo que de verdad deseas es estar con ella?
– ¿Con quién?
Tessa se apartó el pelo de la cara.
– No te hagas el tonto. Tengo ojos, ¿sabes? Por eso sé que deseas a Miranda. Ojalá entendiera tu fascinación hacia ella.
Weston no discutió ni Tessa rompió a llorar.
– Está enamorada de Hunter, ¿sabes? -Poniéndose en pie, se sacudió las manos y se limpió cualquier rastro de lágrimas que le quedase en el rostro. Si tenía algo, era orgullo-. No sé por qué, pero Miranda piensa que el cielo, la tierra y las estrellas giran en torno a él. -Se frotó la nariz con el dorso de la mano y se puso derecha. Cuando Weston intentó tocarla, se apartó de él rápidamente, a punto de caerse en el agua-. ¿Quién lo habría pensado? La princesa de hielo es la princesa del fuego para el hijo del portero. -Dedicó una fría sonrisa a Weston mientras le miraba fijamente-. Duele, ¿verdad?
– Tessa -le dijo, rodeándola por la cintura.
Le apartó la mano.
– No me toques -rechistó, echándose hacia atrás y dándole una bofetada. Zas. El sonido resonó en el agua-. No me vas a utilizar como a una puta de dos dólares. Vete con Crystal, si lo único que quieres es un revolcón rápido.
Weston enfureció.
– Eh, espera un momento -ordenó, asiéndola por la pequeña cintura.
¿Qué estaba sucediendo? Tessa, que siempre había estado tan dispuesta a complacerle, de pronto se estaba volviendo contra él, mostrándole más pasión de la que había visto en semanas. Weston la arrastró a lo largo de la orilla del lago, por un camino situado lejos de Miranda, lejos de su casa.
– ¡Suéltame, cabrón! -Tessa escarbó en la tierra y se agarró a una raíz. Con un sonoro desgarrón, la blusa se le enganchó a una rama y se le rompió.
– ¿Por qué?
– ¡Porque se acabó!
Tessa forcejeaba y Weston la agarró con más fuerza, a la vez que sentía un calor en la ingle provocado por la pelea.
– Se acabará cuando yo lo diga.
– Déjame en paz, Weston, o te juro…
Le tapó la boca con la mano y sintió cómo Tessa le hundía los dientes en la palma. Pero ni se inmutó. La dejó esforzarse tanto como quiso. Ahora era suya. La ira hacía crecer la pasión en Weston. La furia le provocó una erección. El pene le ardía. Tessa estaba asustada, podía sentir el cambio de su cuerpo, la tensión. El olor del miedo le llegó a los orificios de la nariz. Weston creyó que iba a correrse en los pantalones.
– ¿No sabes que conmigo nadie juega, Tessa? ¿Aún no te has dado cuenta?
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