– Clatskanie o algo así -murmuró Weston, fastidiado. ¿A quién demonios le importaba Jack Songbird? El tío era un rufián, un ladrón de poca monta y un vándalo. El mundo, en especial Chinook, en Oregón, estaba mejor sin él. Weston juntó las manos, apretándose los nudillos-. Si tanto te importan las apariencias, deberías haber ido a su funeral.

– No, tú deberías haber ido. Yo estaba en la convención de Baton Rouge.

– Con Dutch Holland.

Neal hizo una mueca.

– Sí, ese viejo pesado estaba allí, intentando robarme mis cuentas. Me pone enfermo pensar que una de sus hijas tenga las garras puestas en mi hijo. -Suspiró en voz alta. Miró directamente a los ojos de su hijo mayor-. Harley siempre ha sido un problema.

– Papá…

– Calla, Weston. No te estoy diciendo nada que no sepas. Esperaba que creciera y se volviera más fuerte. Pero supongo que eso no va a suceder. -La decepción empañó sus ojos-. Ya lo sabes. Tú eras muy difícil de igualar. Intento recordándomelo día a día. Supongo que tendría que haber tenido más hijos.

– ¿Con mamá?

Neal estrechó ligeramente los ojos.

– Pues claro que con tu madre. ¿Con quién si no?

– Dímelo tú.

– Aún crees en ese rumor que dice que tengo un montón de hijos bastardos por ahí esparcidos, ¿no?

– Sólo uno.

– Olvídalo, Weston. Tú eres mi preferido. Eres mi primogénito. Eso es especial, y lo sabes. -Golpeó con los nudillos el escritorio de Weston y a continuación se dirigió hacia la puerta. De repente, tenía el aspecto de un anciano-. No te olvides de darle a Harley mi mensaje. Tal vez si viene de ti se lo creerá.

– Y tal vez no.

– Entonces es que no es tan listo como creía. -Neal dudó un segundo-. ¿Sabes?, cuando tienes un hijo, un recién nacido, la esperanza y el orgullo te llenan. Sabes que se va a convertir en el mejor hombre que jamás haya habido en la tierra. Más tarde, a medida que pasan los años y ves que la decepción y la preocupación se acumula, simplemente esperas a que se las apañe. Con Harley… -Se encogió de hombros-. No sé, sencillamente no sé.

Neal salió de la oficina, cerrando la puerta, y Weston, sonriendo para sus adentros, se recostó en la silla hasta que los viejos muelles chirriaron. Había estado haciéndolo todo al revés, y se maldijo por haber sido tan tonto. Había estado intentando ayudar a Harley cuando era su mayor rival.

Lo cierto era que Weston iba a heredar la mayor parte del patrimonio de su padre, pero en el testamento existían disposiciones que hacían referencia a Mikki, Harley, Paige y cualquier otro niño que Neal hubiese engendrado, fuese legítimo o no.

Si Harley se casaba con Claire, renunciaría a su trozo de fortuna, la mayor parte de la cual iría a parar a Weston. Neal había dejado bastante claro que sus hijos iban a heredar el negocio y a hacerse cargo de él. Si Harley, muy oportunamente, renunciase, entonces Weston se quedaría a cargo de todo: los terrenos, el aserradero, las operaciones de explotación forestal.

Sonrió de oreja a oreja, entusiasmado. ¿Por qué demonios estaba intentando dejar embarazada a Kendall si aquello favorecía a su hermano? Lo mejor era que Harley se casase con Claire. Cuando su viejo la palmara, se lo dejaría todo a Weston, excepto la casa y una mísera pensión mensual para su madre y Paige. Sintió vergüenza ajena al pensar en su hermana pequeña. La fea Paige. La rara Paige. Paige, lo bastante extraña para terminar en alguna institución mental cuyas paredes estuviesen pintadas con colores pastel. Todo lo que Weston tenía que hacer era encontrar algún psicólogo atrevido que necesitara algún dinero extra. Así, Paige pasaría el resto de sus días paseando por caminos con árboles imponentes y estanques relajantes con lirios flotantes. Estaría encerrada de por vida tras puertas de acero.

Por supuesto, antes tenía que morir su padre, pero era sólo una cuestión de tiempo. Neal Taggert podía sufrir un ataque al corazón de un momento a otro. El médico se lo había advertido una y otra vez. Todo lo que Weston debía hacer era ser paciente. Y dejar de verse con Kendall. Esto último no sería difícil.

Evitar a las Holland no le resultaría tan fácil. No le importaba demasiado que Tessa le hubiese rechazado y que no le devolviese las llamadas. Pero cuanto más veía a Miranda más la deseaba, algo que era sencillamente estúpido. Ella sólo significaba problemas, una mujer a la que había que evitar a toda costa. Además, Miranda nunca había escondido el hecho de que detestaba a Weston. Incluso Tessa había reconocido que Miranda se había enfadado al averiguar que su hermana pequeña estaba viéndose con él.

¿Y a ella qué le importaba? ¿Se había opuesto a que Tessa saliese con él, o es que estaba, de manera inconsciente, celosa? La sangre se le calentó ligeramente. Tal vez Miranda poseía una parte alocada que no podía controlar, un ansia por lo prohibido. Dios, cada vez que recordaba sus caderas enterradas en la arena aquella noche… Cerró los puños con tal fuerza que los nudillos se le quedaron blancos.

¿Pero por qué Riley? No era nadie, era un holgazán, el hijastro de un maldito portero. Por alguna razón a Miranda le gustaba juntarse con gente de clase baja, no le daba miedo dar un paseo por el lado salvaje.

Por otro lado estaba Tessa. Aún tenía que pensar la manera de encargarse de ella. Si Tessa hablase más de la cuenta, cumpliendo así sus amenazas, la vida de Weston, tal y como la conocía, podría terminarse.

Si fuese listo, se olvidaría de las Holland y volvería a la universidad antes de cometer más errores. Su violencia iba en aumento. Notó cómo le brotaba la adrenalina. Presintió una nueva situación, y supo que estaba caminando por terreno peligroso. Debía parar. Ya. Pero no soportaba la idea de renunciar a Miranda. Sólo una noche, es todo lo que quería, una noche para demostrarle lo que era sexo hedonístico, animal y apasionado. El tipo de sexo que dejaba la cabeza atontada durante horas y las sábanas arrugadas durante días.

Nervioso, jugueteaba con el bolígrafo, mientras el aire acondicionado se apagaba con un silbido final. Weston consideraba a Riley, le conociese o no, su rival, un hombre que debía andarse con cuidado. Estaba prácticamente seguro de que los motivos de Riley no eran del todo honestos. Aquel tipo tenía un pasado misterioso, ni siquiera era el hijo natural del portero. ¿Quién sería el padre real de aquel bastardo?, se preguntaba Weston, mientras daba vueltas en la silla y miraba a la nada. Una idea le sobrevino al corazón, dejándole tan helado como la misma muerte. Se preguntó si Hunter podría ser el hijo bastardo perdido de Neal. Pero era de locos, ¿no? Aquella paranoia constante se deslizaba por su sangre.

Le llevaría mucho tiempo descubrir la verdad, ya que, durante las últimas semanas, desde que su obsesión por Miranda había ido en aumento, convirtiéndose en algo más que en un interés pasajero, Weston había hecho algunas averiguaciones por su cuenta. Había descubierto que Riley escondía en el armario mucho más que secretos de familia. Era sólo cuestión de tiempo poder demostrar que aquel hijo de puta era un impostor.

Weston se conformaba con ser paciente. Creía en el viejo dicho de que la cosas buenas les suceden a aquellos que esperan. Bien, Weston estaba dispuesto a esperar mucho, mucho tiempo, con tal de saber que, al final, conseguiría saborear un pedacito de Miranda Holland.

– ¿Señor Taggert? -La voz de su secretaria interrumpió sus pensamientos.

– ¿Sí?

– La señorita Forsythe por la línea dos.

Weston sintió una sensación cálida de satisfacción. Eraa hora de romper con Kendall. Qué pena.

– Enseguida estoy con ella -dijo.

A continuación conectó la alarma del reloj para que sonase a los dos minutos. Kendall, la zorra fría e inanimada, podía esperar.

Capítulo 18

Miranda rodeó con los dedos la botella de vitaminas para embarazadas que le habían entregado en la clínica. No cabía duda, estaba embarazada. El doctor y una prueba de embarazo confirmaron lo que ya sospechaba. Ahora tenía que decírselo a Hunter. Oh, Dios. ¿Y si él no quería al bebé? Las lágrimas empañaron su visión al subirse al coche. ¿Qué le iba a decir? ¿Y a sus padres? ¿Y a Claire y Tessa?

Ella, que siempre había tenido el control, que había planeado su vida desde que tenía doce años de edad, que había intentado con tanto ahínco que su familia se sintiese orgullosa.

Embarazada.

– Recuerda: no es el fin del mundo, sino el principio -se dijo una vez más, mientras encendía la radio y bajaba la ventanilla del coche.

Pulsó los botones del aparato hasta que encontró una emisora donde sonaba una melodía blues de Bonnie Raitt. Condujo en dirección a Stone Illahee. El aire cálido le soplaba sobre el pelo. Al pasar cerca de una playa pública, sintió el impulso de apartarse de la carretera. Se quitó los zapatos, dejó las vitaminas en el coche y caminó descalza por la arena. Las dunas dieron paso a una playa plana y desierta. Poco después se encontró cerca del océano, sintiendo la marea congelada rozándole los pies. Caminaba esquivando medusas transparentes, restos dentados de cangrejos y almejas vacías. Las gaviotas grises continuaban merodeando, esperando conseguir otro pedazo de alimento. En el horizonte había unos cuantos barcos de pesca balanceándose sobre el mar.

Encontró un tronco hundido en la arena seca. Tenía un extremo ennegrecido, restos de alguna fogata, el otro extremo estaba casi totalmente enterrado. ¿Iría allí, en un futuro, con su hijo o hija, a construir castillos de arena, perseguir las olas o lanzar un platillo que recogiera un cachorro juguetón?

¿Se casaría con Hunter?

Sentada en el tronco, juntó las manos. Estaba tan perdida en sus propios pensamientos que no se dio cuenta de que no estaba sola hasta que una sombra le cubrió los hombros.

Sobresaltada, se volvió rápidamente y casi le dio algo al ver quién era.

– Pensé que era tu coche -dijo Weston Taggert, de cuclillas, situándose a su altura.

– ¿Qué es lo que quieres? -Era la última persona a la que quería ver.

– Compañía.

– Cómprate un perro.

Weston elevó las cejas.

– ¿Un mal día?

– Y ahora ha empeorado.

Empezó a levantarse, pero Weston la cogió de la mano.

– ¿Qué bicho te ha picado? -dijo Weston.

– El sentido común. -Miranda apartó la mano, se colgó las sandalias de los dedos y empezó a caminar hacia el coche.

– ¿Qué te he hecho?

Miranda se puso derecha, y aunque sabía que no debía picar el anzuelo, se volvió, sacudiendo los granos de arena bajo los pies.

– He notado cómo me miras y me repugna -dijo, recordando las miradas lascivas que Weston le dedicaba cuando ambos asistían aún al instituto-. Oí algunas bromas que gastaste a mi costa, y, lo peor de todo, has estado engañando a mi hermana, saliendo con ella a la vez que con mi amiga.

– ¿Amiga?

– Crystal. ¿Te acuerdas de ella?

– No mucho.

Miranda enrojeció.

– Déjalas en paz.

– ¿Es una amenaza? -le preguntó, como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

– Tómatelo como quieras, Weston, pero ¿por qué no le haces un favor a todo el mundo y te vuelves ya a la universidad?

– ¿Por qué?

– No me gusta cómo tratas a Tessa, ¿vale?

– Quizás a ti te tratase mejor.

Pasmada, Miranda se quedó un instante en silencio. Cuando fue consciente de lo que Weston estaba insinuando se sintió fatal por dentro.

– Vete al diablo.

– Prefieres que siga saliendo con Tessa, entonces.

– Prefiero que te mueras. -Retomó el paso, de nuevo en dirección al coche. La arena caliente se apiñaba entre sus dedos desnudos. ¡Qué caradura era aquel chico! Tenía la misma moralidad que un perro callejero.

– ¿Miranda?

No se volvió, no quería perder más el tiempo con él.

– Creo que esto es tuyo.

– ¡¿Qué?!

Miró por encima del hombro y vio volar una botella por el aire. Con una sensación espeluznante, antes de coger el frasco con las manos, se dio cuenta de que Weston había encontrado las vitaminas. Sabía lo de su embarazo.

– Felicidades.

A Miranda le entraron ganas de vomitar.

– Sabes, si Riley no se toma bien la noticia, siempre puedes venir a verme. -Su sonrisa reflejaba pura maldad-. Yo te convertiría en una mujer de verdad.

– Antes prefiero morirme.

Llegó al coche y arrojó la botella de pastillas por la ventana del copiloto. A continuación se colocó detrás del volante. Tenía un nudo en el estómago, la boca llena de saliva, pero no pensaba darle la satisfacción de verla vomitar. De ninguna manera. Arrancó el coche. Las ruedas chirriaron y se incorporó a la carretera. Aceleró y no se detuvo hasta que dobló la esquina y entró en un camino privado. Allí abrió la puerta y echó todo lo que tenía en el estómago sobre la cuneta cubierta de hierbajos secos y botellas de cerveza vacías.