– Es tu cuerpo -dijo Miranda.

Pero tenía su mente a miles de kilómetros. ¿Se había ido? ¿Hunter se había marchado? «No me lo creo. Está mintiendo. Tiene que estar mintiendo. ¿Pero por qué?» Le invadieron las dudas. «Confía en Hunter. Le quieres. No puedes dudar de él.» Tenía que haber algún tipo de error.

– O estás mintiendo o tu información no es correcta.

– No creo. ¿Qué pasa, Miranda? ¿Tan perfecta eres que ningún hombre puede dejarte?

– No, pero…

– Si no me crees, pregúntale a Dan -dijo Tessa, sin refunfuñar. Retiró la vista, evitando mirar fijamente a Miranda, y recorrió con los dedos una mesa, limpiando la fina capa de polvo acumulada a lo largo del año, justo el tiempo que hacía desde que su madre había abandonado el arte-. Creo que es verdad porque noté que Dan estaba triste. Realmente triste. Intentó no demostrarlo, por el bien de mamá, pero algo raro está sucediendo, Miranda, y sea lo que sea no es nada bueno.

El bebé. Todo aquello era a causa del bebé. Hunter seguramente había ido a buscar trabajo o algo… Tal vez por su mente rondaban todo tipo de ideas. Pero llamaría, y volvería, y todo se solucionaría. A no ser que estuviera huyendo. Oh señor, no, por favor. No sería capaz de dejarla sola y embarazada. No podía. Miranda dejó a Tessa sentada en la repisa de la ventana, mientras presentía nubes de tormenta procedentes del Pacífico. Sintió un tremendo escalofrío, como si el mismo diablo la hubiese señalado y estuviera recorriéndole el cuerpo.

Capítulo 19

– Es cierto. Se ha marchado. Sin siquiera despedirse. -Dan Riley estaba apoyado en el rastrillo y trataba de no mirar a Miranda a los ojos. Era un hombre enjuto y fuerte, con el pelo rapado, canoso y fino. Tenía los dientes amarillentos debido al consumo de cigarrillos y café durante años. Se quitó la gorra de béisbol que llevaba y se frotó la arrugada nuca en señal de frustración-. Siempre supe que ese día llegaría, el día en que Hunter se marcharía. Pero no esperaba que fuese así. -Sus ojos cansados se cruzaron con los de Miranda. A continuación, apartó la vista con rapidez, como si estuviera avergonzado, como si supiera o sospechara algo-. Ojalá supiera por qué. ¿Por qué no me lo dijo antes?

«Porque estaba asustado, asustado por la responsabilidad que conlleva ser padre», pensó Miranda preocupada a la vez que forzaba una sonrisa.

Habían pasado tres días desde que Tessa le había contado que Hunter se había ido, pero Miranda no había creído a su hermana pequeña. Esperaba escuchárselo decir a Dan, aunque tenía la esperanza de que Hunter no la hubiese abandonado. Finalmente, aquella mañana, Miranda decidió hablar con su padre.

– No sé por qué no se lo contó -le dijo, aunque estaba mintiendo. Por supuesto que no podía confiar aquello a su padre.

– Ningún problema puede ser tan grave.

– ¿Problema? -repitió Miranda- ¿Qué problema?

Dan pensó la respuesta y aguantó el aire en la boca mientras examinaba el borde interior de su mugrienta gorra.

– El chico se buscaba problemas como un sabueso busca a un conejo muerto. Durante años él… bueno, él y la policía llegaron a ser íntimos. Yo siempre lo achacaba al hecho de haber perdido a su madre a tan tierna edad. De cualquier manera, en el último medio año, cambió, pagó su deuda con la sociedad, por así decirlo, consiguió sacarse el equivalente al título de bachillerato y empezó a asistir a clases de formación profesional. Pensaba que finalmente había encontrado el camino correcto.

– Y así era -dijo Miranda.

Dan levantó una ceja gris, preguntándose en silencio el porqué de aquella defensa hacia un chico al que, según Dan, Miranda apenas conocía.

– Pero Hunt últimamente había cambiado. Salía a escondidas de casa, para hacer sólo Dios sabe qué. -Frunciendo el ceño, se volvió a poner la gorra de béisbol de los Dodgers y arrastró el rastrillo por la tierra, alrededor de un roble musgoso que había cerca del ala norte de la casa-. Las cosas han cambiado por aquí. -Levantó la vista con rudeza-. Su madre, ¿ha encontrado a alguien que sustituya a Ruby?

Miranda negó con la cabeza.

– Aún no. Creo que aún espera que Ruby cambie de opinión y vuelva a trabajar para nosotros.

– Lo dudo. Esa mujer es terca como una mula. Además, perder a un hijo, en fin, no hay manera de superarlo. No volverá. Aquí hay demasiados recuerdos, recuerdos de un tiempo en que Jack estaba vivo. -Arrastró un grupo de ramitas y hojas, formando un montoncito de vegetación seca-. Dios, sólo espero saber algo de Hunt pronto.

«Yo también», pensó Miranda, mientras un mal presentimiento inundaba su corazón.

– Seguro que sí.

Dan frunció el ceño, y escarbó una vez más en la tierra.

– Si sé algo, se lo haré saber, y si usted se entera de algo… bueno, ¿por qué se iba a enterar?

Miranda miraba atentamente a Dan justo cuando éste apartó la vista de sus tareas. Por primera vez desde que había empezado su relación con Hunter sospechaba que su padre estaba empezando a comprenderlo todo.

– Yo… lo haré -prometió, cruzando los dedos y rezando en silencio para que Hunter llamase.

– Y si no lo hace, bueno… tal vez no merezca que nos preocupemos. -Se rascó el cuello, haciendo ruido con los dedos al hacer fricción la barba-. Hay muchas cosas que usted no sabe, señorita Holland. Muchas cosas que Hunter no quería que nadie supiera. Pero era el hijo de mi mujer y se portaba bien conmigo.

De repente la boca se le resecó.

– ¿Qué es lo que no sé?

– Nada bueno. -Siguió trabajando en la tierra-. Había una parte en él que… -hizo una pequeña mueca-…bueno, el reverendo Tatcher la tachó una vez de maligna.

– Oh, no…

– El reverendo se pasó un poco, fue demasiado crítico. Pero es cierto que Hunt tiene una parte salvaje que jamás será domesticada.

– Yo no lo creo -dijo, y se volvió.

Tenía los pies dormidos y el corazón le iba a mil por hora. Cuando empezó a caminar, Dan pareció susurrar:

– Tenga cuidado, señorita.

Pero Miranda no estaba segura de haber escuchado bien. Podía haber sido el sonido del viendo silbando entre las hojas secas que se movían sobre la tierra.


– La historia que yo escuché fue que estuvo tonteando con una chica de catorce años en Seaside.

– ¿Catorce años? -repitió Miranda, mirando fijamente a Crystal como si ésta estuviera loca.

Después de no saber nada de Hunter durante cuatro días, Miranda se dirigió a la ciudad, circulando nerviosa por las calles, hasta que se detuvo para tomar un refresco en Dairy Freeze. Nada más entrar vio a Crystal. Miranda no tuvo en cuenta la pena que la chica podía sentir por la muerte de su hermano, ni los celos por que una Holland le hubiese robado la atención de Weston. A Crystal y a su madre les gustaban los cotilleos, así que simplemente se sentó en el asiento vacante de la mesa amarilla de plástico, junto a ella, con la excusa de la marcha de Hunter, para ver si podía sonsacarle algún rumor sobre él.

Miranda esperó, bebiendo a sorbos, que Crystal continuase hablando. De fondo se oía el ruido del aceite chisporreteando en las freidoras detrás del mostrador, la caja registradora sonando y la batidora en funcionamiento mientras preparaban otro batido.

– Lo que yo oí es que Hunter dejó a la chica embarazada y luego quiso que abortara, pero ella es menor de edad.

Miranda notó cómo su rostro se volvía pálido y casi vierte el refresco.

– La madre de la chica es una especie de chalada religiosa, ultraderechista, una nueva Cristina que no apoya el aborto bajo ninguna circunstancia. De cualquier manera, la chica lo cuenta todo, le dice a su madre que va a tener un bebé y a la madre casi le da un infarto.

– No puede ser. -Miranda dio vueltas al cubito de hielo de su Coca-Cola y sacudió la cabeza. Pero la duda la envolvía, como un gran remolino, amenazando con acabar con el ultimo aliento de esperanza que albergaba por el chico al que amaba-. No… No puedo creer que él… -Tragó saliva con dificultad para luchar contra las terribles náuseas que le entraron.

– Ey -dijo Crystal, mojando una patata frita en un tarro de tomate-. Yo sólo te digo lo que se oye por ahí. No sé si es verdad.

– Hunter no podría… -¿O sí? Se le hizo un nudo en la garganta e intentó reprimir la sensación de pánico que crecía en su interior-. ¿Quién es esa chica? ¿Cómo se llama?

Crystal se encogió de hombros.

– Nadie parece conocerla.

Miranda estaba dispuesta a averiguarlo.

– Creo que es mentira.

– Puede ser. -Crystal frunció eí ceño-. ¿Quién sabe?

– Alguien lo debe de saber.

– Sí, Hunt.

– Y la chica. Si es que existe. ¿Quién te contó esa historia?

– Mi madre. Se la oyó contar a una de las mujeres con las que juega a pinacle, y esa mujer le dijo que su marido se lo había contado a ella porque lo había oído en Westwind Bar la noche anterior.

– Pero… -pero ella había estado con Hunter hacía sólo unas pocas noches. ¿Cómo podía haberse enterado alguien? Miranda iba a hacer todo lo que pudiera para averiguarlo. Se acabó la bebida y se levantó-. Vaya. Gracias. Ya sabes cómo siento lo de Jack.

Crystal miró por encima de los hombros de Miranda hacia un lugar que sólo ella podía ver.

– Él no se tiró por el precipicio aquel día, ¿sabes? -dijo en tono serio-. Había estado allí millones de veces. -Apartó las patatas fritas y se mordió el labio inferior-. Y tampoco se cayó por que estuviese borracho.

Miranda había oído la historia de Jack. La historia que decía que después de que le despidiesen de Industrias Taggert, se había emborrachado, había conducido hasta la cumbre y, tras caminar por un sendero indio, se había tirado desde el precipicio.

– Le empujaron. -Crystal parecía segura.

A Miranda se le cerró el estómago de golpe.

– ¿Le empujaron? -Una vez más, las tripas se le revolvieron, y tuvo que tragar saliva para hacer bajar la bilis que le corría por la garganta-. ¿Quieres decir que fue un asesinato?

Crystal se limpió una lágrima que le salía por el borde del ojo.

– Mi madre y yo no tenemos la más mínima duda. Es sólo que todavía no podemos demostrarlo. Pero lo haremos.

– Entonces supongo que te deseo buena suerte. -Miranda de pronto se sintió incómoda-. Echamos de menos a Ruby, ¿sabes?

– ¿Sí? -Crystal soltó una risotada cruel y clavó sus negros y perspicaces ojos en Miranda-. ¿O echas de menos tener a una piel roja como esclava?

– ¡Sabes que eso no es verdad! Creemos que Ruby es una más en la familia -dijo Miranda, encolerizada-. Siempre ha sido así.

– Entonces ¿por qué tu padre no gasta un poco de su asqueroso dinero en contratar a un buen detective privado para que averigüe lo que le ha pasado a Jack?

– Creía que la policía concluyó que era…

– Un accidente, sí. Y pensaron que nos estaban evitando una vergüenza al no sugerir que se trataba de un suicidio. ¡Suicidio! ¿Te lo puedes creer? Nadie quería vivir tanto como Jack.

– Lo siento…

– Pues entonces haz algo. ¿No tenías pensado convertirte en una prestigiosa abogada de mierda?

– Algún día.

El labio inferior de Crystal temblaba. Se tapó la cara con las manos.

– Maldito sea todo.

Demasiado orgullosa para llorar en público, salió del establecimiento en dirección a la calle. Miranda se sentía peor que nunca. Salió después que Crystal en dirección al coche, caminando con la cabeza gacha para evitar el viento. Crystal tenía razón en una cosa: iba a ser abogada, la mejor maldita abogada que la ciudad hubiese visto jamás, y tendría que utilizar su ingenio para engañar al abogado contrario. Por lo tanto, averiguar lo que le había sucedido a Jack Songbird y a Hunter no podía ser tan difícil.

Pero Miranda se encontraba hundida emocionalmente. La historia que Crystal le había contado sobre Hunt, junto con la advertencia de Dan, iban minando la confianza que sentía por Hunt, la fe en su amor.

– No -se dijo. Necesitaba hablar con Hunt, separar la verdad de las mentiras. Tenía que averiguarlo. Eso era. ¿Cuánto le costaría?

Teniendo en cuenta la sugerencia de Crystal, se detuvo en una cabina telefónica, ojeó entre las hojas estropeadas de las Páginas Amarillas, y paró en una página donde aparecía un listado de detectives privados. Fue bajando con el dedo por la columna, hasta que encontró el nombre de un hombre en Manzanita. Introdujo la mano en el bolso para buscar unas monedas.

Encontraría a Hunter, de una manera u otra, y entonces se enfrentaría a la verdad, por muy espantosa que fuese. Se lo debía a su bebé.


Los ventiladores del techo daban vueltas al ritmo de Madonna, mientras la cubertería tintineaba en la trastienda, detrás de la barra, donde la caja registradora sonaba tras el último pedido de hamburguesas y patatas.